En la campaña que precedió a las elecciones europeas de 2004, el eslogan escogido por los socialistas fue «Volvemos a Europa». El objetivo estaba claro: Zapatero apostaba por alinear a nuestro país con Francia y Alemania, abanderados de la construcción europea durante varias décadas, los únicos «buenos y verdaderos europeos» (las comillas y la ironía son mías, claro).
En una Tribuna publicada en estas páginas el 30 de abril de aquel mismo año, expliqué cómo los últimos tiempos del eje Chirac/Schröder -que personalizo y no confundo con los países que representan- habían supuesto un giro copernicano a aquella época dorada de las décadas de los 70 y 80, en que franceses y alemanes habían sido el motor de la construcción europea. A partir del año 2001, en lugar de impulsar iniciativas comunes en beneficio de los intereses europeos, como antaño, Chirac y Schröder se afanaron en la creación de una sociedad de socorros mutuos que se dedicó a utilizar su mayor peso en Europa para sacar provecho en favor de sus intereses particulares. La «vuelta a Europa» de Zapatero supuso de hecho nuestro apoyo a un cártel donde «yo te ayudo a aprobar el presupuesto agrícola; tú, a desnaturalizar la directiva de opas», y cuyo más flagrante ejemplo fue la suspensión del procedimiento sancionador previsto en el Plan de Estabilidad que se cernía sobre sus maltrechas economías. Alineándose con Chirac y Schröder, España no sólo no contribuyó a hacer «Más Europa», sino que perdió capacidad de iniciativa y de propuesta. Como muestra, un botón. En estos últimos tiempos, la posición española respecto a los temas inscritos en el orden del día de cualquier Consejo Europeo no suscita ningún interés en los medios de comunicación europeos.
Por el contrario, la España de Zapatero sale a colación con motivo de determinadas decisiones de política interna que tienen proyección europea. Algunas de ellas han enturbiado, paradójicamente, nuestras relaciones con franceses y alemanes, los compañeros de viaje de la tan cacareada vuelta a Europa. La historia interminable de la opa sobre Endesa ha hecho correr ríos de tinta. El otorgamiento por parte del Gobierno de Zapatero de poderes especiales a la Comisión Nacional de la Energía, que facultaron a esta última el establecimiento de unas condiciones draconianas para obstaculizar la opa de E.ON, dio al traste con muchas ilusiones: supuso la utilización de los resortes del Estado para vulnerar el rule of law y el paso de la lírica europeísta al proteccionismo nacionalista más rancio. En una Tribuna publicada en ABC el pasado 14 de mayo, ya advertí del monumental varapalo jurídico que le esperaba al presidente del Gobierno. Aquel pronóstico se ha cumplido hace pocas semanas. No contento con ello, el nuevo ministro de Industria prosigue la política de «sostenella y no enmendalla» de su antecesor y, por si ello no fuera suficiente, la canciller alemana, a quien Zapatero había prometido no entorpecer más la opa, vislumbra la mano del Gobierno detrás de los últimos movimientos accionariales. En suma, todo un éxito.
La política de inmigración de Zapatero ha ocupado igualmente la primera plana en las páginas de los diarios europeos. Al poco de llegar al Gobierno, impulsó una regularización masiva sin consultar a nuestros socios europeos, ni advertir a la Comisión. Cuando en virtud del «efecto llamada» la situación se convirtió en insostenible, Zapatero acudió presto a solicitar ayuda a la Unión Europea. La respuesta europea ha sido más bien tibia, porque no es fácil obtener solidaridad cuando previamente se ha observado una conducta insolidaria. Pero, no contento con ello, hace pocos días una propuesta contra las regularizaciones masivas del ministro del Interior francés y candidato a la Presidencia de la República, Nicolas Sarkozy, fue replicada airadamente por Zapatero, instando al político francés a que se metiera en sus asuntos. Otra falta de sensibilidad. Olvida el presidente del Gobierno que, cuando se legaliza a un inmigrante ilegal, éste puede circular libremente por todo el territorio comunitario y que, por lo tanto, la regularización masiva no es asunto de un sólo país en una Europa sin fronteras. De ahí que la política de inmigración de Zapatero fuera un tema constante de debate en la campaña referendaria francesa sobre el Tratado constitucional. Y, además, como hace pocos días me decía un veterano dirigente de la Transición, «el primer deber del Gobierno español es llevarse bien con el ministro del Interior francés».
A todos estos errores, que inevitablemente generan desconfianza entre nuestros socios europeos y la consiguiente pérdida de credibilidad de España, Zapatero va a añadir ahora otro: el traslado al ámbito comunitario de cuestiones que competen al orden interno y no son competencia europea. Me refiero a su iniciativa de llevar el tema de las negociaciones con ETA al Parlamento europeo. Se trata de un error de bulto porque, a los ojos de nuestros socios europeos, ETA/Batasuna pasará de ser una organización terrorista, catalogada como tal por la Unión Europea, a un interlocutor político; equiparará IRA con ETA, algo que siempre hemos rechazado todos; mostrará la división de los partidos españoles en un tema en el que deberíamos actuar unidos; desoirá las voces de las víctimas, y, sobre todas las cosas, supondrá la ruptura de un consenso que tantos éxitos alcanzó en los últimos años.
En el año 2000, Jaime Mayor impulsó, con la inestimable ayuda de la Comisión Europea, la aprobación de la orden europea de busca y captura. Durante su tramitación en el Parlamento Europeo, el entonces ministro del Interior exhortó a los diputados populares a actuar en todo momento de acuerdo con los socialistas. Aunque cumplir con el mandato de Mayor no fue siempre tarea fácil, al final el resultado fue muy positivo y la euro-orden se convirtió en un instrumento clave en la lucha antiterrorista. ¿Merece la pena, señor Zapatero, tirar por la borda lo conseguido por la efímera gloria de dos telediarios?
Íñigo Méndez de Vigo, eurodiputado del PP.