Héroes invisibles

Hasta ahora, lo más positivo de la pandemia ha sido la evidencia con la que todos hemos podido ver claramente quién contribuye mejor a la paz y al progreso social. Como ha dicho Guilluy, «los invisibles, aquellos que no eran nadie ayer mismo, han mostrado en pocas horas que son, en realidad, el engranaje clave de la sociedad». Mientras otros se han quedado inmóviles ante la sorpresa y el temor, o incluso han tratado de sacar provecho de la situación, los profesionales del cuidado han dedicado todo el tiempo y esfuerzo necesarios, aún a riesgo de su propia salud y su vida, para que los enfermos pudieran salir adelante y todos nos sintiéramos protegidos.

Profesionales del cuidado son los que forman parte del personal sanitario y asistencial, por supuesto, pero también todos los que tienen una familia y cuidan de sus hijos, sus padres o sus hermanos. No se trata de una opción ideológica, confesional o política, sino de una realidad que nos beneficia a todos. Como ha señalado repetidamente la Asamblea General de Naciones Unidas, «las familias proporcionan cuidado y apoyo material e inmaterial a sus miembros, ya sea a los niños, a las personas mayores o a las personas que padecen una enfermedad, protegiéndolas en el mayor grado posible de las penurias» (A/66/62).

Sin ninguna queja, la inmensa mayoría de padres, hermanos e hijos han aprendido a compaginar mejor sus trabajos con las tareas domésticas; a dedicar más tiempo a la educación de sus hijos; a encontrar ocasiones diarias para celebrar la familia, ya sea porque estaban confinados con ellos o porque los veían a través de una pantalla; y a agradecer a los que seguían trabajando fuera, ya que han valorado mejor que nadie lo importantes que son para todos. Han aprendido que, aunque tengamos que mantener una distancia física con los demás durante algún tiempo, necesitamos como siempre estar muy unidos a ellos socialmente.

Las consecuencias del virus no han sido las mismas para los ancianos, ni para los sanitarios, ni para los que han perdido el empleo, ni para los que no se han podido permitir el lujo de quedarse confinados. Y toda esa carga suplementaria ha recaído en buena medida sobre las familias, que han visto sus obligaciones multiplicadas. Así, hemos comprendido mejor que la sociedad de la que quizá estábamos orgullosos no es tan idílica como pensábamos, en términos de igualdad y de libertad, sobre todo, para los invisibles. Nuestro mercado laboral está anticuado porque no permite que las mujeres pueden elegir libremente la maternidad o su independencia. Nuestra educación está anticuada, porque no encaja con la oferta laboral. Nuestro sistema social, económico y político está anticuado, porque cuando supera la pobreza tradicional trae más pobreza de un nuevo tipo, la pobreza de tiempo y de afecto, del afecto que tanto necesitamos todos.

La Agenda 2030 de Desarrollo Sostenible, firmada por todos los gobiernos del mundo hace cinco años, estableció la hoja de ruta más clara para conquistar nuestro futuro en la dirección correcta, pero no la forma de conseguirlo. Erradicar la pobreza, consolidar los hábitos de salud, alcanzar una educación de calidad inclusiva y equitativa y lograr la igualdad de género son objetivos indiscutibles para todos. Pero, ¿cómo podemos encontrar el camino correcto para alcanzarlos? He tratado de responder a esta pregunta en la presentación de la ponencia sobre familias y Covid-19 durante la celebración oficial del Día Internacional de las Familias en la ONU. Pienso que, como ha demostrado el reciente estudio de Unicef presentado el 15 de mayo, la familia es la respuesta correcta de un enfoque realmente holístico. La unidad familiar ha demostrado ser el principal actor para el desarrollo de las sociedades y la piedra angular de las ciudades sostenibles. Por lo tanto, su área de acción debe ser fuente de atención para facilitar su papel en las generaciones venideras.

Un primer reconocimiento lo encontramos en varios documentos recientes de la UE, como el reciente acuerdo del Consejo Europeo, integrado por los Jefes de Estado y de Gobierno, cuando señala que «deben diseñarse políticas públicas que permitan crear las condiciones, también en el entorno económico, para que los individuos y las familias puedan tener los hijos que deseen y gozar de una mejor calidad de vida, vivir con más seguridad y conciliar trabajo, familia y tareas de cuidado» (CM 2525/20).

Parece claro que el pasado no volverá a ser el mismo y que el presente no es lo que queremos conservar. No podemos cambiar eso, pero el futuro depende de cómo utilicemos todas estas lecciones para promover un nuevo conjunto de reglas que, en mi opinión, deberían basarse en cuatro principios fundamentales.

En primer lugar, la flexibilidad en las condiciones de trabajo. Hemos visto que el teletrabajo puede ser la norma en muchos casos, pues hace más accesible la conciliación de trabajo y familia, ayuda al trabajador a sentirse más integrado y además ahorra espacio, tiempo y costes a la empresa.

El segundo principio es la responsabilidad para compartir el trabajo en casa. Con acuerdos de trabajo más flexibles, las mujeres no tendrían que enfrentarse solas a la triple carga de trabajar como un hombre, tener hijos y ser responsables de la mayor parte de las tareas domésticas, ya que los padres podrían pasar más tiempo en casa.

En tercer lugar figura la solidaridad intergeneracional. El brote pandémico ha sido particularmente perjudicial para los miembros de los grupos sociales en las situaciones más vulnerables, especialmente, las personas mayores, las personas con discapacidades y otras enfermedades, así como los jóvenes y los pueblos indígenas en algunas zonas. Más allá de sus repercusiones inmediatas en la salud, la pandemia pondrá a muchos de ellos en mayor riesgo de pobreza, discriminación y aislamiento. Es necesario recuperar el vínculo intergeneracional y encontrar formas prácticas de demostrar que toda vida humana es igualmente importante.

Y, por último, la sostenibilidad. No olvidemos que este término, tal como fue acuñado originalmente por la Comisión Brundtland en 1994, significa el desarrollo que permite «la satisfacción de las necesidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades». Necesitamos cuidar nuestro planeta, pero porque queremos asegurar el futuro a sus habitantes, a nuestros semejantes.

Junto a tantos sufrimientos, esta pandemia nos ofrece una oportunidad única en nuestra vida de transformar nuestros ambientes en lugares que faciliten la vida para todos, y especialmente, a los que contribuyen decisivamente a que la sociedad se renueve y tenga futuro. Con ello contribuiremos a hacer visible lo invisible y, de paso, a comprobar que mucho de lo que hasta ahora era visible resulta irrelevante.

Ignacio Socías es director de relaciones internacionales de la International Federation for Family Development. Ha coordinado el proyecto de Unicef Objetivos de desarrollo sostenible y políticas familiares y ha presentado la ponencia sobre Familias y Covid-19 en la celebración oficial del Día Internacional de las Familias en Naciones Unidas.

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