Hay un ganador de esta batalla demócrata: los republicanos

En fin, éste era el peor resultado posible para los demócratas, pero también para todos aquellos, tanto en Estados Unidos como fuera de ellos, deseosos de un cambio después del fracaso de ocho años de Gobierno republicano. Los resultados de los enfrentamientos del martes 4 de febrero en Ohio y Texas auguran un lento desastre del partido para el que este 2008 debería haber sido un año tranquilo y magnífico.

Los demócratas habían marcado con un círculo en el calendario el día 4 de marzo como la fecha en que caía el telón. Barack Obama ni siquiera necesitaba ampliar por mucha diferencia su racha triunfal más allá de los últimos 11 enfrentamientos, sólo lo suficiente para confirmar que el formidable impulso que había cogido a lo largo de febrero, medido en votos, en dinero y en apoyos de personalidades destacadas, era irreversible. Le habría servido una victoria por la mínima en Texas. Bill Clinton prácticamente lo había reconocido al indicar que, si Hillary no ganaba en los dos grandes estados el martes, todo habría terminado. Se habrían acercado los mandamases del partido, habrían dado a Hillary unas palmaditas en el hombro y le habrían dicho que había llegado el momento de hacerse a un lado.

En lugar de eso, Hillary Clinton ha obtenido el 51% de los votos de Texas y se ha llevado Ohio por mucho más; y sobre todo no está dispuesta a hacerse a un lado ante nadie. La pelea va a continuar, lo cual significa que los demócratas se han garantizado a partir de ahora unos cuantos meses más de rencores y discordias, enredados en una pelea de los unos contra los otros. De vez en cuando se tomarán un respiro en esta lucha a brazo partido y, rebozados en el barro, levantarán la vista para contemplar a un John McCain sonriente, dándose un paseo hasta noviembre, y todo porque los republicanos resolvieron su batalla por la candidatura en la noche del martes, precisamente a la vez que los demócratas se aseguraban de que la suya no se resuelva en mucho tiempo. Ante McCain se abre ahora un camino libre de obstáculos. Simplemente le basta con seguir adelante, formulando el debate general sobre las elecciones en los términos que a él le convienen y fijando su oferta antes de que su futuro rival tenga la oportunidad de hacerlo por él.

Los demócratas optimistas ven algún rayo de luz en este folletín interminable de elecciones primarias y asambleas de votantes. En primer lugar, con todo el espectáculo en su bando, la atención de los medios de comunicación sigue centrada en ellos. Por otra parte, dicen los pollyannas [apelativo burlón para designar a los optimistas irreductibles; por Pollyanna, la heroína de los relatos de Eleanor H. Porter (1868-1920)], en realidad es muy saludable que los rivales demócratas se pongan a prueba mutuamente ahora; eso significa que el que finalmente se imponga se habrá curtido en la lucha y se le habrá hecho callo suficiente como para repeler todo lo que McCain y los republicanos le echen encima. Después de todo, si Obama es incapaz de ganar a Clinton (o viceversa), ¿cómo puede esperar alguien que cualquiera de los dos gane a McCain?

Lo que ocurre es que, si se dejan a un lado las gafas de cristal de color rosa, es posible ver las cosas de otra manera. El bando de Clinton ha llegado con toda seguridad a la conclusión de que ganó en Texas porque se pusieron en plan negativo, porque se empeñaron en privar a Obama de su aureola. Clinton le atacó por sus vinculaciones con un poderoso propietario de terrenos en los barrios bajos que en la actualidad está procesado en Chicago y por su doble lenguaje, aparentemente, en relación con el NAFTA (North American Free Trade Agreement o Tratado Norteamericano de Libre Comercio), y, lo más llamativo de todo, con un anuncio en televisión en el que aparecían unos niños durmiendo y en el que se daba a entender que Obama era demasiado inexperto para saber qué hacer ante una llamada recibida en la Casa Blanca a las tres de la madrugada para anunciar una crisis en el extranjero.

Aun en el supuesto de que Obama hubiera tenido una buena réplica al anuncio de televisión (haciendo ver por ejemplo que, cuando sonó el teléfono rojo de Hillary en 2003, con la pregunta de si Estados Unidos deberían invadir Irak, ella se equivocó al dar la respuesta), está claro que perdió los papeles ante la acometida de Clinton y el intenso acoso de la prensa que le cayó encima a continuación. No ha sido una buena noticia para él, pero tampoco ha sido una buena noticia para el partido en su conjunto. El anuncio del teléfono que suena ha sido el típico de tono alarmista que sacan habitualmente los republicanos contra los demócratas, en un estilo similar al anuncio del «oso en el bosque» propio de la Guerra Fría que Ronald Reagan utilizó para machacar a Walter Mondale en 1984. Si Obama fuera designado finalmente candidato, McCain no tendría más que rebobinar la cinta y pulsar de nuevo el botón de reproducción a voluntad. Eso mismo puede decirse de la declaración de Hillary cuando afirmó que tanto ella como McCain tenían un largo historial de experiencia en materia de seguridad nacional mientras que todo lo que tenía Obama era «un solo discurso».

