Heridas que no cicatrizan nunca

«Las armas te dejan heridas que no cicatrizan nunca». Lo dice Kepa Pikabea, al que se atribuyen más de 20 asesinatos, en el documental Al final del túnel. Pikabea, junto a Urrusolo Sistiaga o Carmen Guisasola, forma parte de ese pequeño grupo de exetarras de la cárcel de Nanclares de la Oca que se han enfrentado con valentía a las consecuencias morales de su pasado terrorista.

La herida es la señal que deja en el propio asesino la violencia que ejerce sobre los demás. Su gravedad dependerá del alcance del mal causado. Sabemos bien que la violencia terrorista es de amplio espectro, pues no solo hace daño a la persona a la que mata, secuestra , amenaza o tortura, sino también a la sociedad dividiéndola entre los que ríen la muerte de alguien y quienes la lloran. Víctimas son personas concretas y también la sociedad en su conjunto. Pero lo que Pikabea añade, desde su propia experiencia, es que, cuando alguien mata, muere mucho, incluso en uno mismo. El ofensor queda infartado con el daño causado al otro.

La herida que no cicatriza es una metáfora de la culpa. Decimos que la acción terrorista produce muchos tipos de daño: quita la vida a la víctima, empobrece a la sociedad, encanalla al propio victimario, compromete a familiares y amigos o provoca el silencio de los que ven y tienen que callar, etcétera. De todos esos daños, solamente el primero es objeto de una ley penal, y por eso es tratado como delito. El resto son daños morales objetivos que no hacen del asesino un delincuente pero sí alguien que es culpable.

¿Qué es lo decisivo para un nuevo comienzo político en el País Vasco: el delito o la culpa? Si lo importante es el delito, entonces tiene sentido volver una y otra vez al tema de los presos. Acabar o reducir la pena por el delito sería una señal de que se da por terminado un tiempo y se empieza otro. Pero si el problema es la culpa, entonces lo decisivo es tratar la calidad moral de unos sujetos profundamente debilitada por tanta violencia ejercida, justificada o consentida.

Solo se puede mantener la idea de que el futuro del País Vasco pasa por el destino de los presos, tal y como sostienen el nacionalismo radical y los autores del manifiesto Paz y democracia para el País Vasco, si no se tienen en cuenta las heridas que ha dejado en tantos vascos la inmoralidad culpable del terrorismo. Ahora bien, lo que permite pensar en un nuevo escenario es la elaboración de la culpa.

Para entender este planteamiento puede ser de ayuda lo que ocurrió en la Alemania de la posguerra. Corría 1946 y a punto estaba de abrirse el proceso de Núremberg contra los grandes responsables nazis. Alguien, sin embargo, entendió que para superar el pasado y abrir una nueva época no bastaba con castigarlos. Lo que procedía era que el pueblo alemán asumiera sus responsabilidades aunque no estuvieran tipificadas en el Código Penal. Escribió un librito -La pregunta de la culpa- en el que hablaba de una culpa moral y otra política ante las que cada alemán debía hacer examen de conciencia. La culpa moral consistió en mirar hacia otro lado mientras el vecino era secuestrado o asesinado; la culpa política, en haber sido miembro de un Estado criminal sin tener el coraje de hacerle frente de alguna manera.

Ese proceso moral era tanto o más importante que el proceso judicial de Núremberg, porque era el que posibilitaría, según el autor del libro, Karl Jaspers, «el cambio interior». Este es el punto crucial para sanear la sociedad. Si reducimos el problema vasco actual a qué hacer con los presos, entonces podríamos pensar que una vez resuelta de forma satisfactoria el asunto de la pena superaríamos el pasado y entraríamos en una fase de normalización o pacificación.

El coraje de los exetarras de Nanclares de la Oca es haber reconocido que, aunque salgas de la cárcel, las heridas no cicatrizan. Claro que sería conveniente interpretar con la mayor generosidad la normativa legal para con los presos, acercarles a su lugar de residencia y aliviar en lo posible el sufrimiento de su familia. Pero ese no es el problema. Lo desasosegante es el cinismo de los dirigentes aberzales que se han instalado en el poder sin haber asumido un gramo de culpa; y lo inquietante es que gente bienintencionada, como algunos firmantes del susodicho manifiesto, hagan el caldo gordo a quienes tienen por conciencia piel de elefante.

En un encuentro que tuve con estos presos de Nanclares, uno de los asistentes reconoció que «actuaban», pero «empujados por otros que nunca han aparecido». Ellos reconocían abiertamente su culpa -«hemos causado mucho sufrimiento a mucha gente»-, pero apuntaban a culpables que quizá nunca empuñaron un arma y aparecieron siempre como respetables ciudadanos. Y en el momento en que ellos, presos, optan por sanear el camino para una convivencia democrática nueva, esos «otros» que no han cambiado nada lideran un futuro que va a ser más de lo mismo.

Nada indica que el mundo aberzale entienda de culpas y se plantee por su propia cuenta algo así como «un cambio interior». Eso no significa que los demás no se lo recordemos. Domina, en el fondo, la cómoda idea de que el futuro tiene por precio el olvido del pasado. Así seguirán las heridas abiertas.

Reyes Mate, filósofo e investigador del CSIC.

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