Hillary Clinton quiere volver a la Casa Blanca

Las campañas electorales para la Presidencia de Estados Unidos suelen comenzar unos 18 meses antes de la cita con las urnas. La que tendrá lugar el, todavía lejano, 4 de noviembre de 2008 ha empezado con dos años de antelación. Nunca una carrera presidencial en la Historia estadounidense ha sido tan larga: parece un maratón más que una carrera.

Nunca, por tanto, el camino hacia la Casa Blanca estará tan lleno de vericuetos. Los aspirantes deberán realizar verdaderos ejercicios de equilibrismo político, girando hacia el centro sin granjearse la enemiga de sus alas extremas, ya sea la izquierda demócrata o la derecha republicana. De momento, más de una docena de posibles candidatos toman puestos en la parrilla de salida. Por ahora -lo que no ocurría desde que en 1952 se enfrentaron Eisenhower y Stevenson- no hay ninguno que haya sido presidente o vicepresidente.

Entre todos ellos, la senadora por Nueva York, Hillary Clinton, parece la mejor situada en la pole position demócrata. Todos la miran de reojo y calculan sus verdaderas posibilidades. Los jefes de campaña ponderan la táctica a seguir contra ella. Saben que el hecho de que, en 1992, el infierno se desatara sobre Bill Clinton, no impidió que ganara en las urnas, y los escándalos tampoco evitaron que fuera reelegido. Contra Hillary, se mantienen cautos de momento: no quieren convertirla en una víctima, pero tampoco pueden enterrar en un hoyo el pasado que protagonizó junto a su marido. De todos modos, son conscientes de las fortalezas y los puntos débiles de la primera mujer que aspira a la Presidencia del país. Veamos algunos.

Como ha recordado Jonathan Alter, «durante 220 años, los estadounidenses sólo han elegido como presidentes a varones blancos cristianos». De ahí las dificultades para llegar a la Casa Blanca del senador afroamericano Barak Obama y de la senadora Clinton. Hasta ahora, la mujer más cercana al Despacho Oval ha sido la actriz Geena Davis, como comandante en jefe en una mediocre serie de televisión. En el mundo real, la candidatura de Hillary Clinton es una novedad histórica, si dejamos al margen la candidatura simbólica de la comunista Angela Davis y el frustrado intento de Geraldine Ferraro como aspirante a la Vicepresidencia. Las dificultades se evidenciaron ya cuando, recién elegido presidente Bill Clinton, Hillary declaró que no iba a tener «un papel segundón» como primera dama. Y añadió que no estaba dispuesta a quedarse en casa «haciendo galletas y sirviendo tés». Millones de amas de casa en zonas rurales se sintieron ofendidas por lo que creyeron era un desprecio para su trabajo en el hogar.

Su reto es cómo agradar a la mujer que compatibiliza su trabajo dentro de casa con el externo, sin ahuyentar el voto de las mujeres que hacen del hogar su trabajo profesional. Es decir, fundir en una sola imagen la cara amable de Bárbara Bush y la dinámica de Eleanor Roosevelt. No es fácil, pues una reciente encuesta Gallup muestra a un electorado femenino casi dividido por la mitad en su apoyo a Hillary en la carrera hacia la Casa Blanca. El masculino aún muestra mayores reticencias. Esto tal vez explique el inusitado número de candidatos que desean hacerle frente en las primarias demócratas.

A ese dato hay que añadir la visceralidad de las reacciones que provoca. Su figura es fuente de divisiones. En su marcha hacia el 1600 de Pennsylvania Avenue, el número de electores que la detestan es casi tan grande como el de los que la admiran. Para la derecha es demasiado liberal; para los duros de la izquierda, demasiado débil. Aducen que la han visto votar junto a Bush a favor de la intervención de Irak, que ha moderado sus posiciones pro choice en su postura frente al aborto y que se le nota demasiado su metamorfosis centrista. Algunos la acusan de ser una «burbuja que no ha topado aún con un buen alfiler»; un enigma que evita los conflictos. Un personaje «polarizador y polarizante» que, como se ha dicho, transmite encontradas sensaciones de ambivalencia, que crean la paradoja del desequilibrio entre su propia fuerza y su propia debilidad.

