Herederos del terror

EL 24 de enero Pablo Iglesias publicó este tuit: «Hace 44 años, pistoleros de la ultraderecha dispararon a los #AbogadosDeAtocha. Como ellos, millares fueron asesinados, torturados y encarcelados por enfrentarse a una dictadura terrorista y defender la justicia social. Frente a los herederos del terror: memoria y orgullo». Nada que objetar a la casi totalidad del mensaje, excepto el final. ¿A quiénes se refería Iglesias con eso de los herederos del terror? Justo al día siguiente, este reciente 25 de enero, se cumplía el vigesimosexto aniversario del asesinato de Gregorio Ordóñez. Me pasé el día esperando un segundo tuit del entonces vicepresidente del Gobierno recordando al teniente de alcalde del Partido Popular en el Ayuntamiento de San Sebastián. Porque los pistoleros de ETA que mataron a Gregorio Ordóñez sí eran los herederos de los que asesinaron a los abogados de Atocha. Herederos morales, si se quiere. Continuadores en el fuego más totalitario de la historia: el que consiste en cerrar bocas y corazones a balazos. Desde luego, no creo que cuando Pablo Iglesias escribiera el tuit del día 24 estuviera pensando en los pistoleros de ETA.

Herederos del terror«Frente a los herederos del terror»: los únicos herederos del terror que generaron en el despacho de Atocha José Fernández Cerrá, Carlos García Juliá y Fernando Lerdo de Tejada, con otras complicidades que después quedaron demostradas en el juicio, han sido los terroristas de ETA, que han estado asesinando gente del PP y del PSOE por creer en ideas distintas a las suyas. Es decir: por ejercer la democracia y el Estado de Derecho. Con variaciones ideológicas, sí; pero, en suma, por defender un pacto común de convivencia.

No escribí sobre ese primer tuit y «los herederos del terror» por respeto al legado de aquellos jóvenes abogados laboralistas y la ocasión siempre dolorosa del aniversario. Creí que era mejor dejarlo, pese a que el vicepresidente sí aprovechó el homenaje de ese tuit para apuntar sin nombrar. Pues bien, ésa es la diferencia principal entre enero de 2021 y esta primavera cada vez más turbia: que ahora apunta nombrando.

Con independencia de lo que pueda unirle y lo que lo diferencie de ellos, Pablo Iglesias puede sentirse representado por el recuerdo de los abogados de Atocha. Tanto como los populares con Gregorio Ordóñez, Miguel Ángel Blanco y otros, o los socialistas con Francisco Tomás y Valiente o Fernando Múgica, también asesinados por ETA. Pero los ciudadanos que todavía mantengan una mirada limpia también tienen derecho a sentir que todos ellos, que absolutamente todos esos muertos, más allá de sus preferencias ideológicas, también les pertenecen. Yo creo que la tercera España, además del recuerdo de Chaves Nogales y la Transición, es justamente esto: la recuperación moral de un cierto civismo. Tú puedes estar de acuerdo con el discurso de Ernest Lluch o con el de Alberto Jiménez-Becerril, puedes conocer o no qué trabajo se hacía en el despacho de Atocha. Pero hablamos de ética. De una conciencia para no creer que los únicos muertos que me importan, que recuerdo o lloro son los míos. Y desde este nivel de percepción, que sería una obviedad si el titular no se hubiera vuelto guerracivilista, ya sólo hay dos discursos: los que condenan la violencia sólo cuando va contra ellos, y quienes lo hacemos siempre.

Alguien podrá decir que hace poco, tras saberse que a Isabel Díaz Ayuso también le habían enviado un sobre con balas, Iglesias publicó otro tuit: «Frente a la violencia no hay peros ni excusas, ni balones fuera. Nuestra más absoluta condena». Bien por él. Resulta esperanzador y oportuno el matiz de las excusas y los balones fuera: se ve que es necesario para entender el mensaje, porque entre sus seguidores quizá sí haya una masa a la que sí parezca que son válidas, precisamente, las excusas y los balones fuera. Porque si no lo fuese, no habría sido precisa una aclaración semejante. A partir de este tuit estamos de enhorabuena: parece que vamos entendiendo en qué consiste la democracia.

