Hieronymus Bosch en Madrid

Bosch pintó El carro de heno, su segundo cuadro más conocido, con la intención de mostrar que los poderosos, encabezados por reyes y papas, se afanan y corren detrás de algo prodigioso muy vistoso y dorado pero que en el fondo vale menos que la paja: el heno, que no alimenta ni a los asnos. El poder es efímero, tras su apariencia no hay nada, pero imanta y atrae a los míseros seres humanos de forma irresistible. El alegato tiene validez permanente. La tabla central del retablo transmite, bajo la apariencia de una alegre romería, un mensaje pesimista, universal, de calado. No nos podemos liberar. El poder y sus fastos parecen lo más deseable, pero en realidad no son sino maldición.

No hay que ir muy lejos para comprobarlo de nuevo. Además de las sucesivas sesiones de investidura fallidas, en Madrid suceden otras cosas, algunas de ellas excelentes, como el festival Frinje, la programación del Reina Sofía o las grandes exposiciones. La del Bosco, prorrogada hasta el 24 de septiembre, es única. Con toda probabilidad, nunca más se reunirán tantas obras del artista más enigmático, paradójico e indescifrable de todos los tiempos. Así que vale y valdrá la pena visitar Madrid. Madrid, sí, la única ciudad de la tan anticatalana España que cuenta con una primera autoridad comprensiva con el independentismo, cuando no favorable. No he observado agradecimiento ni reconocimiento hacia Manuela Carmena, digna descendiente del Rafael Alberti que escribió aquel valiente y clarividente poema -debería ser famoso, pero se oculta a conciencia por ambas partes- que termina con la contundencia de estos dos versos: «Catalanes, yo os saludo; ¡Viva vuestra independencia!».

Si se han perdido tantas de las obras de Bosch es porque los luteranos, de los cuales fue un predecesor moral, las destruyeron a conciencia porque no toleraban la exaltación de la lujuria ni con la finalidad de condenarla. Si se han salvado unas cuantas de las mejores es porque Felipe II, entusiasmado con el pintor neerlandés, las compró. Compró, no robó. Como el resto de las obras del Prado, que fueron pagadas, a diferencia de buena parte de las colecciones del Louvre y otros grandes museos europeos, obtenidas a través del pillaje más descarado. Poca gente sabe, por poner un solo ejemplo, que Napoleón, muy bien asesorado por los mejores expertos, mandó una lista a las autoridades milanesas con las obras de arte que le debían ofrecer, las más importantes, cuando al cabo de poco entrase en la ciudad con la soberbia solemnidad del conquistador. Por no hablar del ejército de científicos que los prusianos esparcieron por el mundo con la misión de saquear a tutti pleni, desde las tumbas de los incas al altar de Pérgamo, con objeto de convertir el nuevo Berlín en un contenedor de arte de primer orden. Madrid ha sido, es y será mucho más que el PP, sus corifeos y sus subordinados, esos que ahora simulan que se insubordinan.

Siempre hay ocasiones para una escapada al Madrid que no deberíamos dejar de admirar y estimar. La de la magna exposición de Bosch es una de las más sonadas. Pero antes de enfrentarse a sus enigmas es imprescindible documentarse un poco. Penetrar hasta el corazón de su obra es imposible, y mejor no intentarlo, so pena de extraviarse en bucles metafísicos. Pero existe suficiente documentación -y el mismo Prado la ofrece utilísima- para entender el sentido de muchas de sus alegorías, sobre todo las referidas a la mitología y la religión, que son las menos abstrusas.

Para ahorrar a los lectores la lúgubre y a la vez festiva perplejidad de El jardín de las delicias, más nos vale volver a El carro de heno. En la primera tabla del tríptico, Bosch presenta, como es habitual en él, un edén donde el mal está presente desde el primer o el segundo momento de la creación. Dios, en lo alto, protegido por una orla escasísima de ángeles buenos, a los pies del cual una multitud interminable de ángeles rebeldes se convierten en monstruos insectívoros que se precipitan, de entrada, sobre el paraíso terrenal. En el lado izquierdo, uno de aquellos infiernos fascinantes e hipnóticos que nadie ha sabido imaginar como él. En medio, la gran procesión presidida por el gigantesco carro de heno que guía la actividad humana, la de los ricos y la de los pobres. Según Bosch, solo se salvan algunos anacoretas, y después de resistir las más suculentas tentaciones. Quizá también el vendedor ambulante, vestido con harapos, que abandona el mundo para adentrarse en el polvo.

Bosch habla mediante imágenes y metáforas. Se lo pasaba tan bien retratando los vicios y los pecados, que en su obra hay mucho más espacio para el placer que para el castigo, y nada o casi nada para la virtud. Virtuosos catalanes: si lo quieren comprobar, reconecten con Madrid. No se arrepentirán.

Xavier Bru de Sala, escritor.

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