Héroes, bestias y mártires

Hace unos días tuve la fortuna de dar un paseo por la sierra de Guadarrama. Presenté respetos al añoso tejo que habita desde hace siglos al lado de su cascada, pues del tejo es, llamado el “árbol viejo” por la gente de allí, empecinado superviviente del paso inexorable del agua y de los años. Luego nos encaminamos al Mirador de los Poetas, una cumbre de gigantes de granito en cuyos lomos se leen, grabados contra el viento y la lluvia, versos de Aleixandre, Rosales, Machado, Panero. La carga literaria e histórica del lugar, tan querido por estos y muchos otros escritores, es hondísima, tanto que horada la mente y la memoria, pero se puede sentir sobre todo cuando se contempla, desde lo alto del promontorio, un Madrid lejano y hormigueante, asombrosamente silencioso. Mientras mirábamos la ciudad allí abajo, pensaba sobre la extraña historia cainita de este país, en cuyo último episodio, en vez de un silencio de afectuoso respeto, algunos han llenado de gritos la tumba de Antonio Machado, enterrado tan lejos, tan cerca, de todos nosotros. De inmediato, la asociación caprichosa de ideas hizo que dos palabras vinieran a mi cabeza en el silencio de mediodía que solo se puede oír en las montañas: sangre y fuego.

Con ellas acudió la sombra de Manuel Chaves Nogales y su novela A sangre y fuego: héroes, bestias y mártires, extraño e inquietante libro donde nadie sale hermoso en el retrato de familia, donde diversas estirpes de sectarios hierven en un alquitrán de ira y violencia, donde ninguno puede mirarse sin el riesgo de ser mirado por el propio abismo. Tal vez se trate del mismo abismo de la historia del que salen los fantasmas de los “hunos” pero sobre todo de los “hotros” que todavía, en el tiempo sin tiempo de los espectros, siguen acechando la casa de un moribundo Unamuno. Ni Chaves Nogales ni Unamuno fueron equidistantes, tomaron posición, no siempre fácil ni evidente, pero sí fueron, si cabe el neologismo, equihorrorizados por lo fácil que es, llegado un determinado punto de inquina y cerrilismo, dejar de hablar con el adversario para pasar a ocuparse de que no hable nunca más.

Ni somos pocos, ni unos tibios, los que estamos cada vez más preocupados por el nivel de animadversión y furia que se está utilizando como combustible del discurso en público. Ya que la historia gusta de repetirse como farsa, volvemos a tener héroes, bestias y mártires. Tenemos héroes que, en vez de ser considerados así por los demás, se ahorran el trabajo autoinvistiéndose como tales, héroes del selfi histórico y generacional, héroes de la regeneración y de la unidad, hasta héroes de pacotilla retratándose en esa actividad tan cotidiana de la gente común a la que dicen representar como es montar airosamente a caballo. También tenemos bestias, el tipo particular de bestias que resultan de la animalización de quien no piensa como uno, esa operación que tan buenos resultados ha dado a tantos caudillos exégetas de la voluntad popular. Finalmente, también tenemos mártires, algunos dudosamente honrados con cruces y otros, estos muertos de verdad, que siguen enterrados en silencio, sin cruces, sin justicia y sin nombre, en los bordes de los caminos.

En un pequeño libro de conversaciones, El oficio de vivir, de enseñar, de escribir, que hoy debería repartirse a la entrada, cuando menos, del Congreso de los Diputados, Norberto Bobbio recuerda que los jóvenes que, como él mismo, habían salido de la Segunda Guerra Mundial, pronto comprendieron que el diálogo no era para ellos una vocación sino una necesidad. Años más tarde, restaurar la confianza en el diálogo a ambos lados del telón de acero, mediante el intercambio cultural, se convirtió para él y otros intelectuales en una cruzada, planteada en gran medida contra la “política de los políticos”, que tan a menudo confunde el diálogo con una mera suma de dos monólogos declamados para los respectivos públicos afines. Como el tejo anciano que perdura en la frontera de la vida y la muerte, conocedor del tiempo y de los cambios, el pensador italiano nos enseña en ese libro varias cosas cruciales, que importa recordar en estos tiempos en que retornan fantasmas antiguos, a saber: que los problemas políticos no se deciden, se resuelven, que los nudos no se cortan, se deshacen, y que para deshacerlos es necesaria la fuerza de las razones, no la de la espada.

Pero sobre todo nos muestra que hoy más que nunca, con una vida política sembrada de iracundas demandas de certidumbre y de nudos gordianos que supuestamente requieren soluciones tajantes (aunque el tajo parta en dos una sociedad), la tarea de quien se reclama intelectual es “sembrar dudas y no recoger certezas”. Esto no significa no tomar nunca una decisión ni comprometerse, sino que lo esencial de su compromiso es anterior a cualquier declaración épica y grandilocuente: consiste en un escepticismo activo, vigilante y firme que “no puede ponerse más que del lado de los derechos de la duda contra las exigencias del dogmatismo”.

Alicia García Ruiz es Profesora de Filosofía en la Universidad Carlos III de Madrid.

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