Hijos de Caín

“El que desde los primeros años se acostumbra a la maldad, hace luego del crimen un arte” (Publio Ovidio Nasón).

Cuando escribo estas líneas, aún puede oírse, a lo ancho de toda España, el indignado clamor por el asesinato en Bilbao la semana pasada de un matrimonio de octogenarios, a los que tres adolescentes, dos de ellos de 14 años y el otro de 16, apalearon hasta quitarles la vida. Del suceso, durante dos días David López Frías ha hecho en EL ESPAÑOL un relato tan riguroso como escalofriante.

Quizá uno de los aspectos más inquietantes de estos crímenes es su dramática gratuidad. ¿Quién puede asegurar que durante el tiempo que transcurre entre el instante y el momento en que estas palabras salgan a la luz no volveremos a sentir angustia por otro absurdo delito como el de Lucía y Rafael, que así se llamaban los dos ancianos fallecidos? Recuérdese el asesinato del exfutbolista Ibon Urrengoetxea en la víspera de la Nochebuena pasada a manos, también, de adolescentes que le asaltaron cuando regresaba a su casa. O el de aquella indigente que en el año 2006 fue quemada viva por tres muchachos mientras dormía en un cajero automático de la zona alta de Barcelona.

Lo escribí en su momento y ahora me repito. A la tragedia en sí misma se añade el asombro de cuantos se preguntan dónde se sitúa la frontera entre la violencia y el crimen. Al igual que el cáncer y otras enfermedades devastadoras, la violencia es una dolencia de primer orden en el organismo humano. Está claro que la facilidad para matar a un semejante no se encuentra tan sólo en las odiosas guerras, sino que alcanza niveles domésticos y urbanos.

El azote de la criminalidad juvenil no es un problema exclusivo de España. En Nueva York, en París, en Londres, también tienen lugar homicidios cometidos por jóvenes. Pero, ¿por qué? ¿Qué virus provoca esta epidemia de crímenes, algunos especialmente atroces, perpetrados por menores de edad?

Señalar las causas de una manera exhaustiva es tarea difícil, aunque a lo mejor no hace falta un largo viaje para encontrarlas. Desde luego, no es mi propósito de hoy analizar si ante los insólitos móviles del crimen de esos homicidas, bien pudiéramos estar frente a un caso de determinismo criminal, como sostiene Garófalo. “El delincuente es un tarado congénito”, nos dice. O si al suceso sería aplicable la teoría del “delincuente nato”, obra de Lombroso, para quien el criminal es una especie de animal infrahumano, tesis que nunca acepté, pues una alteración de cromosomas no significa que la agresión maligna sea un instinto.

Quienes saben de esto opinan que unas de las características de esas jóvenes y violentas personalidades son la superficialidad y la falta de aptitud para discernir entre el bien y el mal. Otros expertos –esta vez, en psiquiatría juvenil– advierten que se trata de un padecimiento grave relacionado con la anomia, típico en individuos buscadores de vivencias destructivas con las que llenar el vacío de sus existencias. Puede que por ahí vayan los tiros y que esa sea la causa de que para ellos, como para muchos adultos, la vida sea una mercancía de valor escaso. La conclusión es que cada día la sociedad se abastece de más jóvenes sin un código de valores.

Además del descuido en la educación y del menosprecio a la moral pública y privada, se me ocurre si acaso el problema de una juventud con tan alta dosis de barbarie no tiene que ver con que los niños de hoy vivan en un mundo extraordinariamente agresivo, sujeto a la influencia de espectáculos en los que impera la ley del más fuerte. Al margen de gustos y preferencias por el medio, parece indudable que la televisión tiene una enorme capacidad de sugestión –a veces, de manipulación–, sobre todo en personas débiles o en fase de formación. Y es que según los datos de que dispongo y que seguramente necesite actualizar, hoy los niños españoles, a través de los ocho o nueve canales más importantes, cada semana pueden llegar a ver en televisión alrededor 670 homicidios, 15 secuestros, 848 peleas, 420 tiroteos, 11 robos, 8 suicidios, 30 casos de tortura y 20 episodios bélicos. Una saturación de imágenes violentas que, en palabras del doctor Luis Rojas Marcos, “son ráfagas de estímulos que impulsan un falso romanticismo de conductas aberrantes sociopáticas”.

El asesinato de Lucía y Rafael, ese matrimonio de 87 años cada uno, que vivían en el barrio de Otxarkoaga, sigue turbando y afligiendo a la buena gente de este país. Sin embargo, para mí tengo que, además de la importancia del hecho, que aislado resulta acongojante y pone el corazón en un puño, el crimen puede ser como el penúltimo eslabón de una cadena siniestra de sucesos terribles ejecutados por adolescentes.

Desde siempre, la cuestión de la seguridad ciudadana y el aumento de la delincuencia ha constituido una baza capaz de marcar las distancias entre los partidos políticos. Sin embargo, mucho me temo que hoy el debate es si la clásica alternativa de preferencias entre el orden o la justicia está cambiando por esta otra no menos comprometida: ¿qué es primero, la seguridad o la libertad?

No son pocos los ilustrados que contestan a esa disyuntiva cuasi kantiana en favor de la segunda. Pero sucede que los honrados contribuyentes prefieren zanjar el dilema con herramientas menos sensibles que las que utilizan los profesionales, de mayor o menor categoría. Para el ciudadano que pisa el duro asfalto, coge el autobús y va al fútbol, por mucho que políticos, sociólogos y juristas se calienten la cabeza, la discordancia entre la libertad propia frente a la ajena ha de resolverse de manera muy sencilla. Basta con proclamar el derecho a ser libre y, al mismo tiempo, aclarar que la libertad es algo demasiado importante como para disfrutar de ella sin riendas y a lo loco.

Resulta difícil saber dónde y cómo va a acabar todo este asunto. En mi opinión, la marea sangrienta de delincuencia juvenil ni es casual ni es incontrolable o inevitable. Imaginemos las posibles consecuencias límite a las que llegaría, antes o después, una proliferación de jóvenes criminales que no pudiera ser controlada por el Estado. Por desgracia, puede que ahí estén todas las claves del asunto en un amargo drama del absurdo. Un móvil estúpido, una muerte gratuita y unos autores técnicamente irresponsables y, lo que es peor, vitalmente difíciles de entender. La historia de España no puede seguir avanzando a golpe de fotogramas al estilo de la película titulada La naranja mecánica.

Javier Gómez de Liaño es abogado, juez en excedencia y consejero de EL ESPAÑOL.

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