Herr Puntila y su criado Matti

Durante toda la semana ha circulado la especie de que el alivio estomacal de Cobo sobre Aguirre -«Lo que [su gente] está haciendo con Rato es de vómito», dijo al borde del espasmo y, dicho y hecho, enseguida vomitó tó lo que llevaba dentro- salió en realidad de las vísceras de Gallardón y el vicealcalde se limitó a poner, en el último momento, una cara de archivo a la vista de lo espesa que había salido la papilla.

Quienes sustentan esta tesis invocan un argumento principal: que el entrevistado anuncia que le dirá no sé qué a la cara a Zapatero, «si se atreve a cumplir con lo que se ha comprometido conmigo» y los presidentes del Gobierno no suelen comprometerse a nada con los vicealcaldes. Y un argumento secundario: que el entrevistado cita a Brecht y eso no es propio del agreste Cobo, sino del refinado Gallardón.

Desdeñemos lo primero, porque cualquiera que se imagine a qué tipo de personajes es capaz de prometerles cosas Zapatero, siempre se quedará corto. Mucho más sólido me parece lo segundo, pero no porque el compareciente cite a Brecht, sino, precisamente, porque advierte que no lo hace al «parafrasear un texto que se le atribuye a Brecht, pero no es suyo». Es decir que se trata de alguien con la suficiente culturita como para no meter la pata en el tópico agujero de encasquetar al padre del Berliner Ensemble y la teoría del distanciamiento, la fábula moral del primero vinieron a por menganito y yo me callé, luego a por zutanito y tampoco abrí la boca y «cuando vinieron a buscarme a mí ya no había nadie que pudiera protestar».

Pero, claro, frente al argumento de que Cobo no se habría dado cuenta y eso delata que el que habla es Gallardón, puede oponerse el hecho de que cuando Camps fue el último en incurrir en esa manida pifia -todavía no había cogido carrerilla ni con Churchill ni con Gandhi-, algunos ya advertimos, pública o privadamente, con mayor o menor detalle, que en realidad la cita procede de un sermón pronunciado durante la Semana Santa de 1946, en Kaiserslautern, por el pastor luterano Martin Neimöller, recién liberado del campo de Dachau: «Als die Nazis die Kommunisten holten…» («Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas…»). O sea que Cobo pudo coger al vuelo alguna de estas precisiones y marcarse el farde de invocar a Brecht para decir que no lo citaba y añadir luego una retahíla bastante garbancera de presuntas víctimas de Esperanza Aguirre, que iba desde Pío García-Escudero hasta Caja Madrid.

En todo caso, qué más da, si Gallardón y Cobo son dos personas distintas pero un solo dios verdadero. ¿O acaso no confesó el vicealcalde, tras hacer el más espantoso de los ridículos al competir por el liderazgo del PP de Madrid, que lo que le pedía el cuerpo era marcharse a su casa, pero que había sido «presionado moralmente» por su jefe en un plano que «va más allá de la lealtad y llega a la esclavitud»?

En aquella comparecencia de finales de 2004 nació para la política española, como papel de reparto, la figura del esclavo moral que desde entonces aparece asociada a Cobo y que no puede ser ni más teatral ni -esta vez sí- más genuinamente brechtiana. Aunque la pauta del sirviente -o del sicario- como alter ego del amo se repite en la dramaturgia contemporánea, pocas veces ha alcanzado cimas tan altas -y al final explicaré por qué- como en Herr Puntila y su criado Matti, que Brecht escribió a partir de un texto fruto de su colaboración de juventud con una amiga finlandesa.

El señor Puntila tiene una característica muy gallardoniana: sólo es un malvado cuando está sobrio y eso ocurre rara vez. El resto del tiempo siempre está como una cuba y, como explica su criado, chófer y hombre para todo, «se vuelve bueno y ve ratoncitos blancos». En el caso del alcalde de Madrid hay que referirse -naturalmente, que nadie vea aquí sino metáfora- a sus interminables borracheras políticas, esas fases de constante exaltación anímica y subidón personal en torno a un proyecto o empeño que lo ocupa todo; pero en el del señor Puntila, las cogorzas -tajadas de campeonato, pedales olímpicos donde los haya- no tienen ningún sentido figurado.

