Heródoto en el aeropuerto

¿Quién de nuestra generación finisecular no ha pasado en un aeropuerto largas horas, diurnas o nocturnas, esperando un avión que sale con retraso? ¿Qué hacer ante la desazón correspondiente: acumular mal humor e ira o asumir con serenidad el contratiempo, haciendo de él un protiempo? Uno se dirige a la librería en espera de encontrar unas páginas que le proporcionen solaz, le ensanchen el corazón o le enseñen algo fecundo. A sus años uno no está dispuesto a que le ensucien con mala literatura o le engañen con fantásticas mentiras adobadas de política, misterio o erotismo, y decide buscar algún libro digno de ser leído. ¿Me creerá el lector si le digo que, después de posar la mirada sobre estantes y anaqueles, no encontré nada que satisficiera mis deseos?

Al salir con tristeza, descubrí en un rincón: Heródoto, Historias. Libro VII. La Batalla de las Termópilas. A mi desazón sucedió el entusiasmo: renacerían viejas lecturas y descubriría gestas bellas, acompañando al primer historiador griego en su curiosidad insaciable por el mundo de Egipto, Persia, Grecia, el mar Egeo, Italia. ¡Lástima: ese libro no se vendía suelto; se daba como regalo cuando se compraban otros dos, que eran insignificantes! Tras un forcejeo verbal convencí a la dependienta de que me lo vendiera suelto.

¿Mereció la pena pasar la noche en vela asistiendo a la muerte de Darío, a los preparativos de Jerjes, su hijo y heredero, para la invasión de Grecia y a la derrota de los griegos en las Termópilas? Con las horas situadas fui de sorpresa en sorpresa. Allí aparecía ya el contraste perenne entre un Asia lejana y una Europa imaginada rica y bella, y por ello la avidez de conquistarla. En un discurso, que fundamenta las ventajas de la invasión, encontramos la fórmula, que describe el núcleo de todos los imperialismos hasta los presentes: «Pues el sol ya no verá a su paso ninguna nación, ninguna que limite con la nuestra: con vuestra ayuda yo haré, después de haber recorrido Europa entera, que todos esos países formen uno solo... Así, caerán bajo el yugo de la esclavitud tanto las naciones culpables ante nosotros como las inocentes».

El historiador nos anticipa lo que son los inicios de la democracia en Atenas, que sólo en nuestros días se extenderá en profundidad a todos los ciudadanos, cuando puedan ser sujetos de derechos los hombres y las mujeres, no sólo los atenienses como entonces sino también los metecos y beocios, los griegos y también todos los otros, a los que ellos denominaban bárbaros. Desde que la Biblia definió a cada hombre como imagen de Dios, el sujeto de la libertad ya no es el rey como en Egipto y Babilonia, ni el ciudadano de la polis como en Grecia sino todo hombre. Heródoto nos anticipa la suma de democracia y pluralismo necesarios. A Darío se le replica: «Majestad, si no se expresan opiniones que entre sí difieran, resulta imposible elegir la mejor alternativa, por lo que es menester atenerse a la que haya sido expuesta; en cambio, sí es posible hacerlo cuando hay un contraste de pareceres».