La senadora por Nueva York despierta reacciones negativas que hunden sus raíces en la desastrosa gestión para reformar el sistema de asistencia sanitaria que le encomendó la Administración de su esposo, o en el conjunto de escándalos que ensombrecen su perfil político, desde el caso Whitewater -que la puso, junto a su marido, en el centro de un oscuro asunto de corrupción-, hasta el Travelgate, por el que fue salpicada con la acusación de nepotismo, en un sonado desmantelamiento de la agencia de viajes de la Casa Blanca. Todavía la sombra del suicidio de Vince Foster -un abogado de la Casa Blanca- y las circunstancias personales que lo rodearon aflorarán en la campaña.

La senadora debe demostrar que quien aspira a la Presidencia es ella y no el matrimonio que forma con Bill Clinton. Hillary deberá tomar distancia de la estela de éste. Dejar de ser vista, en palabras de Neil Hamilton, como la «amante en jefe del excedente de libido del ex presidente». «Con Bill Clinton, siempre está lo bueno y lo malo», ha dicho Stephen Hess. «Si se es Bill Clinton, ¿cómo se actúa sin asfixiar a Hillary Clinton?». He aquí otro de sus desafíos: ser ella misma, aunque no tanto como para no aprovecharse de los aspectos positivos de la Presidencia del ex gobernador de Arkansas. No olvidemos que Hillary es una senadora con seis años de ejercicio sin especiales triunfos. Parte de su patrimonio -que no debe malbaratar- son sus ocho años al lado de Bill Clinton en la Casa Blanca, que, por lo demás, es una máquina de recaudar fondos y un asesor de lujo.

En su larga marcha hacia el centro, tiene que desmarcarse de la acusación de Pasionaria americana que comienza a cernirse sobre ella. Algo similar le pasa a Ségolène Royal en Francia, que suavemente intenta quitarse de encima el apodo de la «Zapatera». Sabe que encontrar el camino del centro político le es vital para ganar la Presidencia. Los ejemplos de Hubert Humphrey, Michael Dukakis o George McGovern -víctimas de carretera en la marcha por la izquierda de la autopista que lleva a la Casa Blanca- son algunos de los puntos de referencia que debe evitar como la peste. Desde luego, la adopción de posiciones centristas la dejarán vulnerable frente a los radicales de su partido, que ya comienzan a hacerle guiños a Al Gore. Pero eso es preferible a derrapar hacia la cuneta.

Nada, pues, de estridencias que ahuyenten el voto moderado o el independiente. Los analistas políticos coinciden en que hablará mucho de Seguridad y Defensa, de una retirada escalonada en Irak (acaba de decirlo en Iowa), y que no estropeará sus posibilidades de victoria defendiendo la abolición de la pena de muerte o el matrimonio entre homosexuales. Como observa Vittorio Zucconi, el problema de Hillary es saber recomponer las tensiones entre los polos negativo y positivo que viven en ella, entre modernidad y tradicionalismo. En definitiva, los que han moldeado el espíritu americano.

Una campaña presidencial es «una trituradora de egos». Como decía Gary Hart, un candidato a presidente de Estados Unidos debe tener la entrega de un mártir, la determinación de un corredor de fondo y la firmeza de un líder guerrillero. ¿Encajan el carácter y las virtudes de Hillary en este esquema? Si estamos al dictamen de su marido, desde luego. Para él, Hillary es «una especie de maga de la política». Una mujer «brillante y calculadora» -demasiado para algunos-, según el National Law Journal, que la nominó entre las mejores abogadas del país. Uno de sus puntos fuertes es hablar en público. Ella misma cuenta que no era infrecuente que algunos políticos locales, después de sus intervenciones, medio en broma medio en serio dijeran: «Chicos, me parece que hemos elegido el Clinton equivocado».

Es una mujer valiente y con enorme capacidad de encaje, como se demostró en la generosa dignidad -para algunos excesiva- con que llevó las infidelidades de su marido y el triste affaire Lewinsky. Sin embargo, su carácter le traiciona con frecuencia. Joe Klein observa que «es una persona cálida, afable y divertida en privado», pero en público ofrece una imagen rara: parece sentir la necesidad de ser perfecta, cuando bastaría con mostrarse simplemente humana. Era, y sigue siendo, una conservadora en lo social y una progresista en lo económico. Pero suele presentar esas ideas con poca diplomacia. Su vehemencia metodista le condujo a la inflexibilidad en el planteamiento de la cobertura sanitaria, que supuso un sonado fracaso en la única iniciativa política que emprendió durante los dos mandatos de Bill Clinton.

En todo caso, aunque no lo tiene fácil, por fin el Despacho Oval de la Casa Blanca está al alcance de una mujer.

Rafael Navarro Valls, catedrático de la Universidad Complutense y autor del libro Del poder y de la gloria, sobre la Presidencia estadounidense.