Sus primeras palabras de la función van dirigidas a un camarero, el primero que tiene a mano: «Ante este aguardiente voy a hablarte un poco de mí. Estoy muy solo y voy a decirte todo lo que pienso del Parlamento». Como Gallardón comentó la semana pasada ante varios asistentes a la fiesta de EL MUNDO, lo que él quiere, por encima de todo, es que le quieran. Pero el señor Puntila tiene un secreto inconfesable que sólo comparte con su criado: «Matti, soy un hombre enfermo… Una vez cada tres meses me despierto y, de repente, estoy completamente sobrio».

Al principio el rústico Matti se alarma e indaga sobre los detalles: «¿Tiene regularmente esos ataques de sobriedad?». El señor Puntila asiente: «Regularmente. El resto del tiempo soy completamente normal, como me ves ahora. Estoy en plena posesión de mis facultades mentales y soy dueño de mis sentidos. Entonces me da el ataque. Empieza con algo raro en la vista. En vez de dos tenedores, sólo veo uno». Y al decir esto levanta un único tenedor, lo que provoca uno de los momentos de mayor hilaridad de la pieza.

Pero lo que Brecht plantea no es sólo cosa de risa, porque el señor Puntila subraya enseguida que «durante esos ataques de sobriedad total e insensata… soy plenamente responsable de mis actos». Y ése es el problema, porque «una persona responsable es una persona de la que se puede esperar cualquier cosa», en la medida en que deja aflorar su identidad más completa y articulada, sin el cojín amortiguador de los vapores etílicos. Al contrario de los tópicos al uso, cuando el señor Puntila arremete sin tapujos contra las personas a las que detesta e intenta expulsarlas de su hacienda, es cuando está sobrio. Por eso se jacta, botella en ristre, de «luchar como un hombre contra esos ataques de insensata sobriedad».

Nadie que trate con regularidad a Gallardón puede dejar de reconocer que cuando está embebido en algún proyecto que le ilusiona -y eso ocurre casi siempre- se convierte en uno de los personajes más atractivos de la barra del bar de la política, pues tiene imaginación, talento a raudales y el entusiasmo que derrocha se transmite de casa en casa, de barrio en barrio. Por eso queda tan bien en las encuestas. Ocurrió con su primer mandato al frente de la Comunidad, ocurrió tras su llegada al Ayuntamiento y ha vuelto a ocurrir con su titánica y muy meritoria pelea por lograr los Juegos del 2016. Ver a Gallardón tambaleándose sobre la cresta de la ola, dando tumbos para tratar de dominarla e implicando a unos y a otros como si fuéramos farolas a las que agarrarse es uno de los mejores espectáculos que proporciona nuestra taberna fantástica. Es valiente, es inteligente, es audaz e intenta ser razonable persiguiendo lo imposible. Los poros de la piel se le llenan de gotitas de sudor y, en efecto, ve ratoncitos blancos, lo cual también resulta agradablemente contagioso. ¡Viva Gallardón!

Pero ocurre que de vez en cuando su euforia sucumbe bajo un baño de realidad y ese jarro de agua fría le convierte en un hombre diferente, en un personaje implacable, calculador y peligroso como una navaja desplegada. Al ser arrojado lejos de la inestable cubierta de sus fantasías -ni una comunidad ni un ayuntamiento se modernizan en una hora, en la vida todo cuesta dinero, siempre nos quiere menos gente de la que nos gustaría, como se demostró en Copenhague hay empeños que no sólo dependen de la propia labor…- la ansiedad transforma al Gallardón que pisa tierra firme en un killer antipático y egoísta. Es entonces cuando pone querellas contra periodistas, cuando trata de apropiarse de las victorias ajenas, cuando es capaz de acusar de tongo a quien le ha ganado en buena lid o, sobre todo, cuando trata de liquidar a Esperanza Aguirre sin disimulo alguno ni reparar en medios, en lo cual a menudo obtiene equitativa correspondencia. ¡Cuidado con Gallardón!

