Hidalgos de las migajas públicas

Recientemente, desde diversos medios de comunicación se han difundido informaciones sobre los supuestos abusos que la llamada ciencia subvencionada ha cometido a la hora de gestionar los fondos públicos durante lo que algunos han llamado época de bonanza en la financiación científica española. Tales informaciones se remiten al informe del Tribunal de Cuentas referido al año 2005, tres años antes, por lo tanto, de que el estallido de la crisis financiera en Estados Unidos empezara a poner tímidamente de manifiesto lo que luego se revelarían como dramáticos agujeros en la economía española.

Sin entrar a comentar, por ridículo, el término bonanza aplicado a las subvenciones que tradicionalmente ha recibido la ciencia española, es importante matizar, en términos sencillos, el significado práctico de los procedimientos calificados como irregulares en la administración de la economía real de un científico que trabaja en España. Estos matices son importantes en la medida en que la utilización del término irregular, aplicada a cualquier uso del dinero público, genera un error de interpretación que lleva a cometer graves injusticias a la hora de interpretar y de entender cuál es la auténtica realidad.

En este sentido, la utilización superficial del término puede confundir a personas inexpertas en el análisis del mundo de la investigación científica y del uso que en él se da al dinero recibido de las distintas administraciones del Estado. Tan sólo un ejemplo: cuando un científico provisiona costes directos en fungibles para llevar a cabo un próximo experimento con cargo a un proyecto financiado con dinero público, pero sucede que en el proyecto original de investigación no incluyó este experimento, podría considerarse, y afirmarse a continuación con excesiva ligereza -e incluso frivolidad- que su conducta puede ser calificada de irregular.

Es el problema de la ciencia porque, sobre todo en el campo de la investigación, sucede inexorablemente que la predicción se conjuga con la creatividad y que el análisis crítico de los resultados tiene necesariamente que convivir con el ejercicio de una apuesta intelectual avanzada, incluso audaz. Todo ello con el único y superior objetivo de diseñar nuevos experimentos que permitan mejorar la calidad de vida de las personas.

Estaremos de acuerdo en que, cuando un político, o uno de sus frecuentes amigos y colaboradores, todos ellos involucrados en el mismo círculo de intereses, confunde lo ajeno con lo propio, también está desarrollando una conducta irregular. Pero estaremos también de acuerdo en que no es lo mismo una desviación presupuestaria que otra, por más que el adjetivo utilizado haya sido idéntico.

Más allá, y en lo que se refiere estrictamente a las vías de acceso a las subvenciones públicas, hay que reconocer que también pueden producirse ciertas simetrías en el comportamiento de unos y otros, políticos y científicos. Pero por razones muy distintas. De hecho, opuestas.

Para que un científico acceda a una subvención pública -para hacer ciencia, no lo olvidemos- debe ser sometido a un proceso de evaluación que se repite cada tres (ahora cuatro) años lo cual puede ser entendido en términos de legislatura. Además, y como la necesidad de financiación es congénita a nuestro sistema, la difusión de las convocatorias es amplia y sucede que unos y otros nos preguntamos sobre la próxima publicación del siguiente pliego de condiciones.

Lamentablemente, la ausencia crónica de recursos a la que la ciencia española está humillantemente sometida desde la muerte del Conde de Floridablanca ha fomentado la solicitud compulsiva de esos fondos. En este punto es donde surge una cierta afinidad con el comportamiento de algunos administradores que han acabado siendo judicialmente reorientados, por decirlo suavemente. Y es que la mayor parte de nuestra actividad burocrática se orienta a intentar pedir dinero allí donde se convoque. Pero ahí se acaban los parecidos.

La ciencia española se ha dotado de un sistema de control sobre su propia financiación en la que se conjuga la evaluación de la calidad científica con la evaluación estratégica. En esta evaluación estratégica se tiene en cuenta el valor de la propuesta para el país, la capacidad real del equipo científico para realizar lo que propone y otras consideraciones que entran ya dentro del ámbito de lo personal (por ejemplo, la ausencia de producción científica tras ser sometido a tratamiento contra el cáncer no puede penalizar la reincorporación de ese investigador o investigadora al reducido sistema productivo español).

Si éstos y otros parámetros que sirven para evaluar el uso del dinero público en el universo de la investigación científica los aplicamos a la asignación de subvenciones para la construcción de carreteras o al fracaso de la puesta en marcha de un aeropuerto por crasos errores en las previsiones originales de su tráfico aéreo, es evidente que en ambos ámbitos se pueden encontrar irregularidades. Y aquí entiendo perfectamente que la complejidad del castellano puede hacer imposible que se consiga derivar dos significados muy distintos pero procedentes de la misma palabra. Pero creo que todos estaremos de acuerdo en que ambas irregularidades son totalmente diferentes.

Los científicos españoles son desde hace muchas décadas auténticos hidalgos de las migajas estatales, rescatadores de talento allá donde se encuentre y, siempre, siempre, gestores de la miseria: en tiempos de bonanza y en tiempos de hambre; cuando se podían comprar reactivos y también ahora, cuando muchos de ellos no se pueden pagar sus propias medicinas.

En todo momento y circunstancia nuestros científicos han gestionado con diligencia los fondos públicos. Que, ahora, determinada prensa carente del mínimo rigor y del suficiente conocimiento profesional exigible, intente confundir a los ciudadanos equiparando científicos a políticos en su nivel de honestidad intelectual, o de corrupción y despilfarro, supone la enésima vejación que este país realiza a sus investigadores desde tiempo inmemorial. Y como es difícil que alguno de mis colegas pueda salir a decirlo, salgo yo.

Cristóbal Belda-Iniesta es oncólogo y adjunto de la Comisión de Evaluación de Financiación de Proyectos de Investigación en Cáncer del Instituto Carlos III

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