Hernán Cortés

En el restaurante de carretera prestas atención a tu oído e identificas la voz de Rocío Dúrcal cantando una ranchera. Recuerdas que, hasta hace pocos años, la música más vendida en gasolineras y similares era la popular mexicana, dato bien escondido por las casas discográficas, aunque en la actualidad sabe Dios cómo andarán los gustos de los españoles, abducidos y ausentes entre móviles, tabletas y otras maquinillas matamarcianos, sin espacio para identidades sentimentales y subterráneas. Retrocedes en el tiempo –no demasiado– y rememoras lugares de Michoacán irrenunciables en tu vida: Pátzcuaro, Tzintzuntzan, Quiroga, Santa Clara… Fuera de la postal turística, cobres, carnitas, ebanistería, instrumentos musicales, olivos mucho más que centenarios plantados dizque por el mismísimo Tata Vasco [de Quiroga], cuando quiso aplicar entre los indígenas la Utopía terrena, con eficacia y sin estridencias, al contrario que Las Casas, obra liquidada definitivamente en 1856 y 1859 con las leyes de Desamortización y Reforma. Y sin olvidar, entre los mismos olivos, el cartel –tan hispano– que advierte contra prácticas fisiológicas indeseables en el entorno.

Es difícil insistir en argumentos que, de puro conocidos, se han convertido en tópicos fuera de las imágenes y usos de consumo de masas de nuestra época, ni fabricados ni difundidos desde España. Tópicos gastados que dejan de serlo y resurgen vivos y fuertes en cuanto salimos del rebaño y observamos los hechos. Y los disfrutamos. En nuestro auxilio acude la exposición «Itinerario de Hernán Cortés» en la Fundación Canal de Madrid, cuyo comisario, el académico Martín Almagro Gorbea, ha conseguido transmutar ante nuestros ojos el Viejo Mundo en el Nuevo, tomando como hilo conductor la vida y peripecia histórica de Hernán Cortés. Desde los grandes conquistadores de la Antigüedad (Alejandro, César), con mejor suerte que el de Medellín (esta es la primera exposición a él dedicada en el mundo), hasta la sociedad del México virreinal y en los albores de la independencia. Organizada bajo los auspicios de la Real Academia de la Historia de Madrid, la muestra ha conseguido la colaboración generosa y desinteresada («…pa´ conquistar corazones no hay mejor que un mexicano», proclamaba orgullosa Lola Beltrán) de diversas instituciones culturales de México, y no se me enojen si olvido alguna: Museo Nacional de Antropología, Instituto Nacional de Antropología e Historia, Museo Soumaya, Museo de Historia de Chapultepec, Sitio Arqueológico de Tecoaque… Piezas prehispánicas valiosísimas, documentos del mismo Cortés, armamento de la época, mobiliario, vestidos, croquis, audiovisuales, acercamiento del visitante a las terribles penalidades que se padecían en los viajes transoceánicos del tiempo y que tan magistralmente describió el gran historiador mexicano José Luis Martínez, narración objetiva –y nada complaciente con Cortés– de las vicisitudes de la conquista. La exposición, en suma, intenta contestar a la pregunta «¿qué tenemos que ver con México?». Y viceversa. Pregunta cada vez más acuciante, tanto por ser parte de nuestra cultura y nuestra historia (y nosotros de la de ellos) como por la actual deriva hacia la nada que lleva España. Y no me digan que incurro en catastrofismo o hablo mal de nuestro país: tan sólo es insoportable que nos larguen semejantes regañinas quienes están propiciando nuestra irrelevancia y desaparición como sujeto histórico.

Y Tecoaque, la soberbia y efectista presentación de los vestigios aztecas encontrados en esa población, donde los hallazgos arqueológicos vienen a corroborar los luctuosos acontecimientos narrados por Cortés en su Tercera Carta-relación –perennemente negados por indigenistas e historiadores de la misma línea–, incluido el dramático grafito de Juan Yuste («Aquí estuvo preso el sin ventura de Juan Yuste») mientras esperaba para ser sacrificado y devorado por los Caballeros Águila y Jaguar. Dice Cortés: «Mandé [a Gonzalo de Sandoval] que destruyese y asolase un pueblo grande, sujeto a esta ciudad de Tesuico (…) porque los naturales me habían matado cinco de caballo y cuarenta y cinco peones que venían de la Villa de la Vera Cruz a la ciudad de Temixtitán [Tenochtitlán], (…) al tiempo que esta vez entramos en Tesuico hallamos en los adoratorios o mezquitas de la ciudad los cueros de los cinco caballos con sus pies y manos y herraduras cosidos y en señal de victoria, ellos y cosas de los españoles ofrecidos a sus ídolos, y hallamos la sangre de nuestros compañeros y hermanos derramada y sacrificada por todas aquellas torres y mezquitas, fue cosa de tanta lástima…». La ferocidad de los aztecas contestada con los implacables escarmientos de los hispanos y sus aliados tlaxcaltecas, la parte cruda de toda conquista y objeto único de atención ( junto con la codicia) de los mexicanos ya independientes al recordar a Cortés durante casi dos siglos y que indujo a proscribir su memoria como parte integrante de la personalidad mexicana, hasta el extremo de que el historiador norteamericano del siglo XIX William Prescott no pudo incluir en su obra ( The History of the Conquest of Mexico) la ubicación de los restos de Cortés porque Lucas Alamán, su depositario, temeroso de actos de vandalismo, no quería indicarla y aun hoy en día se hallan de tapadillo en la capilla del Hospital de Jesús, primero de América y fundado por el mismo Cortés en las inmediaciones del Zócalo. Y lo que más asombraba a Prescott –que no era precisamente un hispanófilo– era el rencor hacia los españoles entre su misma progenie: «Uno pensaría que los mexicanos [criollos] se consideran descendientes de los indios y no de los españoles». Como se ve, nuestros tiernos charnegos separatistas no están descubriendo nada nuevo aunque crean lo contrario.

Dentro de seis años se celebrarán los dos siglos de independencia de México; en ellos mucho cambió el país y mucho guarda del pasado: expolio de la mitad de su territorio por Estados Unidos («No se pueden modificar fronteras a punta de pistola», nos alecciona Barack Obama, al parecer mal conocedor de la historia de su país), imperios, revoluciones, guerras civiles, reorientación laica, desarrollismo económico, reemplazo del paternalismo virreinal y eclesiástico por el capitalismo más descarnado y aceptación normal y amistosa de los españoles, aunque persistan las reticencias en la vida oficial o algunos prejuicios más por causas sociales que de origen nacional (los famosos venancios, los abarroteros hispanos). Y entre los más notables desencuentros, sorprende que en un gran país como es México no se haya superado la persecución del recuerdo de Cortés: dedicarle una simple estatua se convierte en conflicto nacional, de suerte que el Monumento al Mestizaje (Zócalo de Coyoacán, en 1982) terminó escondido en el Jardín Xicoténcatl por las protestas ciudadanas y –que sepamos– sólo existen dos bustos del conquistador: uno en su casa de Cuernavaca, donde Diego Rivera se explayó a gusto y de forma feroz en el mural de la veranda trasera, y otro en el ya citado Hospital de Jesús. Poca cosa para la trascendencia del extremeño, al que ha tocado el papel de chivo expiatorio de cuantos abusos cometieron –o se dice que cometieron– los pinches gachupines en la Tierra. Ojalá que actos culturales como el que reseñamos contribuyan a cicatrizar heridas para las cuales el tiempo no bastó. ¡Y que viva México!

Serafín Fanjul, de la Real Academia de la Historia

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