La fábula no puede ser más roussoniana. Como en el caso del señor Puntila, se trata de hacer el viaje inverso al propuesto por Robert Louis Stevenson en su famosa novela sobre la doble personalidad que ayer glosaba en su leidísma sección Pedro G. Cuartango. Desde esta nueva óptica, el peligro no está en la mutación en Míster Hyde, sino en el originario doctor Jeckill. Cuando concluye el efecto del bebedizo, un adorable, seductor y carismático Míster Hyde es arrastrado lejos del exuberante estado de naturaleza en el que ha brillado con toda la fuerza del buen salvaje y en su lugar, apenas se ha desvanecido la bruma de las libaciones, reaparece un doctor Jeckill, hierático con cadena de oro colgando del bolsillo del pantalón que sustituye la sonrisa por el rictus de Macbeth y en lugar de recetas dispensa autopsias. Enseguida es el síndrome de abstinencia del marinero en tierra lo que le convierte en un peligro público, además de en el mayor enemigo de sí mismo. He aquí la historia de Lobo hombre en París, tal y como la cantaba La Unión: «La luna llena sobre París, ahuuuuu, ha transformado en hombre a Denis».

Pero lo más singular que aporta la obra de Brecht es la perspectiva del esclavo moral. El criado Matti no es ni un pánfilo ni un pícaro, sino un realista que reconoce la superioridad del señor Puntila, admira su «verdadero fuego interior cuando está borracho» y ha renunciado a reformarlo desde que, hablando de sí mismo en tercera persona, su amo le ha hecho una advertencia muy precisa: «Aprecio tu sinceridad y sé que siempre defiendes mis intereses, pero Puntila puede actuar contra sus propios intereses, eso tienes que aprenderlo».

Gallardón, más don Juan que Quijote, no buscaba un Sancho Panza sino un Leporello. Y hace tiempo que lo encontró en Manolo Cobo. No un contrapeso, sino un cómplice, un facilitador e incluso, si llega el caso, un sosias. Alguien que disfrute como él del placer de surcar la tundra con su Studebaker o su moto de gran cilindrada y «mear al aire libre», o sea fuera del tiesto -nada le gusta tanto al señor Puntila-, libre de las constricciones del qué dirán en el partido. Alguien que cuando su jefe le reproche haber cumplido órdenes carentes de sentido, se sienta autorizado para replicarle: «Si sólo cumpliera las órdenes con sentido, me despediría por vago, porque no haría nada».

Ésta es la ofuscada, alocada y dislocada relación de pareja que explica que cuando Esperanza Aguirre había cometido el error garrafal de hacer una propuesta tan absurda e inconsecuente con su ideología como la de colocar a su vicepresidente Ignacio González en Caja Madrid, Gallardón y Cobo, Puntila y Matti, acudieran de forma paradójica en su ayuda convirtiéndola de agresora en agredida, metiendo a Rajoy en un lío padre del que parece no saber cómo salir y generando, como dice el cabal Valcárcel, la «indignación» del resto del PP.

A grandes males, grandes remedios. «¡Constrúyeme un monte, Matti!», clama, aúlla casi, el señor Puntila cuando todo le sale mal. «No escatimes esfuerzos, no retrocedas ante nada y coge las piedras más grandes». Dicho y hecho. El criado pone un armario, un viejo reloj de pared y otros muebles encima de la mesa de billar y ayuda a su amo a encaramarse hasta la cima. «¡Oh, hermosa tierra de Tavastlandia! ¡Un tiento más a la botella para apreciar mejor toda esta belleza!», exclama recuperando el entusiasmo el señor Puntila. «¡Un segundo que bajo de la montaña para traer el tinto!», replica Matti más solícito que nunca. Y así, de trago en trago, de chute de adrenalina en chute de adrenalina, ascienden hacia la apoteosis.

La ventaja de Gallardón es que le basta con subir a su maravilloso y bien surtido comedor-bebedor con vistas, en la azotea del Ayuntamiento, para -con el Madrid de Antonio López a sus pies- sentir el síndrome de Stendhal y recuperar la música interior. Su único riesgo, que un día Cobo entone la canción final del criado Matti: «La hora de marcharse es muy tranquila, / que tengas mucha suerte, ay, Puntila / No eres lo peor que he conocido, / casi un ser humano… cuando has bebido. / Nuestra amistad, es claro, no duró. / La borrachera pasa y ¿quién soy yo?». Pero ese momento no está próximo porque, ¿adónde va ir en el PP un esclavo moral en paro, si en Genova hay overbooking?

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.