Heddy Honigmann, la documentalista que retrató el desconsuelo peruano

La cineasta Heddy Honigmann (Lima, 1 de octubre de 1951-Ámsterdam, 21 de mayo de 2022) se dedicó principalmente a la realización de documentales, ente ellos 'Metal y melancolía'. (Cortesía Festival de Cine de Lima)
La cineasta Heddy Honigmann (Lima, 1 de octubre de 1951-Ámsterdam, 21 de mayo de 2022) se dedicó principalmente a la realización de documentales, ente ellos 'Metal y melancolía'. (Cortesía Festival de Cine de Lima)

En un momento de Metal y melancolía, uno de los taxistas entrevistados por la cineasta Heddy Honigmann revela la razón del poético y afilado título del documental: “Una vez leí que un famoso poeta español decía que el Perú estaba hecho de metal y melancolía. Tenía razón”.

A lo que Honigmann, con ese tono seco pero lleno de curiosidad que la caracteriza cuando hace preguntas detrás de la cámara, replica: “¿Por qué metal y melancolía?”. El taxista, un conocido actor de cine y televisión que ante la falta de trabajo debe ganarse la vida como chofer informal, responde: “Tal vez porque el dolor y la pobreza nos han vuelto duros como la dureza de nuestro metales, y melancolía porque también somos tiernos y añoramos tiempos mejores que se perdieron en el olvido”.

He visto Metal y melancolía una docena de veces y, cada vez que llego a ese momento, en el minuto 17, inevitablemente debo esforzarme por contener las lágrimas. Se trata, a mi juicio, del mejor documental peruano o sobre el Perú. Y quizá la mejor película hecha en el país, en disputa con Bajo la piel, dirigida en 1996 por Francisco Lombardi con guión de Augusto Cabada.

Volví a ver el documental de Honigmann hace unos días, luego de enterarme de su muerte a los 70 años, víctima del cáncer y la esclerosis múltiple. Honigmann nació y creció en Lima, hija de inmigrantes judíos europeos que sobrevivieron al Holocausto, pero dejó el Perú a los veintipocos años. Estudió cine en Roma y se instaló luego en Ámsterdam, donde adquirió la nacionalidad holandesa y desarrolló buena parte de su carrera como cineasta. Fue autora de más de una docena de documentales, ha recibido distintos galardones en todo el mundo y museos como el Pompidou o el MoMA han acogido retrospectivas de su obra. Antes de Metal y melancolía su trabajo estaba enfocado en el cine de ficción. Fue esa película la que inició su carrera como documentalista y supuso su reencuentro con el Perú luego de unos 20 años viviendo en Europa.

Metal y melancolía fue rodada en octubre de 1992, en uno de los momentos más difíciles de la historia reciente del Perú. Meses antes, en abril, el presidente Alberto Fujimori había sacado los tanques a la calle y cerrado el Congreso. Esto, mientras el país vivía aún inmerso en una profunda crisis económica heredada del primer gobierno de Alan García (1985-1990) y en una guerra sin cuartel contra un sanguinario grupo terrorista. A mediados de julio, Sendero Luminoso perpetró el atentado de Tarata, el más mortífero cometido en la capital, que tuvo un saldo de 25 muertos y dos centenares de heridos. Dos días después, un grupo paramilitar bajo las órdenes del Ejército secuestró y asesinó a nueve estudiantes y un profesor universitario. Unos meses después, Honigmann aterrizó en Lima para rodar su documental.

Los personajes de la película son hombres y mujeres al volante de sus improvisados y destartalados taxis, todos condenados a “taxear” de manera informal porque el dinero que perciben en sus trabajos —actor, policía, instructor de la Fuerza Aérea, funcionario judicial—, cuando tienen trabajo, no alcanza para cubrir las necesidades mínimas de sus familias.

Durante la investigación y filmación, según contó ella misma, Honigmann tomó unos 120 taxis a lo largo de un mes. A bordo de esos autos, la cineasta dispara las preguntas justas mientras ella, un cámara, un sonidista y los choferes recorren las calles de una Lima polvorienta y con aires de posguerra, aunque la guerra —la económica y la real— no había todavía terminado. Así, la cineasta consigue que los y las taxistas hablen de sus sueños, casi siempre rotos, de sus muchas frustraciones y los mil y un sacrificios, trucos y volteretas que deben realizar a diario para sobrevivir y poner un plato de comida en la mesa de sus familias.

Se trata de mujeres y hombres tristes y dignos, representantes de una clase media empobrecida, aplastada y al borde de la extinción, dolorosamente lúcidos y conscientes del abismo en que se encuentra el país y al que ellos y sus familias han sido personalmente arrastrados. Hacen gala de un sentido del humor taciturno y un optimismo derrotado pero optimista, propio de quienes saben que su país no tiene nada que ofrecerles, pese a lo cual siguen apretando el acelerador, metiendo un cambio más y recorriendo esas calles sucias y tan destartaladas como sus autos, confiando en que quizá mañana será mejor porque, visto lo visto, difícilmente pueda ser peor.

Ver Metal y melancolía hoy, 30 años después de que fuera filmada, es cualquier cosa menos un ejercicio nostálgico. La Lima —y por extensión, en parte, el Perú— de 1992 no es la de 2022, pese a que como pudimos comprobar durante la pandemia de COVID-19 todavía una buena parte de sus habitantes siguen viviendo al día y sumidos en la informalidad que con tanta crudeza retrató Honigmann. Pero hay también una tristeza y sensación de vacío equiparable en los habitantes de estas dos Limas, que nace de la convicción de haber sido traicionados por quienes debían guiar los destinos de la ciudad y el país.

Lo dice exactamente así uno de los personajes, quien con el taxi detenido explica a la directora las fechorías cometidas durante el primer gobierno de García y se lamenta: “A través de nuestra historia los gobiernos que han estado de turno han llevado al país a la quiebra (...) No solamente en este gobierno ha habido desmanejo o negligencia, sino sobre todo deshonestidad”.

Lastimosamente, se trata de una afirmación con la que hoy, tres décadas, una dictadura y cinco presidentes elegidos democráticamente (amén de tres no elegidos) después, la gran mayoría de los peruanos sigue estando de acuerdo. Y no sin razón.

Por ello, ver hoy Metal y melancolía, contemplar la dureza del desconsuelo de sus protagonistas, debería servirnos como recordatorio y advertencia de dónde venimos y a dónde no deberíamos regresar. Porque, por muchos problemas que tenga el Perú de hoy, lo sabían bien Heddy Honigmann y sus protagonistas, lastimosamente siempre podemos estar peor. Y, de hecho, lo hemos estado.

Diego Salazar es periodista y autor del libro ‘No hemos entendido nada: Qué ocurre cuando dejamos el futuro de la prensa a merced de un algoritmo’

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