Hijos de una guerra sin batallas

Murió, aseguran, el día de Nochebuena. Tenía 72 años, y si este país nuestro concediera medallas a quien las merece y no a quien las mendiga, Ignacio Rupérez las hubiera tenido todas, incluida la más difícil de obtener, aquella que se debe conceder a quien fue una persona íntegra, un diplomático impecable y un caballero con el que se podía pasar una tarde entera, llegar a la noche, fumarse interminables tabacos e ir desgranando historias de otro tiempo, de cuando las cosas no se escribían, porque estaba prohibido. De la carrera diplomática, donde la desproporción entre talento y soberbia resulta desmedida en detrimento de la inteligencia, salvo a muy pocos. Inolvidable Julián Ayesta, autor de Helena o el mar del verano, al que escuché algunas de sus historias diplomáticas, ya en el ocaso de su vida, en Somió (Gijón). Y el muy distinto Ignacio Rupérez.

Hijos de una guerra sin batallasLos dos venían de mundos diferentes. Ayesta, del falangismo militante, en el que dejó los mejores años de su vida y pequeñas narraciones hermosas que preludiaban esa obra maestra de Helena o el mar del verano. Rupérez, de la democracia cristiana, en la que hizo sus primeras armas, si la memoria no me falla, en Cuadernos para el Diálogo, luego como editorialista, breve, de Abc, y posteriormente en los fundamentos de El País. Dentro del complejo mundo del escalafón diplomático Ignacio Rupérez fue de todo, pero allí donde nadie hubiera querido ir: Cuba durante el periodo especial, Iraq después de ser arrasada, Israel durante los tiempos del cólera (esos que no han terminado), Ucrania tras la ruptura…

Acosado primero por los gobiernos del PSOE y luego por los del PP. Hermano menor de Javier, otro diplomático, al que por razones que se me escapan nadie cita en la necrológica y eso que fue hombre importante en la UCD de Adolfo Suárez, secuestrado por ETA “poli-mili” –¿Arnaldo Otegui?– , y por el que siempre sentí, sin conocerle, una piedad personal. Durante su secuestro de 31 días, el libro que le dieron a leer fue mi primera biografía de Adolfo Suárez (1979). Nunca le pedí disculpas, y me avergüenza.

Recuerdo uno de mis últimos encuentros con Ignacio Rupérez en Barcelona. Estaba irritado –Ignacio, a diferencia de otros más vulgares, como yo, nunca estaba indignado, sólo se irritaba–. Había tenido problemas para encontrar un hotel que admitieran perros y no se quería separar del inquieto Mojito, un animal que había hecho suyo en Cuba, y que los hoteles de Barcelona no admitían. Al final encontró uno en Via Laietana y pasamos un almuerzo y una tarde memorable con su esposa, incluido paseo con el vivaz Mojito.

La última noticia que tuve de él, hace unos meses, fue un mensaje en mi contestador felicitándome por El cura y los mandarines y conminándome a llamarle cuando pasara por Madrid. La desgraciada casualidad es que la Nochebuena de su muerte yo estaba en Madrid y la verdad es que me hubiera gustado mucho más hablar de la última película de Steven Spielberg, El puente de los espías, que de mi Cura y los mandarines. En el fondo una y otra se referían a lo mismo, a nosotros, a esa generación española nacida en los cuarenta, que sufrió sin enterarse una guerra sin batallas, la llamada guerra fría.

Esa hubiera sido una perfecta introducción para El puente de los espías, el filme de Spielberg. Por su contenido y el modo de no explicar lo que se esconde parece una película para españoles en el escenario de los dos Berlines. Fuera de la trama, impecablemente descrita, no nos enteramos de nada. Es decir, sabemos que pillan a un tipo que está pintando en un parque de Nueva York, y que resulta ser un espía soviético. Inmediatamente después se prepara un vuelo fotográfico sobre la antigua Unión Soviética de unos cohetes U-2 que superan los entonces míticos 24 kilómetros de altura. Lo conduce un militar tirando a recluta, adjunto a la CIA, Francis Gary Powers, de Kentucky. Sale de una base norteamericana en Pakistán y le derriban. Era el Primero de Mayo de 1960. El mundo entero, salvo España, se quedó pasmado ante la osadía.

De todo esto ni una palabra en la hojita explicativa del filme. La historia se reduce a un hábil y temerario abogado de seguros que después de hacerse cargo del espía ruso, por órdenes superiores de EE.UU., ahora le toca bregar en el intercambio entre el piloto del U-2, detenido en la URSS y que no ha logrado hacerse desaparecer. No sólo no aprieta el botón que hará migas el aparato, sino que tampoco se suicida conforme a las órdenes recibidas. Para más inri al espía soviético de Nueva York le caen treinta años de pena y al piloto atacante de los rusos se lo dejan en diez. No sé si lo más interesante del brillante filme de Spielberg es lo que no se cuenta y no lo que aparece. Los productores norteamericanos han encontrado una buena historia a partir de un abogado de seguros honrado y patriota, cosa insólita en el gremio, y el resto les importa una higa.

La realidad fue muy otra y si quieren desternillarse de risa echen mano de las hemerotecas españolas, porque sin participar más que como chaperos en estas historias de la guerra fría, somos los más belicosos y arrogantes. La verdad es que Francis Gary Powers, el piloto del U-2 norteamericano, sin pretenderlo, descubrió que en 1960 los soviéticos estaban más avanzados que ellos en algunos campos de la sofisticada industria militar, y que al no tocar el botón de destrucción ni haberse suicidado, como eran las instrucciones, suministró al enemigo un material de primer orden, que había que impedir que narrara el protagonista al precio que fuera.

Aquí reaparece el pintor amateur de Nueva York, preso por espionaje, supuestamente llamado Rudolf Abel, que llevaba operando en Estados Unidos desde el año 1947, y al que habían pillado por la traición de su ayudante, comprado a precio de oro. Ni se llamaba Rudolf ni se apellidaba Abel. Era un viejo comunista nacido en Gran Bretaña de familia alemana, Viliam Fisher, del que los servicios de espionaje más caros e incompetentes de la historia moderna, la CIA, no sabían que cuando un profesional soviético quería demostrar que había sido detenido pero no se había entregado al enemigo, decía su nombre “en clave antigua”, Rudolf Abel, nombre de un viejo bolchevique de los tiempos de Rosa Luxemburgo, alemán de lengua familiar y políglota en todo lo demás.

En otras palabras, que la historia que no cuenta El puente de los espías es bastante más interesante que la del abogado de seguros que interpreta magistralmente Tom Hanks. Podría seguir con el paralelo entre espías, pero me llevaría demasiado lejos. Unos creían y otros cobraban, digamos de manera harto simplificada.

Toda la historia de la guerra fría, esa guerra que los españoles sufrimos y que ni siquiera olimos salvo como perros domésticos, aún está por escribir. De no ser así sería imposible que el levantamiento húngaro de 1956 ocupe espacios interminables en la memoria y en los libros para explicar la congénita maldad soviética –lo que por lo demás me parece justo y necesario–. Sin embargo, la invasión de Guatemala por Estados Unidos en 1954, que supuso el derrocamiento de Jacobo Árbenz, presidente electo y estrictamente democrático, y la secuela de matanzas que superan en muchos miles a lo que ocurrió en Hungría, no ocupa ni siquiera una línea de nuestros libros de historia.

Lo que supuso Hungría para la conciencia de la izquierda en Europa lo significó la Guatemala de Árbenz para la latinoamericana. El futuro Che Guevara, que lo vivió en directo, cambió toda su concepción política tras las atrocidades de Guatemala y las operaciones de Estados Unidos contra la libertad de un país que había escogido las urnas.

¿Sabían ustedes que Guatemala tenía una población que casi doblaba Hungría y que fue exterminada? Vayan a ver El puente de los espías y no se olviden de Guatemala, ni de Ignacio Rupérez, porque los dioses son esquivos y no los tendrán en su gloria. Pero nosotros, sí.

Gregorio Morán

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