Hijastros de Torquemada

Berlín me fascina. Es una ciudad más de gerundio que de participio, porque continúa construyéndose y modernizándose tras la devastación de la guerra y la reunificación de Alemania. Recuerdo la mañana en la que, después de pasear por Unter den Linden y visitar la Isla de los Museos, me detuve en la Bebelplatz para ver el lugar en el que los nazis quemaron los libros prohibidos en 1933. Junto a las imágenes en blanco y negro de los camisas pardas, estudiantes y profesores nacionalsocialistas cebando con libros la hoguera, me vinieron a la cabeza secuencias de Cabaret en donde una felina Liza Minnelli, con tacones, liguero y bombín, interpretaba unas transgresoras canciones en uno de los cafés cantantes que serían fulminados por los hijos de la esvástica al tomar el poder. Es lógico, a los totalitarios nunca les ha gustado la libertad.

Hace poco, en la revista de educación de Comisiones Obreras, se publicaba un «decálogo para una escuela feminista» en el cual, además de querer prohibir jugar al fútbol en el recreo y fomentar un «desaprendizaje de la competitividad», se proponía «eliminar libros escritos por autores machistas o misóginos entre las posibles lecturas obligatorias para el alumnado». Como ejemplos de escritores a erradicar de los temarios se citaba expresamente a Arturo PérezReverte y a Javier Marías («cualquiera de sus libros»). De Pablo Neruda se postulaba no leer Veinte poemas de amor y una canción desesperada.

Hijastros de TorquemadaEl resto de libros del genial poeta chileno los salvaban de la depuración no sé si en calidad de premio Nobel o de comunista. Todavía hay clases en el sindicato de clase.

Tengo un gran respeto por los sindicalistas de pura cepa. Marcelino Camacho, obrero metalúrgico, escribía en ABC porque este periódico siempre ha sido tierra de promisión para gente de dispar creencia. Y el médico José María Fidalgo, antiguo secretario general de CC.OO., con su voz de cíclope cansado, participa en el programa de Carlos Herrera y a los fósforos nos gusta escuchar sus opiniones pragmáticas y mesuradas. Doy por sentado de que en dicho sindicato habrá quien no comulgue con ese furor antilibresco, pero también sé que las dos inquisidoras del decálogo son voceras de una tendencia que trata de imponer unas reglas opresivas al estilo de la casa de Bernarda Alba.

Soy profesor por vocación y convicción. A pesar de los inmensos problemas de la enseñanza pública, tanto me llena impartir clases de historia a mis alumnos de bachillerato, que casi me da igual que sea lunes o viernes, pues no ansío el fin de semana como una liberación. Y cuando no doy clase escribo enclaustrado en mi casa, rodeado de los libros que han jalonado mi vida. Soy escritor porque me gusta contar historias. Y hacerlo en libertad, sin que aprendices de dictadores dictaminen qué debo escribir, leer, pensar y hablar.

Los nuevos censores ya no dan tijeretazos a fotogramas subidos de tono ni alargan faldas y tapan escotes con tinta. Ahora inician campañas en las redes sociales contra quienes no piensan como ellos, acuden a platós para repetir eslóganes como papagayos, redactan artículos denigratorios y organizan escraches en universidades o delante de las viviendas de quienes señalan. Porque los censores de la posverdad no debaten, discuten, y dividen el mundo entre camaradas y enemigos. Para ellos, la divergencia de opinión se llama disidencia.

Para cualquier persona no intoxicada por la ideología, las afinidades y amistades se eligen por la calidad humana. Para los censores, no. Ellos radiografían mentes y corazones antes de decidir quién es de la tribu y quién merece ser confinado en un gueto metafórico. Funcionan con clichés y les dicen a los demás cómo hay que vivir mientras ellos viven como quieren. La prueba del algodón para desenmascararlos es el sentido del humor. Carecen de él. Tienen patente de corso y pueden chotearse de lo que para muchas personas es sagrado, pero si se les replica con bromas acerca de sus ídolos se transforman en un dóberman. La ironía los desbarata y desencaja como tantas veces hemos visto en nuestros trabajos, en programas televisivos o en las Cortes.

Para estos hijastros de Torquemada la noción de futuro radica en darle la vuelta al pasado como si fuera un calcetín, en vivir el presente con resentimiento si éste no se acomoda a sus moldes mentales y en ajustar cuentas con personas brillantes por tener la desfachatez de no ser mediocres. No buscan educar, sino adoctrinar. Conciben la enseñanza como un laboratorio social en vez de como un sistema transmisor de conocimientos, de asunción de valores de concordia, de estimulación de la inteligencia, de nivelador económico y de ascensor vital.

Los profesores que tuve y admiré forman parte de mi patrimonio anímico. Los hombres y mujeres que me enseñaron siguen presentes en mi memoria cada día que entro en el aula, e intento no defraudarlos aunque no presencien lo que hago, pues la muerte y la distancia no borran el recuerdo. Por eso, al día siguiente de conocer el flatulento decálogo censor, les leí a mis alumnos las primeras páginas de Alatriste y un fragmento de Corazón tan blanco, dos obras de los académicos de la RAE proscritos. Fliparon. De Neruda les recité «Me gustas cuando callas porque estás como ausente…». Se encandilaron. Les expliqué las hazañas empresariales de Amancio Ortega y Juan Roig, fundadores de Zara y Mercadona, donde ellos compran. Alucinaron. Les puse viejos vídeos de Di Stéfano para que comprendieran que se puede ser competitivo dentro de un colectivo, y aproveché para proyectar secuencias de películas de John Ford, de ¡Qué verde era mi valle! y el momento en el que unos cadetes desfilan al son del tambor en Cuna de héroes para que comprendiesen el valor del compañerismo y del sacrificio. Aplaudieron.

Y dejé para el final unos párrafos del Quijote en los que se ensalza la amistad, pues supongo que cualquier día los nuevos inquisidores prohibirán a Cervantes por marichulo.

Ladran, luego cabalgamos.

Emilio Lara, historiador y escritor.

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