Hay que tomarse en serio las protestas juveniles

Por Gary Younge, autor de Stranger in a Strange Land: Encounters in the disunited States (EL MUNDO, 16/06/06):

El viernes 29 de marzo, mientras los hispanos tomaban las calles a lo largo y ancho de Estados Unidos para protestar por una legislación que penaliza la inmigración, la profesora de español Hilda Sotelo fue convocada al despacho del director del Instituto de Enseñanza Media Austin, en El Paso (Texas). El Austin es conocido como Home of the Fighting Panthers (la casa de las panteras en lucha), pero se trataba en este caso de una lucha en la que el director, Angelo Pokluda, no quería que los estudiantes se implicaran.

Pokluda, que no ha respondido a las peticiones de que se dejara entrevistar, conminó a Sotelo a que no hablara en su clase sobre el tema de la inmigración. Cuando ella le respondió que iba por el capítulo tercero de la asignatura de Español para hispanohablantes, que trata de la discriminación contra los inmigrantes, el director le dijo que hablara de cualquier otro tema.

Cuando la profesora alteró el programa de la asignatura y leyó un poema del escritor cubano Nicolás Guillén, los estudiantes desviaron la conversación hacia el tema del día. «Yo traté de evitar el asunto de la inmigración, pero los estudiantes me obligaron a volver sobre el tema», declaró la profesora a un periódico de la ciudad, el Newspaper Tree.

Al día siguiente, el canal de televisión escolar difundió resúmenes de noticias sobre la suspensión de clases y el abandono de las aulas por parte los estudiantes en ciudades como Los Angeles, Austin y Dallas. «Los estudiantes se pusieron furiosos. La administración del instituto activó a toda prisa los intercomunicadores para ordenar a los profesores que desconectaran los televisores. Sin embargo, para entonces era ya demasiado tarde», cuenta Sotelo, que en estos momentos tiene abierto un expediente, acusada de haber perturbado las actividades académicas al instar a sus alumnos a que suspendieran las clases y abandonaran el instituto.

Alrededor de 700 estudiantes de El Paso se echaron a la calle ese día. En los centros escolares de mayoría hispana a lo largo y ancho del país se vivió la misma historia. Se calcula que en el condado de San Diego se echaron a la calle unos 70.000 estudiantes; en el condado de Los Angeles fueron unos 35.000 y en Dallas se manifestaron unos 3.500. Mientras algunos ocupaban por la fuerza el Ayuntamiento durante un breve periodo de tiempo, otros se quedaron fuera del edificio coreando gritos como «¡Viva latinos, viva México!».

Hay personas a las que, en el mejor de los casos, les resulta irresistible el impulso de ridiculizar los puntos de vista de los jóvenes, y no digamos ya cuando los jóvenes se saltan las clases y toman las calles para echar un pulso al Gobierno. «Estos chicos no tienen ni idea de nada», declaró alguien a Bill O'Reilly, del informativo de televisión Fox News. Varios congresistas les acusaron de querer hacer novillos, ignorando aparentemente que sería más difícil seguir yendo a la escuela si ellos o sus padres eran deportados, tal y como impone la legislación vigente.

En cualquier caso, si bien resulta fácil menospreciar las acciones políticas de los jóvenes, lo que cada vez resulta menos fácil es no tomarlas en consideración, no sólo en Estados Unidos, sino a escala mundial, porque, sea lo que sea lo que estos jóvenes puedan haber aprendido en clase, lo que está claro es que saben lo suficiente como para obligar a los gobiernos a sentarse a la mesa a negociar y para arrancarles importantes concesiones cuando los tienen delante.

En las últimas semanas hemos visto que más de 600.000 estudiantes se saltaban las clases en Chile para exigir transportes públicos gratuitos, unas tasas más bajas por los exámenes de acceso a la universidad y una participación mayor en el Gobierno.

Han obtenido un éxito más o menos destacado en cada uno de estos tres capítulos. La presidenta recientemente elegida, la socialista Michelle Bachelet, ha ofrecido el equivalente a más de 150 millones de euros de subvención al transporte, determinadas comidas gratis, exámenes de acceso a la universidad con tasas mínimas y la renovación de los edificios en peor estado de conservación. Ha reservado además a los estudiantes 12 de los 74 puestos del Consejo asesor sobre Educación. Después de haber rechazado la oferta en un principio, el viernes pasado, los estudiantes aceptaron el acuerdo.

