High Church, Happy Church

La High Church está desconcertada. La Alta Iglesia de los cardenales y de la curia romana estaba perpleja desde aquel sorprendente buona sera del papa Francisco. Ahora, seguramente se ha acabado de poner en alerta con la creación del gobierno paralelo de ocho cardenales, que ayudará al Papa a dirigir la Iglesia y a reformar la curia romana; una señal muy evidente, en línea con la colegialidad reclamada en las sesiones preparatorias del cónclave.

Leyendo la crónica vaticana de Arturo San Agustín, De Benedicto a Francisco (Fragmenta Editorial), ya se intuía que este Papa no tardaría en pasar de los gestos a los hechos. Empezó a hablar mucho antes de abrir la boca, en cuanto salió al balcón y se mostró al mundo con la mirada asustada y la sonrisa tímida. Envió mensajes precisos escogiendo el nombre de Francisco; rehusando la muceta y los ornamentos; vistiendo la sotana blanca con la cruz pectoral de plata, la misma que usaba en Buenos Aires. Y sobre todo, con aquella inclinación humilde hacia la plaza de San Pedro, para pedir al pueblo fiel que rogara por él, el nuevo Papa.

Desde aquel día los gestos han ido llegando sin interrupción: la renuncia a las habitaciones papales; el desplazamiento en el microbús de los cardenales; el regreso a la Casa del Clero a pagar la factura; el autógrafo en el yeso de una pierna rota; la orden fulminante de alejarse de Santa María la Mayor dada al cardenal Law, acusado de encubrir casos de pederastia; la ceremonia del Jueves Santo en una prisión de jóvenes; la selección de un franciscano para el primer nombramiento. En poco más de un mes, el nuevo estilo papal ha puesto nerviosos a los servicios de seguridad, la burocracia, la curia, algunos cardenales y los sectores más reaccionarios de la Iglesia.

¿Y en realidad, qué hay de verdaderamente nuevo en sus primeras actuaciones? Benedicto XVI ya firmaba como obispo de Roma. Juan Pablo II también calzaba zapatos negros. Y creo que también fue el Papa polaco el primero que se reunió con todos los periodistas. Los gestos, uno a uno, no son nuevos. La novedad está en el momento, el lugar y la manera de hacerlos. La ruptura está en la voluntad de dotarlos de sentido y de convertirlos en un mensaje potente: un conjunto de avisos para iniciar un proceso de transformación que acabe cobrando vida propia.

Tampoco hay que confundir la sorpresa con la improvisación. Un cardenal que hace ocho años ya estuvo a punto de ser elegido Papa no improvisa. Ni siquiera en aquellas primeras horas, sólo aparentemente poco calculadas. Ha tenido ocho años para pensar qué habría hecho si no hubiera renunciado a la mitra. Y un extraordinario campo de entrenamiento en aquel Buenos Aires del corralito donde le descubrió Arturo San Agustín. La descripción del Te Deum de la catedral de Buenos Aires es memorable: “También allí, en primera fila, en la catedral, estaba el llamado Hombre Mediocre, aquel presidente Eduardo Duhalde que tenía hechuras de actor secundario de una película de Coppola con padrinos y ahijados. Tremenda la cara que se le iba poniendo al mandatario argentino, al de la banda y la vara de mandar y a su mujer, la Chiche, a medida que el cardenal Jorge Mario Bergoglio les iba dando con un trozo del Evangelio según san Lucas”.

De manera que este Papa “no da puntuada sin hilo” ni improvisa y lo dejó claro al cardenal que se le acercó algo inquieto, uno de los primeros días en el comedor de Santa Marta.

–¿Santidad, no estaremos quemando el mensaje antes de tiempo?

–Tranquilo. Eso sólo es el comienzo –dicen que le tranquilizó, con una de aquellas sonrisas aparentemente inocentes, pero que también podrían resultar muy exigentes.

La High Church de los palacios vaticanos y los edificios extraterritoriales de Roma está desconcertada, perpleja o asustada. Y también lo está la Happy Church, la Iglesia Feliz, que es como llaman a este mismo grupo de cardenales y representantes de la curia los sectores más jóvenes de la Iglesia. Así nos lo explicó el antiguo rector de una universidad pontificia de Roma comiendo unos espléndidos carciofi alla romana en un restaurante, junto a la Piazza Navona, en compañía de Arturo y del subsecretario del dicasterio de los laicos. Y el antiguo rector sabe de qué habla, pues predica en círculos muy escogidos algunos de los sermones más célebres de Roma.

No sé si este Papa acabará domando a la curia, ni si renovará la espiritualidad de la Iglesia universal o si hará llegar el mensaje de Jesús al último rincón del planeta. Pero ha abierto camino. “Y si su aparición no ha sido triunfal sino torpe y rígida –nadie pone los adjetivos exactos como Arturo–, ese gesto suyo, esa inclinación del cuerpo hacia la plaza, hacia quienes ya han comenzado a rezar por él, puede indicar o simbolizar que su papado será otra cosa”. En sólo un mes ha conseguido que confiemos en la regeneración vaticana. Sólo con los gestos aparentemente improvisados, pero ejecutados con precisión. Sólo con liderazgo, impulso político y comunicación gestual. El papa Francisco se ha revelado como un grandísimo político. Justo lo que aquí nos haría falta.

Claro está que a fin de que este Papa tenga las manos más libres de la historia de la Iglesia, primero otro Papa ha tenido que arriesgarse al juicio equívoco de la historia e imponerse voluntariamente la pena durísima de la soledad más estricta. Quiero decir que para tener un papa Francisco en la política catalana, española o europea, primero tendríamos que tener un papa Benedicto XVI. Y tampoco es el caso.

Rafael Nadal

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