¿Hemos aprendido algo?

Los analistas económicos más acreditados sostienen que la crisis en curso no ha hecho más que empezar. Los serviciales asesores políticos, ansiosos por tranquilizar al jefe, o los ciclotímicos comentaristas mediáticos que lanzan al vuelo las campanas ante el menor indicio, quieren creer que ya remite. Cifras y datos prospectivos en mano (no ilusiones especulativas), todo parece indicar que llevan razón los primeros. La crisis va para largo. Algunos pensamos que para muy largo. No es una crisis, de hecho. Es un ocaso.

Como decía Winston Churchill, «estamos al final del principio, o sea al principio del final». Agoniza toda una manera de hacer y entender las cosas. Se acaba una época, cuyos portavoces, como doña Obdúlia Montcada, el decadente personaje creado por Llorenç Villalonga, creen que el mundo se divide en dos grupos: el de las personas sensatas, que piensan como ellos, y el de los perturbados, que opinan de modo distinto. Yo pertenezco al de los perturbados. Unos perturbados que, los hechos cantan, llevábamos razón.

El sistema bancario muestra serias fisuras estructurales, que serían brechas fatales, si los estados no hubiesen inyectado cantidades astronómicas de dinero paliativo. La sociedad del bienestar se tambalea, porque ahora aspira a que la ciudadanía pase más años cobrando (bastante) que trabajando (poco). La energía fósil de extracción fácil se agota, tras haber generado unas colosales externalidades ambientales negativas (contaminación local, primero; cambio climático, después). Habiéndolo deglutido casi todo, ya hemos puesto los ojos en los fondos marinos y en las regiones polares. A un tal expolio ineficiente (solo un 15% de la energía extraída a pie de yacimiento petrolífero se traduce en trabajo útil de los motores) muchos siguen llamándolo progreso. A todo esto, el establishment confía en recuperar pronto los niveles de crecimiento responsables del nivel de agotamiento: todo un programa.

Prisioneros de los media y condicionados por las grandes corporaciones, los gobiernos apenas logran gobernar. Las grandes empresas, en efecto, tienen carácter multinacional, pero el espacio económico global no está regulado internacionalmente. La Administración se hace cada vez mayor para asumir proporcionalmente menos cosas: el 90% de la producción está en manos de las pymes, que tienen muchas obligaciones y escasos derechos. Los sindicatos, ante una clase obrera acomodada, acaban defendiendo a los funcionarios, estamento rebosante de garantías. La gobernanza, claro, flaquea. Pero garantizar la oferta (inalcanzable) preocupa más que saber gestionar la demanda (posible). La subvención reiterada al fracaso demostrado impide financiar al éxito alternativo.

Mal futuro tienen las nuevas generaciones criadas en un presente de algodones, de modo que se acercan tiempos muy duros para personas habituadas a tiempos muy blandos. Imposibilitados para generalizar a todo el mundo unos niveles de consumo que no podemos garantizar ni siquiera entre los más desarrollados, avanzamos hacia una inquietante inequidad estructural, sustitutoria del desequilibrio circunstancial y transitorio en que creíamos vivir. Las iglesias conservan mucho poder con pocos seguidores, mientras los fundamentalismos ganan adeptos entre los desesperados, que no cesan de aumentar.

Los mercados bursátiles entorpecen el funcionamiento de la economía. No puede ser que las finanzas y la producción sigan caminos separados, incluso opuestos. La delincuencia financiera se tolera como mal menor y se considera honorable la existencia de mercados especulativos. En las bolsas, uno de los templos de la democracia al principio de la revolución industrial, anidan actitudes deletéreas que los poderes públicos no quieren o pueden evitar. Con recursos de todos, se cubren las pérdidas de quienes han causado la crisis y, encima, se les confía el futuro. Se han equivocado en todo, salvo en enriquecerse: ¿por qué debemos confiar en ellos? Rodeados de inmerecido respeto, postulan la reedición de fórmulas probadamente equivocadas. Solo les sostiene la sumisión de la mayoría y la inexistencia, aún, de un modelo aplicable. Son el loco conocido. Demasiado loco y demasiado conocido, sin embargo. Por eso no tenemos una crisis, sino un ocaso incipiente.

¿Hemos aprendido algo, de esta crisis? No parece. La evidencia es elocuente en exceso, nos resistimos a admitirla. Preferimos que nos engañen con falsas promesas tranquilizadoras: «Miénteme y dime que me quieres», suplicaba Vienna (Joan Crawford) a Johnny Guitar (Sterling Hayden). Como muchas mujeres maltratadas, preferimos las falsas promesas incumplibles a asumir la dura ruptura inevitable (en Catalunya, por partida doble). Pero no todos. Los perturbados (¿clarividentes?) discrepamos. Abogamos por el sostenibilismo: rigor contable, internalización de costos y de responsabilidades, supeditación a valores. No viviríamos tan bien, pero viviríamos mejor. Mejor dicho: podríamos vivir. Todos. Eso, o sobrevivir vergonzosamente defendiendo el desequilibrio y la injusticia. Socioecólogo.

Ramon Folch, socioecólogo. Director general de ERF.