Hermanos en un tren

En 1909, Thomas Mann publicó su propia experiencia de un accidente ferroviario. Ni uno solo de los habituales lugares comunes, de los banales comentarios frecuentados en las crónicas, aparecía en aquel relato de impresiones confusas y esfuerzo por determinar el espacio de la razón en el territorio de la angustia. La pérdida de un manuscrito en el que estaba trabajando le pareció al escritor alemán lo más trágico de aquel suceso. Sin embargo las palabras que dedicó a aquel extravío van más allá de una anécdota literaria para manifestar una voluntad de vivir que supera las circunstancias de una desgracia. «Me ausculté con precisión a mí mismo y me di cuenta de que volvería a empezar desde el principio. Sí, pasado el primer instante de confusión y perplejidad, volvería a comenzarlo todo de nuevo».

Apenas iniciada una noche de finales del mes de julio, la turbadora astucia del azar dejó la vida en suspenso, en un breve tramo de un ferrocarril que atravesaba España. Es como si el tiempo, la historia y la vida entera hubieran quedado exhaustos de repente, como si el mundo se convirtiera en un inmenso gesto de cansancio, o como si la existencia perdiera cualquier valor a defender, cualquier significado a argumentar. El silencio, el auténtico silencio en el que se expresa la interrupción de la vida nunca es la ausencia de sonidos, sino la soberanía de esa extraña vehemencia de la materia rota y la naturaleza quebrantada. Nunca es la inquietante calma de un espacio deshabitado de pronto, sino la cólera ruidosa ante la infamia, la queja asombrada ante el dolor inesperado, el grito de las víctimas ante la injusticia de un suceso de este carácter.

Las tragedias tienen siempre una comprensible vocación retroactiva y una trama de fatalidades que quieren consolarnos inculcando razón donde sólo existe demencia. Tendemos a pensar en la confianza del trayecto recién iniciado, en la relajada plenitud del paisaje veloz, o en la luz permanente del cielo protector. Imaginamos la tierra, la tierra de España flanqueando el rumbo del tren. El suelo blando y pardo, la inclinación de la sombra a los pies de los árboles cautivos, las casas efímeras, los peatones fugitivos, la minuciosa rectitud del horizonte inmóvil. Desesperadamente, tratamos de hacer nuestras las imágenes que se agolparon en los ojos de quienes iban a morir. Tratamos de añadir a ese sufrimiento que estaba en el futuro la fuerza tranquila de aquella felicidad, pendiente aún de las cosas más sencillas, de lo que acabamos considerando lo más importante cuando la vida nos lo arrebata. Son esas horas dormitando al ritmo de un tren en marcha, absortos en ese aire de seguridad profunda que nos proporciona mirar una tierra sólida, un mundo consciente de algo muy parecido a la eternidad. Sabemos que nada de esto puede consolarnos, pero no queremos pensar en el momento aciago más que a través de esas horas de bondadosa ignorancia de una suerte que a todos podría habernos correspondido.

Buscamos esos momentos previos de plenitud de vida, cuando el mal aguardaba casi al final del trayecto, pero era un mal ignorado. Pero también buscamos nuestra justificación en el peor momento: el de la confusión de los sentidos, el de la noche inminente, el de la resistencia sonora del metal y el del silencio de la carne abierta. Ante la posibilidad de haber estado ahí, nuestra sensación de fragilidad es abrumadora. Pero la conciencia de esa condición nuestra es también una afirmación de nuestra fuerza. Porque de eso se trata precisamente: de nuestra capacidad de estar ahí, de asumir el dolor infinito, de ser parte de la tragedia, de aceptar el significado de nuestro destino de hombres, que nada humano nos es ajeno.

Todas las muertes nos conciernen. Toda vida es nuestra propia vida. Lo más difícil es apartar los ojos de las imágenes que nos muestran con qué sencillez finalizamos, con qué humillante desolación nos llega la muerte, sin aviso previo, sin indicios, por casualidad, sin haberlo merecido. Con qué facilidad dejamos de ser para convertirnos en cuerpos inertes. Esos cuerpos que nos habían dado identidad, reconocimiento, dignidad sostenida, el derecho a ser amados, el privilegio de vivir. Esos cuerpos donde habitó el recuerdo, donde prendió el futuro, donde vibraba una ilusión de pervivencia, un sueño de perpetuidad. Esos cuerpos absortos en un instante definitivo y miserable. Esos cuerpos.

Estos momentos de injusticia, de quiebra moral, quizás no nos hagan mejores. Pero tratamos de serlo y ¡cómo lo intentamos!, rechazando la vejatoria alegría de nuestra fortuna, la espléndida conducta del azar. Por suerte, el azar no se merece, y eso nos libra de la penosa tentación de ser más dignos de vivir, de considerar que nuestra existencia tiene mayor importancia y que un acto de la naturaleza parece haberlo demostrado al seleccionar a sus víctimas. Nuestra dignidad está ahora en nuestra compasión. No me refiero a un pensamiento solidario, sino a algo que va mucho más allá de esa tarjeta de visita del espectador reticente. Me refiero a la forma en que nuestra vida puede justificarse a través de una vinculación honda con quienes han sufrido el desenlace, nunca mediante una simple declamación en los rituales de efímera fraternidad que acompañan a estas tragedias.

La muerte es un acto de soledad completa. Morimos de uno en uno, aunque muramos en una catástrofe que arrastra hacia la oscuridad a una muchedumbre. Los testimonios de las víctimas de la violencia de la naturaleza o de la voracidad de la historia lo reiteran. Se muere a solas. Pero hemos de saber también que la conciencia infinita del hombre debe superar ese trance individual, que su trascendencia no se encuentra sólo en lo que haya después de la muerte, sino que hace inmenso, plural, multiplicado el hecho mismo de morir. Cientos de personas se acercaron a dar su calor, su dolor, su aflicción, su consuelo, a quienes agonizaban. La muerte llegó acompañada de palabras que no eran ya de desconocidos, de las caricias de quienes ya no eran extraños, de la desesperación de quienes ya no eran indiferentes. A uno y otro lado de la muerte estaba el hombre, nunca a solas. Si quien auxiliaba a una víctima fue capaz de sentir el abismo de aquel final injusto, quien agonizaba confortado por aquella persona a la que nunca había visto pudo pulsar el significado profundo de la existencia humana: nuestra conciencia de hombres, ensanchada en un momento solemne y definitivo.

Cuando al fin ha logrado hacerse el silencio, cuando la respiración, aún turbada por la experiencia atroz, vuelve a recuperarse a tientas, podemos repetir lo que afirmó Auden de un poeta muerto: «Se ha convertido en quienes le admiraban». Como Thomas Mann, habremos de decir que la vida deberá emprenderse de nuevo, con nuestra paciencia inaudita, con un destino a cumplir, desde la confusión y la perplejidad, desde el amargo sabor a pérdida y el grave peso de nuestro compromiso humano. Desde éste asumimos la existencia de nuestros hermanos muertos. La vida por vivir y ya vivida.

Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad

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