Hemiplejia nacional

Las coyunturas electorales tienden a suscitar profundos análisis sobre las causas que generan el voto en uno u otro sentido. No me considero nada experto en tan delicados augurios previos o diagnósticos posteriores, pero alguna que otra observación acaba brindando el trajín cotidiano. Quizá dos anécdotas de corte académico puedan tener algún valor simbólico.

El joven, dinámico y recién incorporado capellán de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Rey Juan Carlos tuvo a bien propiciar una conferencia del presidente del Foro de la Familia Benigno Blanco sobre una cuestión tan actual como la asignatura «Educación para la Ciudadanía». Cuando, como a otros colegas, me comentó sus planes no tardé en comentarle que no me parecían un monumento a la prudencia. La tesitura electoral no resultaba muy adecuada para propiciar un debate sereno, sino que más bien llevaría a sospechar alguna intención partidista. Esto obligaría, por otra parte, a que el invitado compartiera cartel con algún previsible defensor de opción diversa a la suya.

El decano, gallego él, dio un visto bueno a resultas. No tardó en ocurrir lo pronosticado. Uno de los catedráticos de la Facultad, de obvia ideología de izquierdas (para entendernos...), hizo distribuir una carta abierta en la que educada y firmemente rechazaba la oportunidad de la iniciativa y los argumentos esgrimidos para convocarla en la circular previa. El decano zanjó públicamente la cuestión a bote pronto, aplazando hasta después de las elecciones el evento y anunciando que obligadamente habría de tener formato de mesa redonda, incluyendo algún previsible discrepante. No dudé en ese momento en considerar oportuno el dictamen. Hasta aquí todo normal; al menos aparentemente...

Quiso el acaso que ese mismo día me llegara un correo electrónico, que me animó a la saludable tarea de reflexionar. Los colegas de la Universidad Carlos III tenían el detalle de participarme que habían concebido la inocente idea de, días después de lo previsto en mi Universidad y en plenas vísperas del arranque de la campaña electoral, presentar un libro de mi amigo Gregorio Peces-Barba y dos de sus más fieles colaboradores sobre... Lo han adivinado: «Educación para la ciudadanía y los Derechos humanos». Por lo que se ve, la fecha no había parecido inoportuna. A la vez se me informaba del cartel plural (en número: o sea, dos o más...) encargado de realzar la primicia editorial. Tuve que frotarme los ojos. Los tres eran personas a las que tengo afecto o admiro, o ambas cosas a la vez; pero en cuanto a pluralismo, no se había respetado ni la consabida cuota legitimadora: Elías Díaz, Gómez Llorente y Zapatero (Virgilio; José Luis estaría ocupado...). No tengo noticia de que se haya suscitado problema alguno entre los colegas de la vecina Universidad; el decano no habrá tenido que mediar y todos felices y contentos.

Se ha convertido ya en tópica, hasta el punto de generar cierta insensibilidad, la tenaz denuncia de Fernando Savater sobre los usos sociales dominantes en el País Vasco y su obvia repercusión sobre el comportamiento ciudadano. No se comenta, por el contrario, la presión persistente, animada por gremios de la comunicación y la farándula, destinada a convertir en políticamente incorrecta, y si acaso generosamente tolerada en dosis no letales, cualquier postura política que no se alinee con la izquierda. Si además emparienta directa o indirectamente con la jerarquía católica, ríanse ustedes de la Inquisición. El asunto quizá merezca una pensada. El peor Pacto del Tinell es el que puntualmente cumple, sin haberlo firmado, todo ciudadano hispano que se precie; con particular celo si no suscribimos posturas de izquierda, apelando en este caso con esmero al respeto a las formas.

No deja de ser curioso, para empezar, que el fallido organizador del primer acto fuera precisamente el capellán. La Universidad Rey Juan Carlos, según algunos de los insensibilizados ante la hemiplejia nacional, sería la Universidad del PP; sin otro motivo razonable para pensarlo que barruntar una lógica simetría con la Carlos III como Universidad del PSOE. Como si, simplismos aparte, en nuestro país la armonía tuviera algo que ver con las bellas artes. Alguno pensará que el joven capellán va para obispo y ha comenzado a entrenarse. Me parece que no va por ahí la cosa. Ni los obispos han hablado de nada que no les competa (asunto diverso es que haya gustado al que manda...) ni al capellán puede serle indiferente el pastel del adoctrinamiento escolar obligatorio. El problema es que, dada la pasividad de los rigurosos y esmerados ciudadanos que nos mostramos poco proclives a la izquierda, basta con que cualquier representante del clero abra la boca o dé un paso para que, en el ensordecedor silencio, parezca que se pasa vociferando cuatro pueblos.

Lo que en ocasiones puede cobrar tintes de clericalismo (con las sotanas al frente de la manifestación), no es con frecuencia sino déficit de laicidad: porque quienes han de asumir la responsabilidad de los asuntos públicos dan más importancia a los privados, o porque han decidido privatizar sus convicciones, no vaya a ser que el de al lado se resfríe. Hablando de laicismo autoasumido podemos, sin embargo, quedarnos cortos. No se acaba inhibiendo sólo la manifestación pública de convicciones religiosas, sino de cualquier propuesta que no tenga el visto bueno de los oficiosos censores de turno. Media España acaba así condenándose a un paradójico exilio interior, impropio de cualquier sociedad democrática. Menos mal que un nutrido grupo de mujeres han decidido proclamar alto y claro que la permisividad que el aborto encuentra en nuestro país es una vergüenza, cuando estamos celebrando los sesenta años de la Declaración Universal de Derechos Humanos.

Mientras tanto, yo me sigo sintiendo afín a Sabina y Serrat, sin los que habría de abjurar de mi adolescencia, sin importarme que tengan a bien como seña de identidad insultarme. Como habría de negar que fui joven si olvidara las letras de Raimon, en su lengua materna, que aprendí por puro amor a España sin necesidad de que me las hicieran cantar en la escuela. Por eso he citado de vez en cuando en mis publicaciones algún pasaje de sus canciones, que no en vano ocupan un lugar en mi biblioteca. Recordar, con este cuadro, que una pieza esencial de todo proceso electoral es la «igualdad de armas» invita al desternille.

Uno de los misterios más fáciles de desentrañar es por qué en toda encuesta que se lea el grado de aprecio del líder de la izquierda es siempre superior que el de su rival, sea quien sea. Mientras que el encuestado de izquierda no puntuará nunca a éste con más de 2 sobre 10, los del otro lado calificarán al zocato de turno al menos con un 4, para no parecer maleducados.

El resultado es bien conocido. Aquí las elecciones no acostumbra a ganarlas nadie; más bien las pierde alguien en algún descuido. El problema es que la última vez que unos las perdieron fue después de robar y matar por lo bajini; para que las perdieran otros bastó que mataran a lo bestia unos terceros; al parecer, cargados de razón...

No pretendo sugerir que el resultado de las elecciones sea irrelevante; pero sería mucho más trascendente que algún día nos convirtamos en una sociedad normal, donde cada cual pueda y sepa expresar con libertad y sin ocultar su voto lo que piensa y donde acaben resultando más decisivas las trayectorias políticas ejercidas que las denominaciones de origen. Porque eso de que los únicos modelos tribales de nuestro país son los alimentados por las minorías nacionalistas no deja de ser una broma interesada.

Andrés Ollero Tassara, catedrático de Filosofía del Derecho.