Pero hasta que Isabel Díaz Ayuso no ha sido destinataria del sobre cargado hemos vivido algo diferente: la equidistancia, o incluso el blanqueamiento, cuando la violencia no iba con ellos. Ese «algo habrán hecho», esa mirada gris hacia otro lado, ese encogimiento de hombros mantenido que conocen tan cruelmente en el País Vasco. Esa no condena. Esa no firma de ninguna repulsa. Y es llamativo que quienes tanto han practicado la equidistancia y el blanqueamiento de la violencia cuando no iba con ellos, acusen de equidistantes y blanqueadores a quienes no aceptan sus pautas de rebaño.

Voy a decirlo claro: el cartel de Vox sobre menores no acompañados, esos hijos sin padres en una tierra extraña que llegan desde la desesperación, enfrentando su imagen deliberadamente delictiva con la de una abuelita venerable, es abyecto. Sin embargo, la campaña electoral no se rompió ahí, ni en el debate de la Ser en el que Pablo Iglesias ya llegaba con el muelle presto para saltar del sillón antes de empezar a hablar, sin esperar quizá una cooperación tan entusiasta de Rocío Monasterio: se rompió cuando en Vallecas apedrearon a Santiago Abascal. Y Pablo Echenique e Iglesias no es que miraran a otro lado, se encogieran de hombros o dijeran «algo habrán hecho», sino que acusaron a Vox directamente de haber ido hasta allí a provocar el ataque. Más o menos que se lo merecían.

No es nada nuevo. Cada vez que alguien ajeno a su espectro ideológico es recibido a pedradas, escupitajos, insultos o empujones y se revienta un acto, cada vez que se arrojan meados sobre alguien sólo por ir a un sitio donde según algunos no debieran ser bien recibidos, es que han ido allí a provocar. Cayetana Álvarez de Toledo en la Universidad Autónoma de Barcelona o varias mujeres de Ciudadanos en el Orgullo Gay son ejemplos nada edificantes en los que el feminismo patrio permaneció mudo. La razón es la misma: no eran de las suyas. La sangre de Rocío de Meer era kétchup para Echenique y el pobre Víctor Láinez tuvo la mala fortuna de ponerse unos tirantes con la bandera española antes de cruzarse en el camino de Rodrigo Lanza, pero ese encuentro le costó la vida. Y cuando Pablo Hasél ingresó en prisión no sólo por injurias contra la Corona, sino por haber deseado en sus canciones, por ejemplo, que explotara el coche de Patxi López, por reincidir en su apología del terrorismo, y algunas calles españolas se incendiaron durante varios días, el mensaje de Echenique fue justificarlo, porque estaban luchando por la libertad de expresión.

Y con lo que se ha montado desde sus equipos electorales cuando los sobres con balas de Cetme consiguieran llegar, extrañamente, a su destino, habría que ver lo que habrían organizado, qué llanto general habrían montado si alguien empezara a dar conciertos deseando la muerte a cualquiera de ellos. Entonces ya no se trataría de libertad de expresión, sino de apología del asesinato. Y tendrían razón. El problema es que no lo piensan siempre, sino únicamente cuando les toca más de cerca.

Durante la campaña, sin ninguna prueba, se ha acusado a un partido de ser el urdidor de las cartas amenazantes. Se ha marcado un cordón contra Vox y se le ha exigido a los demás partidos. Reyes Maroto se fotografiaba con una ampliación tan grande de la navaja enviada que parecía la de Curro Jiménez; pero tras saberse que se la había enviado un enfermo mental, se reafirmó en su acusaciones. Se ha seguido señalando a periodistas como Ana Rosa Quintana, Carlos Herrera o Vicente Vallés. Un poco lo de siempre: los fascistas son otros, mientras no se condenaba, sino que se alentaba, la agresión vallecana.

Como no soy un sectario, aspiro a una democracia real en que mis agredidos y mis muertos sean todos. Porque lo contrario será la dialéctica del 36, que no me interesa nada, porque ya nos llevó por esos lodos. La Transición sería algo imperfecta, pero no su espíritu. No se trata de negar al adversario, sino de escucharlo y debatir para seguir viviendo.

Joaquín Pérez Azaústre es escritor. Su última novela es Atocha 55 (Almuzara, 2020).

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