Hijos de la tierra

El nativismo es una ideología según la cual un territorio debe ser habitado exclusivamente por miembros del grupo nativo. De ahí que los estadounidenses empleen la palabra para describir la oposición a minorías de origen extranjero. No obstante, también pueden darse actitudes nativistas contra la inmigración dentro de un mismo país. Desde la aparición del libro de Myron Weiner (1978) sobre conflictos étnicos en la India, los politólogos anglosajones hablan de los sons of the soil [hijos de la tierra] para referirse a este tipo de nacionalismo.

Si bien la palabra nativismo no suele usarse en España, hay razones para importarla. El nacionalismo catalán se presenta al mundo como un movimiento cívico, pero siempre ha tenido un componente etnicista. No es casualidad que su himno oficial tenga como estribillo Bon cop de falç, defensors de la terra! [¡Buen golpe de hoz, defensores de la tierra!]. La letra de Els segadors evoca la noción de etnia territorial, esto es, el grupo étnico arraigado a un espacio físico que debe defender.

Al menos dos de los requisitos que Weiner establece en su teorización del nativismo son aplicables a nuestro país. El primero es que la región con población nativista reciba inmigrantes de otras regiones del Estado. Se trata de un fenómeno del que Cataluña se ha beneficiado desde la industrialización, aunque los elogios de Vicens Vives (Notícia de Catalunya, 1954) a la inmigración intrapeninsular han tenido poco eco.

El segundo requisito es que parte de la población local tenga una conciencia identitaria distinta a la de sus conciudadanos inmigrantes. Weiner da ejemplos como la lengua o los nombres. Poco importa que el catalán y el castellano se parezcan como dos gotas de agua, o que abunden los elementos comunes (hábitos alimenticios y de vestimenta, estilo de vida, religión, etcétera). El nativismo magnifica las diferencias culturales, por mínimas que sean, para enfatizar la identidad propia y provocar el conflicto. Me remito a Marta Ferrusola: «Un presidente de la Generalitat […] para mí ha de hablar bien el catalán y tener un nombre catalán». ¡Vade retro, José Montilla!

Tras la retirada de Jordi Pujol, el nacionalismo ha intentado disimular sus tendencias nativistas. Sin embargo, la mentalidad de asedio aflora cada vez que líderes constitucionalistas visitan la Cataluña interior. Una jubilada de Vic describió así a Inés Arrimadas: «Llegó hace poco a Cataluña y dice que es catalana, y tiene de catalana lo que yo de rusa». Esta hostilidad convive con la angustia por la extinción inminente. Pregunto a un joven nacionalista por Sociedad Civil Catalana: «No los considero catalanes: los padres y abuelos del 90% de sus manifestantes no nacieron en Cataluña. Quieren una Cataluña diluida dentro de España». Ambos testimonios coinciden en que los recién llegados (lo son aunque hayan nacido aquí o vinieran hace años) tendrían que estar agradecidos (y, sobre todo, callados) en vez de incordiar.

Culpabilizan al «Estado español», pero la España constitucional no tiene intención alguna de diluir lo catalán. El quid de la cuestión es otro. Desde Valentí Almirall, hay quienes creen que Cataluña debería preservarse para sus verdaderos dueños: los naturales del territorio. El autor de Lo catalanisme (1886) da cuenta de diferencias insalvables entre el carácter catalán (nosotros) y el carácter castellano (nuestros dominadores). Corolario: ambos pueblos «no podrán llegar nunca a fundirse ni unificarse». De hecho, la mezcla le horroriza, dado que «incluso las criadas más ignorantes, que se expatrían por pura miseria, son un instrumento de castellanización».

Otro tótem nativista del nacionalismo, Enric Prat de la Riba, fue un gran admirador de Almirall. En este sentido, también cae el alma a los pies al leer La nacionalitat catalana (1906). El libro no explica que Garcilaso de la Vega inició el Renacimiento español junto al poeta catalán Juan Boscán: más bien lamenta que este escribiera en castellano. No destaca el rol de Cataluña en la conformación de España a través de la Corona de Aragón: sencillamente denuncia la «invasión» castellana comenzada con Felipe II (¿?) y la «monstruosa coexistencia» de las culturas catalana y castellana. A su juicio, «hacía falta saber que éramos catalanes y nada más que catalanes», epifanía no alcanzada por el «amor» (a Cataluña), sino por el «odio» (a Castilla).

La impronta de ambos autores se aprecia en el manifiesto Koiné (2016), firmado entre otros por Laura Borràs, diputada del Congreso y ex consejera de cultura de Quim Torra. El documento contrapone el catalán («lengua endógena de Cataluña») al castellano («lengua exógena», «lengua de dominación»); denuncia la «ideología política» del «bilingüismo», que «se ha ido inoculando» (como una enfermedad) en los catalanes desde 1978; reprueba la inmigración castellanohablante por ser un instrumento de «colonización lingüística». Según el manifiesto, los catalanes de pura cepa (es decir, los hijos de la tierra) tendrían derecho a preservar características étnico-lingüísticas de su sociedad frente al grupo considerado como exógeno e inasimilable.

La necesidad de promover el catalán tras la dictadura franquista está fuera de toda discusión. Sin embargo, proclamas nativistas como las transcritas son improcedentes y hacen un flaco favor a la causa. La cultura no es un juego de suma cero en el que unos ganan y otros pierden. Por ejemplo, no conozco mejor novela sobre Barcelona que Últimas tardes con Teresa (1966) de Juan Marsé. Los autores catalanes que escriben en castellano no reniegan de la catalanidad, sino que la enriquecen. Como explica Sergio Vila-Sanjuán en Otra Cataluña (2018), la cultura de esta tierra siempre se ha desarrollado en dos lenguas.

Cuesta imaginar lo que supondría para Cataluña deshacerse del castellano. Pero los nacionalistas siguen en su Matrix. Según Torra, Cataluña es una colonia desde hace 300 años y los españoles sólo saben expoliarla. Alguien debería regalarle el último libro de J. H. Elliott (2018) para que aprenda historia. Del tremendismo de Torra a la fórmula de Prat de la Riba (Cataluña para los catalanes) hay un paso. El nacionalismo catalán se precia de progresista y moderno, pero sus bases doctrinales no están lejos del America first de Donald Trump. Ambos movimientos coinciden en su conceptualización del otro (sea andaluz o mexicano) como chivo expiatorio de todos los males. Dos eslóganes nativistas, una misma prioridad: defender a los hijos de la tierra.

Luis Castellví Laukamp es investigador posdoctoral Humboldt en la Universidad de Heidelberg.

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