Hasta ahora, Obama ha evitado devolver golpe por golpe pero, en estos momentos en que se está quedando rezagado, es posible que tenga que hacerlo. Eso significa semanas y semanas de pelea cuerpo a cuerpo sobre «ética, revelaciones indiscretas y acuerdos entre despachos de abogados y promotores inmobiliarios», en palabras de David Axelrod, estratega de Obama. Eso significa sacar a la luz el pasado de Hillary Clinton en Arkansas, así como investigar en los orígenes de la fortuna actual de los Clinton. ¿Por qué, por ejemplo, se ha negado Hillary a hacer pública su declaración de la renta? Obama puede empezar a desmontar todos los alardes de Hillary sobre su experiencia a cuenta de los ocho años que estuvo viviendo en la Casa Blanca. ¿Acaso eso mismo capacita a Laura Bush para ser presidenta?

A Obama no sólo le perjudica un estilo tan negativo de campaña, sino que quizás contradice también su afirmación de que personifica una nueva forma de hacer política; también contaminaría todo el esfuerzo del Partido Demócrata. Quienquiera que resulte designado candidato va a terminar pareciendo un producto defectuoso. A los republicanos les habrán ofrecido en bandeja los argumentos de sus ataques en noviembre y, lo que es peor, el Partido Demócrata se habrá sumido en un enconamiento que posiblemente resulte muy difícil de cicatrizar con el tiempo. Sobre lo que puede ocurrir en noviembre se ha producido ya un primer aviso a tenor de las encuestas a la salida de las votaciones del martes pasado: en estos momentos, sólo cuatro de cada 10 votantes demócratas afirman estar satisfechos con el que salga elegido candidato, sea quien sea. Hace un mes eran siete de cada 10. Eso indica que un número importante de los demócratas convencidos abandonarán el campo de batalla cuando llegue el otoño, tristes y decepcionados, en lugar de luchar por el ganador. Si encima se produce una batalla legal prolongada en torno a la situación de los delegados de Michigan y (efectivamente, lo han adivinado) de Florida, excluidos [de la Convención del Partido Demócrata] por quebrantar la normativa del partido pero cuya acreditación favorecería a Hillary, el enconamiento se convertirá entonces en puro veneno.

Pues eso no es lo peor. Es posible que los demócratas tengan que elegir entre una mujer que puede alzarse con la designación del partido como candidata pero no con la presidencia y un hombre que puede alzarse con la presidencia pero no con la designación del partido como candidato. Empecemos por Hillary: es fácil de entender por qué podría terminar como abanderada de los demócratas. En las semanas que vienen podría ganar los delegados suficientes como para que ambos lleguen al recuento muy igualados y entonces ella pondría sobre la mesa que se ha llevado todos los grandes premios, los nuevayorks y las californias, mientras que Obama sólo ha pescado estados menores. Entonces todo quedaría en manos de los caciques del partido, los superdelegados, que controlan los votos decisivos. En un combate de este tipo, en el que hay que retorcer el brazo a algunos y cobrar a otros los favores prestados, los Clinton se impondrían con toda seguridad a un recién llegado como Obama.

Sin embargo, no habrá muchos que apuesten por que Hillary, una vez designada candidata, vaya a ganar a McCain. Efectivamente, ha demostrado una tenacidad a prueba de bomba. Sin embargo, McCain la supera tanto en experiencia como en el tema de la seguridad nacional. Por otra parte, la simple mención de su nombre en las papeletas uniría y movilizaría a los republicanos mucho más eficazmente que todo lo que McCain pueda decir o hacer.

Por el contrario, Obama tendría la posibilidad de reformular de arriba abajo el enfrentamiento, presentando a McCain como un gran héroe, efectivamente, pero de una época que ya ha pasado. Podría vincular a su rival con George Bush, simplemente exhibiendo las fotos, de hace unos días, de la aprobación de la Casa Blanca a su candidatura, calificándoles de socios en la desastrosa guerra de Bush y McCain en Irak. Por otra parte, Obama ha demostrado que es capaz de ganarse a los votantes jóvenes e independientes que viven en las zonas residenciales de las ciudades y que los demócratas necesitan para ganar.

Sólo que para aprovechar esta oportunidad antes tiene que ganar la designación como candidato y eso podría resultarle más difícil que conseguir la propia presidencia. Caer en lo negativo perjudica su mensaje positivo característico; no reaccionar de ninguna forma permite que Hillary le pinte como pasto fácil, en principio, de los lobos del Partido Republicano que le esperan al acecho. Si la situación llegara a un punto muerto que tuviera que ser resuelta por los dirigentes del Partido Demócrata, empezaría ya en situación de desventaja.

Así pues, ésta es la grave situación a la que se enfrentan los demócratas. En un año que debería ser suyo, están atrapados entre una posible ganadora que no parece que pueda ganar y un probable perdedor que simplemente se niega a perder.

Jonathan Freedland, columnista del diario The Guardian.