Hace más de siglo y medio, cuando Chateaubriand evocaba el regreso de Luis XVIII a París, recordaba el desprecio en la mirada de los veteranos del ejército napoleónico al presentar sus armas ante el monarca que había sustituido al emperador de los franceses. La pompa sin gloria de aquel retorno de la monarquía legítima por el que tanto había luchado, encarnada en un anciano que parecía llevar en su apariencia toda la decrepitud del antiguo régimen, le permitía referirse al tiempo recién inaugurado, en el que la desaparición de los grandes hombres dejaría paso a la soledad poco heroica de los acontecimientos. No era Chateaubriand persona que se dejara perder en el laberinto de las emociones. Por el contrario, sus Memorias de ultratumbaestaban destinadas a elogiar el regreso de una política que no exigiera el sacrificio masivo de los hombres, ni su perpetuo cautiverio en las profundidades excitadas de los abismos revolucionarios.
Pero esa defensa de la normalidad gris, de la prudencia, del derecho a la seguridad de las personas, contenía también las pavesas de unas ilusiones perdidas, las cenizas de algunos sueños de juventud, vividos en las inmediaciones de la Revolución francesa. Antes de que el Terror le empujara a desear el regreso del orden pretérito y el repudio de los principios de 1789, Chateaubriand se sintió ligado a algo que recordó, melancólicamente, cuando todo había terminado. La grandeza de las ideas y de los hombres y mujeres que las encarnan. La calidad de un tiempo en el que la representación política iba aparejada a la más alta captación de las líneas maestras de una época. Chateaubriand no podía ya reivindicar a los grandes personajes cuya deriva sufrió tan a fondo, cuando la idea de la libertad no ardía en los mismos altares que se alzaron en su nombre: se limitó a indicar las débiles palpitaciones, la arritmia ideológica de unos tiempos que confundieron el realismo con la mediocridad.
El siglo XX nos ha blindado con un sano recelo ante las monstruosas criaturas de los sueños de la razón. Y la reflexión sobre el desvarío humano, las guerras civiles, los campos de exterminio o el sacrificio de una generación europea llevó a una ruptura integral con el mundo anterior a 1945, aquel estercolero en el que se depositaron las esperanzas y utopías trastornadas de la época de entreguerras. A quienes creen que la política debe ostentar el rango de la intolerancia, de las comunidades exclusivas, de las identidades acérrimas, debería recordarse más a menudo que nuestro territorio moral se constituyó precisamente sobre la negación del vivir peligrosamente, el miedo a perderlo todo y el rechazo al afán adolescente de aventuras. Sobre el descubrimiento de la indigencia del mundo se asienta nuestro impulso ético. En él se fundamenta nuestra rectitud, nuestra cordura y el recinto más íntimo y precioso de nuestra participación en el destino de la humanidad.
Sin embargo, nuestro tiempo no sólo debe exhibir esa lección bien aprendida, siempre conveniente para cerrar la boca a quienes pronuncian discursos abismales que resuenan cuando el sufrimiento social turba el sentido común y amenaza con desvelar nuestra infinita capacidad de destrucción. Porque la experiencia de aquella época terrible no fue vencida con el relativismo moral, la ironía estilística, el desguace de las ideas y la reducción de la política a las amistades peligrosas y las clientelas con derecho a dietas. Ni tampoco con ejemplos obscenos del inventario de Talleyrand que confesaba haber sido comprado por muchos para acabar vendiéndolos a todos.
Los años que siguieron a la segunda guerra mundial fueron la hechura de una generación de líderes nacionales que deseaban comprender en qué había consistido la catástrofe de Europa y trenzaron su atroz experiencia personal con una voluntad de reconstrucción del humanismo europeo. Llevaban en su corazón el significado de Europa en la historia, olvidado hasta la extenuación por aquel eclipse de nuestra cultura que culminó en la gran masacre de 1939. Procedían de la estirpe de quienes resistieron en los cenagales del nacionalismo totalitario y del comunismo, movimientos para los que la vida del hombre era menos importante que el robustecimiento de la Historia. Su triunfo no fue fácil, pero les otorgó un carácter singular. Su moderación no procedió de la flaqueza de sus ideas, sino de un duro aprendizaje en la necesidad de preservarlas. Su amor a la libertad no fue fruto de la indolencia, sino de un penoso esfuerzo por recuperarla.
Hombres como De Gaulle, De Gasperi, Adenauer, Churchill, Schuman, Mendès France, entre tantos otros líderes de la posguerra,… tenían ideas y vivían en creencias. Como lo hizo Blas de Otero pidiendo la paz y la palabra, porque sobre una se construye y en la otra se convive. Disponían de principios y sólo comprendieron su labor en relación con éstos. Para ellos, cada una de sus naciones y Europa entera no eran territorios asépticos, sino los lugares que habían proporcionado al mundo los valores esenciales de la modernidad y el imperativo moral de su defensa. Valores que sólo podían recuperarse ejerciendo un liderazgo que no se limitaba a una delegación formal de la voluntad de los ciudadanos expresada en las urnas, sino que tenía que practicarse sobre la solidez de unas convicciones.
La nuestra es una crisis económica pero que se acompaña de la desconfianza de los ciudadanos por sus representantes, de la carencia de puntos de orientación que modulen de nuevo el carácter de una cultura. La política parece haberse convertido en menudeo, cálculo infinitesimal, longitud de pasillos y anchura de salas de espera para el medro. La corrupción desalienta a los ciudadanos, mientras la falta de ideología se exhibe como pintoresca virtud del gobernante. Europa dice unirse, pero ha olvidado las fechas y los motivos profundos de su constitución, cuando unas pocas e inmensas personalidades tiraban de ella hacia la superficie de la libertad, de la responsabilidad y de la política digna de ese nombre. Los gobiernos se prueban en los problemas y en las crisis, pero a veces los pueblos necesitan que los gobernantes no sean solo genios de la administración sino también héroes de las ideas. Hoy sabemos que con aquellos hombres se fue el último fulgor de Europa y el mundo dijo adiós a cuanto hasta entonces había significado el viejo continente. En este invierno de nuestra orfandad, recordamos lo que recuperaron para todos nosotros hace setenta años. Y nos preguntamos si, para salir del callejón al que nos han conducido la insensatez, la incompetencia y el desprecio por las ideas, sabremos entender el mensaje que aún parecen transmitirnos aquellos que levantaron su voz sobre los despojos de una Europa en ruinas. Si sabremos distinguir entre el desacuerdo y el antagonismo, entre la opinión propia y la deslegitimación de la contraria, entre la convicción serena y la colérica afirmación de una certeza despiadada.
Por Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad.