Hijos del alfabeto

En el caótico comienzo de las sociedades hubiera sido sensato organizar los linajes por apellidos femeninos (el padre auténtico podía ser un usurpador que una noche de suerte entró por la ventana), pero las genealogías no se crearon para garantizar exactitud biológica.

La dominación masculina se apropió de los apellidos. La mujer daba a luz y el varón ponía su marca registrada. Para cambiar esta situación discriminatoria, el Consejo de Ministros ha propuesto la siguiente solución: en caso de que los padres no se pongan de acuerdo, el primer apellido se decidirá por orden alfabético. Conviene reflexionar en plan lúdico sobre los cambios de comportamiento que puede traer esta razonable medida.

La sed de inmortalidad ha llevado a la reiteración. Para mostrar que el hijo es una copia, se volvió costumbre repetir el nombre de pila: Rodrigo Rodríguez Jr. es el más allá del perdurable Rodrigo Rodríguez.

A veces esto no depende de un particular deseo de permanencia sino de una arraigada tradición. ¿Si tu bisabuelo, tu abuelo y tu padre se llamaban Valentín, serás capaz de ponerle a tu hijo Edgar? En este caso un nombre inédito sugiere un rechazo de todos los parientes anteriores. Las tías mirarán a Edgar como un descastado.

Los nombres son cuestión de gustos. Yo prefiero las combinaciones simples. Nada mejor que llamarse Juan Olmo o Antonio Puerta. Pero sé que estoy en minoría: la alcurnia, la notoriedad e incluso la eufonía de un apellido suelen depender de su rareza. «Me gustaría ser argentina para tener un apellido fantástico», me dijo una amiga. En Buenos Aires ella se podría llamar Silvina Marinetti-Jung, lo cual prácticamente garantiza una postura estética y un marco teórico.

La idea del linaje se funda en un doble gesto: repetir en el tiempo y singularizar en el espacio. Se prefiere un origen rastreable, que venga de muy lejos, pero en el discriminatorio presente se exige exclusividad: «No todos somos iguales».

Distinguirse con un nombre no deja de ser una superstición. En este mundo de virus democráticos la nobleza sanguínea ya solo existe en los cruces de purasangres.

¿Tiene caso asociar el devenir con la nomenclatura? El nombre más común de México es José Hernández. Nadie puede pensar que sea un problema llamarse así.

¿Qué sucederá en una España donde los apellidos puedan depender del alfabeto? ¿La abundancia de apellidos comenzados en A hará que la Zeta se vuelva chic?

El orden alfabético forja psicologías. Mi amigo Pedro Aguirre es una persona de reacciones rápidas. Su pupitre era el primero del salón; ahí iniciaba la ronda de preguntas. Desde entonces, Pedro reacciona con tal celeridad que parece que sabe lo que hace.

En cambio, los de las letras postreras esperábamos que la chicharra sonara antes de que nuestra sabiduría fuera puesta a prueba. Desde entonces tenemos un rezago existencial. De nosotros se podía decir cualquier cosa, pero no que fuéramos urgentes. Mi vecino de pupitre, Felipe Yáñez, trabaja en una funeraria.

El alfabeto impone rating. Al consultar una lista de médicos, te detienes con esmero en el Dr. Bulnes o la Dra. Cano. Cuando llegas al Dr. Zubeldía ya estás harto.

Los editores organizan el cosmos de acuerdo al abecedario. No es casual que Jorge Herralde, director de Anagrama, haya escrito sus memorias al modo de un catálogo, bajo el título de Por orden alfabético. Este sistema de referencia rige la cultura de la letra. Cuando abres una guía para buscar editoriales, las primeras que saltan a la vista son las que comienzan con A. Con razón hay tantas: Acantilado, Aguilar, Anagrama, Alfaguara, Almadía, Alianza, Ariel, Anaya, Asteroide…

En caso de aprobarse, la nueva ley incrementará el valor social de las iniciales. ¿Llegará el momento en que alguien se ufane de salir con una impetuosa chica A, capaz de encabezar todas las listas? ¿La remota Erre se revestirá de exotismo? ¿Habrá reproches de este tipo: «Te dimos un apellido B y te comportas como un Eme?» ¿Qué pasará si los padres escogen el apellido del padre para el primogénito y se separan cuando la madre está embarazada? ¿El siguiente hijo recibirá otro apellido? ¿Habrá medios hermanos de alfabeto?

Un registro civil basado en el abecedario mitigaría la misoginia, pero no acabaría con el humano afán de hacer distinciones. Apellidos raros se harían presentes, otros se replegarían. «¿Qué hay en un nombre?». La pregunta de Shakespeare adquiere renovado interés.

De manera un tanto abstracta sabemos que somos escritura del ADN. Podemos entender que los cromosomas y las mitocondrias existen, pero no es fácil tenerles afecto. En cambio, el ABC remite a un aprendizaje elemental. La nueva ley puede quitar hierro a los prejuicios de nomenclatura, diluir el determinismo del origen y realzar lo que somos en un sentido cultural: hijos del alfabeto.

Juan Villoro, escritor.

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