Himmler en el Arqueológico

Una de las consecuencias de la modernización del Museo Arqueológico Nacional es su alejamiento de aquella rancia galería arqueológica que recorrió el Reichsführer Heinrich Himmler durante su memorable visita a España.

El caso es que el comisario nacional de Excavaciones, profesor Julio Martínez Santaolalla, había programado para el 22 de octubre de 1940 una visita del Reichsführer a la necrópolis visigótica de Castiltierra, en Segovia. ¿Por qué precisamente allá? Porque la ciencia arqueológica española, discípula sumisa de la alemana, se esforzaba en exaltar el parentesco visigodo de los españoles.

Martínez Santaolalla era un devoto colaborador del Ahnenerbe (Sociedad para la Investigación de la Herencia Ancestral Alemana), un instituto de e studios raciales fundado por Himmler para demostrar las raíces arias de toda cultura estimable, lo que eventualmente justificaría la reivindicación por el Reich Alemán de los territorios que algún día fueran colonizados por sus ancestros arios.

Aquel día, en Castiltierra, un equipo de arqueólogos españoles se esforzaba en descubrir, a toda prisa, un par de docenas de tumbas excavadas en campañas anteriores. Para esta labor habían reclutado en Riaza y otros pueblos del contorno a un nutrida cuadrilla de productores (o sea, obreros) tras un casting en el que se escogió preferentemente a los rubios para que acreditaran, con su sola presencia, la ascendencia germana de los españoles.

Santaolalla y otros falangistas filonazis estaban empeñados en demostrar la arianidad de la raza española. Por más que los contradijeran la estatura, el pelaje y el tono dominante de nuestra piel, estos estudiosos, influidos por la pseudociencia alemana, profesaban que los habitantes de la Península descendemos de los celtas venidos del norte y de los antiguos germanos, rubios como la cerveza, que invadieron la Península a la caída del imperio romano.

Incluso intelectuales de cierto relieve, con Antonio Tovar a la cabeza, publicaban por aquellas fechas sesudos estudios en apoyo de la tesis de la germanización de la raza española. José Luis Arrese encomiaría, desde la jefatura del Movimiento, «la camaradería entre falangistas y nacionalsocialistas en el terreno científico y, de manera especial, en el estudio de nuestros comunes problemas culturales y raciales».

En aquellos días decisivos en que Hitler y el Caudillo se entrevistaban en Hendaya, el único elemento verdaderamente independiente resultó ser la climatología que, ajena a conveniencias políticas, se obstinó en seguir su propio arbitrio. Por eso el día 22 amaneció cerrado en aguas para consternación de Santaolalla y sus barandas de camisa azul. Comprendiendo que en esas condiciones hubiera sido suicida meter a Himmler y a su séquito, acostumbrados a las autopistas alemanas, por las embarradas carreteras de macadam que conducían a Castiltierra (más bien, dadas las circunstancias, Castilbarro), suspendieron la expedición.

El plan alternativo era una visita a los museos madrileños. En El Prado captó la atención profesional de Himmler, en su faceta de jefe de la Gestapo, el óleo de Goya «Los fusilamientos de la Moncloa». En el Museo Arqueológico el solícito Santaolalla orientó al Reichsführer sobre las piezas que demostraban la arianidad de la raza española representada para este menester por una réplica de la Dama de Elche. No hay, en efecto, rasgo semita alguno en la altiva dama (eso queda para la Dama de Baza, con su nariz aguileña y su caracolillo a lo Estrellita Castro… pero la bastetana todavía no se había descubierto, afortunadamente).

Por las mismas fechas, más o menos, una misión cultural de la Ahnenerbe recorría Sierra Morena en busca de descendientes de los colonos alemanes y suizos que repoblaron aquella región cuando Carlos III fundó sus Nuevas Poblaciones en 1769.

Por los cortijos y villas de la sierra circuló la noticia de que unos alemanes algo extravagantes te pagaban el jornal por dejarte fotografiar y medir la cabeza. Tan solo exigían a los candidatos un certificado de nacimiento, expedido por la parroquia, en el que constara un apellido alemán.

Los de la Ahnenerbe notaron encantados la inusitada cantidad de mellizos y hasta trillizos que se producían entre los descendientes de la remota colonia aria. Tarde descubrieron que los sacristanes estaban falsificando partidas de bautismo que el mismo sujeto presentaba en días sucesivos haciéndose pasar por hermano del anterior.

La pugna secreta entre la picaresca nacional y la ambición criminal nazi se manifestó también a otros niveles, siempre con clara victoria del equipo local.

En la Embajada alemana, sita en el paseo de la Castellana, el Reichsführer Himmler organizó una recepción a la que invitó a los más ilustres generales de Franco. Mientras camareros de chaquetilla blanca ofrecían bandejas de canapés o escanciaban vino generoso a las damas y tinto de Rioja al osca balleros, Himmler, la copa en la mano, departía animadamente con los militares españoles, a los que presumía devotos germanófilos. El Reichsführer confiaba en que los generales influirían sobre Franco para que secundara los designios de Hitler. Que le aconsejaran entrar en la guerra mundial lo antes posible para asegurarle a España su participación en los beneficios de la victoria.

Ignoraba el Reichsführer que casi todos aquellos sonrientes generales que parecían ganados para la causa alemana estaban recibiendo generosos sobornos de Inglaterra para que desaconsejaran al Caudillo la implicación en la guerra alegando la falta de preparación de la tropa y el deplorable estado del material, desgastado por la reciente Guerra Civil.

Himmler vivió en España unos días pasados por agua. En su apretada agenda cupieron una visita a las heroicas ruinas del Alcázar de Toledo, una deposición de flores ante la tumba de José Antonio, fundador de la Falange, provisionalmente instalada en El Escorial, y una expedición a la abadía de Montserrat (inspiradora , según secreía en Alemania, del Montsalvat de Wagner). En el hotel Ritz de Barcelona le guindaron la cartera, pero su mayor contrariedad fue la climática. Las pertinaces lluvias no solo le arruinaron la visita a Castiltierra sino una programada montería en la que los anfitriones habían previsto que nuestro devoto matarife abatiera algún ciervo de muchas puntas y cuanto cochino jabalí de amedrentadoras cuchillas se le pusiera a tiro.

Juan Eslava Galán, escritor.

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