Nuestra sorpresa se acrecienta cuando proseguimos la lectura y nos encontramos con las precauciones que establece Descartes en su Discurso del Método para evitar el error. «La precipitación, en suma, engendra errores en todo tipo de asuntos, y de los errores suelen derivarse graves daños; en la cautela, en cambio, radica una serie de ventajas que, aunque no denoten su presencia de inmediato, a la larga empero, llegan a detectarse». A la vez nos parece estar oyendo a Sócrates cuando afirma que quien comete la injusticia es quien más sufre sus consecuencias, porque ella es un daño moral antes que un daño físico. Heródoto dice de la calumnia. «La calumnia es algo sumamente execrable: en ella dos son los reos de injusticia y una sola la víctima. En efecto, quien calumnia es reo de injusticia, ya que acusa a alguien que no está presente, y también es reo de injusticia quien le presta oídos sin haberse informado previamente como es debido». Y para concluir, pensamos en Freud al oír la siguiente sentencia cuando se previene a Jerjes de la desmesura que supone acometer una empresa que le excede y considerar realidad los sueños, que son sólo trasuntos de sus deseos. «Los ensueños que asaltan de vez en cuando a los seres humanos consisten en lo que yo, que soy muchos años mayor que tú, voy a indicarte: lo que se ve en los sueños, que de vez en cuando suelen asaltarnos, responde por lo general a las preocupaciones que uno tiene de día».
La curiosidad se acrecienta ante la novedad de las realidades descritas con las palabras correspondientes. De nuevo estaba yo ante los hoplitas y los hilotas, los enarcas al frente de las naves y los quiliarcas al frente de la infantería. Para alguien acostumbrado al lenguaje eclesiástico, la sorpresa aparecía al leer, por ejemplo: «Los persas en la cabeza llevaban unos gorros de fieltro, flexibles, llamados tiaras». En cambio de los expedicionarios cisios se nos dice que «iban equipados como los persas, pero en vez de los gorros de fieltro, llevaban mitras». ¡Y veía yo a aquellos cientos de soldados persas y cisios tocados con sus gorros como si fueran obispos portando mitras en una procesión por la plaza de San Pedro, presididos por el de Roma tocado con tiara! Pero de pronto recordé que desde Pablo VI la tiara, viejo símbolo de los tres poderes, ha dejado su lugar a la sola mitra, que el Papa lleva como obispo de Roma, y en ese sentido igual que los demás.

El punto cumbre del relato es la narración de la batalla de las Termópilas, el episodio en el que el poderoso ejército persa se enfrenta en el desfiladero a los trescientos espartanos con Leónidas a la cabeza. El valor de esos hombres los ha hecho inmortales, siendo recordados y celebrados de mil formas en novelas, poemas y películas. Su valor hubiera sido invencible si un traidor, Efialtes, no hubiera enseñado a los persas el camino en la montaña por el que podían llegar a atacarlos por la espalda. En la memoria de todos los griegos quedó el epitafio que les dedicó el poeta Simónides: «Caminante, di a los lacedemonios, que aquí yacemos por haber obedecido a sus mandatos».

De las Termópilas ha quedado memoria más de los vencidos que de los vencedores, porque hay victorias reales que son derrotas morales y hay derrotas físicas que son victorias espirituales. A la derrota de las Termópilas siguió la invasión de Grecia pero ésta mantuvo su pasión por la libertad y logró la victoria sobre los persas en Platea. Los nombres de estos héroes pertenecen al legado de aquella humanidad que sabe que el vivir no es posible a cualquier precio sino que hay causas de la vida que nunca se pueden perder; que hay batallas que hay que dar siempre, aun cuando no se esté seguro de que se van a ganar o incluso sabiendo que se las va a perder, porque al no darlas habríamos perdido algo superior: la dignidad, la libertad, la esperanza. El mejor elogio a esos héroes, que debemos ser todos, lo escribió en 1901 Kavafis: «Honor a aquellos que en sus vidas / custodian y defienden las Termópilas. / Sin apartarse nunca del deber; justos y rectos en sus actos, / no exentos de piedad y compasión /... / Y más honor aún les es debido / a quienes prevén (y muchos prevén) / que Efialtes aparecerá finalmente / y pasarán los Persas».

Cuando llegó el avión que yo esperaba y embarqué para Berlín había amanecido, comprendí que por la tardanza del tiempo había ganado un adarme de eternidad con la anchura y holgura de espíritu que produce la lectura de un gran autor. La próxima vez que viaje me llevaré siempre un buen libro, por si no encuentro otro Heródoto en el aeropuerto.

Olegario González de Cardedal