En Francia, entretanto, desde hace seis meses se han registrado dos revueltas juveniles, una a cargo de minorías de los cascos viejos y empobrecidos de las ciudades y otra de estudiantes y jóvenes en general en los centros de las ciudades, que han producido resultados concretos. Después de la primera, que tuvo lugar el pasado mes de noviembre, el Gobierno hizo pública una serie de medidas para atajar la degradación de los cascos viejos. Durante la segunda, se vio cómo los jóvenes ocupaban, bloqueaban o cerraban dos terceras partes de las universidades del país y tomaban centenares de centros escolares. Se echaron a la calle entre uno y tres millones de personas, ante lo que el Gobierno retiró una ley de empleo manifiestamente impopular.

Todas estas manifestaciones no han estado en modo alguno relacionadas entre sí. Sin embargo, unidas a muchísimas otras registradas a lo largo de las últimas semanas, desde los estudiantes partidarios de las reformas en Irán hasta los 4.000 jóvenes de Eslovenia, parece intuirse el surgimiento de una toma de conciencia y de un activismo entre los jóvenes que va más allá de la inmediatez de las exigencias particulares de cada protesta.

No se trata de algo similar al Mayo del 68, aunque no por las razones que algunos de los cabecillas de aquel mítico levantamiento estudiantil quieren hacernos creer. Muchos de los que vivieron los disturbios de 1968, nostálgicos de aquellos tiempos en los que se podía sitiar una embajada, ocupar la universidad, tirar algunos adoquines a la policía y aun así dejar de propina el cambio de un billete de cinco libras, están tan empachados de nostalgia que no sienten más que condescendencia y displicencia por los jóvenes manifestantes nacidos a partir de entonces.

«Los jóvenes tienen [en la actualidad] una visión negativa del futuro», ha declarado Daniel Cohn-Bendit, uno de los cabecillas de las manifestaciones de París de hace ahora casi 40 años. «El Mayo de 1968 fue un movimiento de ataque con una visión positiva -ha añadido-, mientras que las protestas de hoy día son todas en contra de algo. Son protestas a la defensiva, que se basan en el miedo a la inseguridad y al cambio».

Olvidan oportunamente los jóvenes de ayer que lo que siguió a continuación de sus protestas fueron una victoria de Richard Nixon y una mayoría aún más importante de los gaullistas, que contribuyeron decisivamente a desencadenar las fuerzas que terminarían por producir el miedo en las generaciones posteriores.

Los participantes en las manifestaciones de estos tiempos son por lo general más jóvenes, más pobres y de color más oscuro que los de hace 40 años. Hay más probabilidades de que chicas jóvenes adquieran un papel director en las protestas; hay más probabilidades de que los padres apoyen esas protestas. No se trata de estudiantes de clase media en busca de una alianza con los obreros; son estudiantes salidos de la clase obrera que quieren acceder a la clase media. En Chile han contado con el apoyo del 87% de la opinión pública. «No se trata de unos energúmenos revolucionarios. Sus padres los apoyan, y sus primos, y sus vecinos, y sus tías ancianitas. Están hartos de que los colegios de los ricos eduquen a los que van a ser los jefes mientras que sus escuelas los forman para ser obreros. Más que combatir contra las autoridades chilenas, las están convenciendo», ha escrito Patricio Fernández, un columnista influyente del diario Clinic.

Si bien las circunstancias que han dado lugar a estas protestas son peculiares en cada caso, todas ellas tienen una en común sobre la que se sustentan, la desaparición del consenso de posguerra en virtud del cual el Estado sentía la obligación de invertir en el futuro de la juventud, en lugar de no prestarle ninguna atención, en el mejor de los casos, o de culpabilizarla, en el peor, con todo tipo de procedimientos, desde Asbos (Anti Social Behaviour Orders, es decir, medidas contra comportamientos antisociales) a toques de queda.

Véase el caso de Estados Unidos. En 1994, Clinton sacó una ley que permitía tratar como adultos a un número mayor de menores de edad. Entre 1984 y 1997, las detenciones de menores de edad aumentaron un 30%. Entretanto, desde la prensa se echaba la culpa de todo a los jóvenes, de manera parecida a como ocurrió en Reino Unido con la cultura Asbo. «Llegan los superdepredadores», anunciaba un reportaje del semanario Newsweek en 1996, con el añadido de la siguiente pregunta: «¿Deberíamos meter entre rejas a esta camada de chicos sin piedad?». En 1998, dos terceras partes de los norteamericanos creían que los niños menores de 13 años debían ser tratados como adultos.

Fuera lo que fuese lo conseguido en las revueltas estudiantiles de 1968 (y algo se consiguió), ha sido la generación forjada en el crisol de aquellos tiempos la responsable de estas circunstancias actuales.

«La juventud -escribió el dramaturgo alemán Bertolt Brech- es echar la culpa de tus problemas a tus padres; la madurez es llegar a la conclusión de que todo es culpa de la generación más joven».