Para países donde el tipo de interés nominal es cero o casi, la ecuación del estímulo fiscal debería ser muy simple. En tanto el tipo de interés que paga un gobierno para endeudarse sea menor que la suma de la inflación y del crecimiento de la fuerza laboral y de su productividad, el costo de amortización de los pasivos adicionales será negativo. Al mismo tiempo, las ventajas de aumentar el gasto pueden ser considerables. Se cree que el multiplicador fiscal keynesiano para grandes economías industriales o expansiones coordinadas es aproximadamente dos: es decir, cada dólar extra de expansión fiscal da al PIB real un aumento de dos dólares.
Algunos apuntan al riesgo de que cuando la economía se recupere y suban los tipos de interés, los gobiernos no hagan los ajustes correspondientes a la política fiscal. Pero es un argumento falaz. Si un gobierno quiere aplicar malas políticas, lo hará independientemente de las decisiones que se tomen hoy. Y en la medida en que dicho riesgo exista, se compensa por los muy tangibles beneficios económicos del estímulo: aumento de capacidades de la fuerza laboral, más inversión de las empresas, desarrollo más veloz de modelos de negocios y creación de infraestructuras útiles.
El rechazo a la expansión fiscal no surge de consideraciones pragmáticas sino de la lisa y llana ideología. Son pocos los economistas competentes que no hayan llegado a la conclusión de que en Estados Unidos, Alemania y el Reino Unido los multiplicadores fiscales son suficientemente grandes y hay buenas oportunidades de derrame para programas de estímulo a la demanda, inversión e infraestructura, además de suficiente margen financiero para recomendar el uso de políticas considerablemente más expansivas.
La cuestión no es si el estímulo fiscal es adecuado, sino cuánto de él. Para responder a esa pregunta debería bastar un simple cálculo tecnocrático de costos y beneficios. Pero en la mayoría de los países a los que el estímulo fiscal podría ayudarlos, no se está haciendo nada.
A la luz de todo esto, mi exprofesor y viejo colega Barry Eichengreen está decididamente preocupado: “La economía del mundo se hunde a la vista de todos, y las autoridades que deberían hacerse cargo están cada vez más enredadas”.
Según Eichengreen, la experiencia de Alemania con la hiperinflación en la década de 1920 y su posterior adopción del “ordoliberalismo” (por el cual el Estado se abstiene de intervenir en la economía) generó en los alemanes alergia a la macroeconomía. A la vez que en Estados Unidos, la profunda desconfianza hacia el poder del gobierno federal (especialmente en el Sur, donde se usó para abolir la esclavitud e imponer los derechos civiles) dio lugar a hostilidad hacia las políticas macroeconómicas anticíclicas.
Eichengreen concluye señalando que: “Para poner fin al estancamiento actual habrá que superar prejuicios ideológicos y políticos profundamente arraigados en la historia. Si no los enfrentamos en un período prolongado de escaso crecimiento después de una crisis, ¿cuándo lo haremos?”.
Por desgracia, este debate ya no es un ejercicio intelectual (si alguna vez lo fue). Es probable que se necesiten acciones audaces. Es hora de que los bancos centrales asuman la responsabilidad e implementen la idea de arrojar “dinero del helicóptero”, es decir, entregar efectivo directamente a personas que lo gasten.
Los partidarios de la austeridad en Alemania, Estados Unidos y el Reino Unido desconfían de los bancos centrales por los mismos motivos ideológicos por los que rechazan a las legislaturas que aprueban déficits presupuestarios. Pero en el caso de los bancos centrales, sus objeciones son mucho más débiles, porque como señaló David Glasner, economista de la Comisión Federal de Comercio de los Estados Unidos, todos los intentos de crear un sistema monetario automático (sea sobre la base del patrón oro, la regla del k por ciento de Milton Friedman o la “política monetaria basada en reglas” del economista John Taylor de la Universidad de Stanford) fracasaron espectacularmente.
La historia refutó el llamado del economista Henry Simons de la Universidad de Chicago a que la política monetaria esté supeditada a “reglas en vez de autoridades”. La tarea de diseño de la política monetaria no es formular reglas sino más bien instituir autoridades con objetivos, valores y competencia tecnocrática razonables.
Las acciones de los bancos centrales siempre han sido “política fiscal” en todo su sentido, simplemente porque sus intervenciones modifican el valor actual de los pagos futuros de capital e intereses de los títulos de deuda pública. Pero los bancos centrales pueden hacer mucho más para promover la recuperación económica. Tienen inmensos poderes regulatorios para obligar a los bancos bajo su órbita a conservar capital, prestar dinero a destinatarios históricamente discriminados y servir a las comunidades de las que forman parte. Y tienen muy buenos abogados.
El rescate podría adoptar muchas formas; la implementación exacta dependerá de la estructura jurídica de cada banco central y de la mayor o menor disposición de sus administradores para tomar medidas que exceden su mandato tradicional (con la garantía, implícita o explícita, de que las otras autoridades harán la vista gorda).
La reactivación de la economía dependerá de asegurar que el efectivo extra vaya a personas cuyo nivel de gastos está restringido por bajos ingresos y falta de activos utilizables como garantía. Y lo mismo que con los gobiernos que encaran programas de estímulo fiscal, la clave del éxito está en disipar hasta el más mínimo temor de que la devolución de lo prestado pueda volverse insostenible.
J. Bradford DeLong is Professor of Economics at the University of California at Berkeley and a research associate at the National Bureau of Economic Research. He was Deputy Assistant US Treasury Secretary during the Clinton Administration, where he was heavily involved in budget and trade negotiations. His role in designing the bailout of Mexico during the 1994 peso crisis placed him at the forefront of Latin America’s transformation into a region of open economies, and cemented his stature as a leading voice in economic-policy debates. Traducción: Esteban Flamini.