Hindenburg y el ‘lehendakari’ Aguirre

Münster es una ciudad alemana de unos 300.000 habitantes ubicada en la región de Westfalia, parte del Estado más grande del país que es Renania del Norte-Westfalia. Si no fuera por la Paz de Westfalia firmada en Münster en 1648 para poner fin a la Guerra de los Treinta Años, no sería muy conocida más allá de su entorno regional. Es una ciudad profundamente católica, tranquila, muy poco dada a generar noticias altisonantes: aparentemente, nunca pasa nada, hasta mediados de marzo de 2012. Entonces, el Ayuntamiento tomó la decisión de cambiar el nombre de la gran plaza frente al castillo —hoy parte de la universidad—, haciendo suya la recomendación de una comisión de historiadores. Esta comisión había estado trabajando durante dos años para analizar el nomenclátor de las calles de la ciudad para eliminar todas aquellas denominaciones heredadas o vinculadas al pasado nacionalsocialista. La plaza de llamaba Hindenburgplatz y pasó a ser Schlossplatz (plaza del Castillo). Como es sabido, Paul von Hindenburg había sido, junto con el general Erich Ludendorff, uno de los máximos responsables de la agresiva política militarista del Imperio durante la I Guerra Mundial. En la República de Weimar celebró su come-back político, siendo elegido en 1925, como monárquico convencido y nacionalista a ultranza, segundo presidente de la República, sucediendo a su antecesor socialdemócrata Friedrich Ebert. En esta función fue uno de los máximos responsables políticos de la conquista del poder por parte del nacionalsocialismo: el 30 de enero de 1930, Hindenburg nombró a Hitler nuevo canciller, facilitando en los meses posteriores las medidas que desembocaron en el establecimiento de la dictadura más sangrienta que Europa jamás ha conocido.

Había, pues, buenos argumentos para cambiar el nombre de la plaza delante del castillo de Münster. Sin embargo, y aprovechándose en parte del ambiente hostil a “los políticos” que reina no solo en Alemania, una iniciativa popular —muy presente en los medios y los espacios públicos— se opuso a la decisión “arbitraria” del Ayuntamiento, que habría sido tomada sin consultar a los ciudadanos. La iniciativa —liderada por un político democristiano (el alcalde del mismo partido de Angela Merkel apoya el cambio) y secundada por diferentes sectores, incluidos círculos de la extrema derecha— consiguió unas 17.000 firmas, las suficientes para obligar a paralizar el cambio de nombre, organizar una consulta popular y posponer la decisión definitiva hasta conocer el veredicto popular.

Cambio de escenario: el septiembre pasado, la candidata de EH Bildu en las elecciones al Parlamento vasco, Laura Mintegi, y todo su hipotético equipo de Gobierno se dejaron sacar una foto en el balcón del histórico hotel Carlton de Bilbao que había servido como sede del Gobierno vasco durante la guerra hasta la conquista por las tropas franquistas. La llamada izquierda abertzale siempre ha sido una gran maestra en la escenificación simbólica de sus mensajes políticos y la foto del Carlton, ¿para qué negarlo?, fue impactante y sorprendente, como lo fueron sus palabras que el diario Gara resumió con este titular: “EH Bildu se mira en el espejo del Gobierno del lehendakari Agirre”. Según Mintegi, en cuyo currículo figura una licenciatura en Historia, aquel Gobierno había sido un “modelo de unidad” que actuó en cada momento “en clave de país”. Era “el primer y único Gobierno vasco que ha sido soberano”. EH Bildu se propone seguir su trayectoria y buscar alianzas para solucionar lo que para ella son las dos grandes cuestiones del país: una “solución democrática para profundizar en el proceso de paz” y “recetas alternativas a la crisis económica”.

Tal y como se puede leer en nuestro Diccionario ilustrado de símbolos del nacionalismo vasco (Madrid, Tecnos, 2012), esta sorprendente reivindicación de Aguirre no es el primer caso de vampirización simbólica, a través de la cual la izquierda radical del nacionalismo vasco ha pretendido apropiarse de símbolos que, en un principio, provenían de otros campos políticos, sobre todo del espectro del nacionalismo peneuvista. Las reacciones ante este nuevo intento de aprovechar el poder de un elemento simbólico para lanzar un mensaje político, y de paso pescar en las aguas revueltas del caladero de votos peneuvistas, generaron las protestas del presidente del PNV y candidato a lehendakari Iñigo Urkullu, quien lo tildó de “insulto”, mientras el lehendakari Patxi López lo redujo a la categoría de un chiste de mal gusto.

Sin embargo, visto con cierta distancia, el problema del gesto y las palabras de Mintegi no radica en la reivindicación de la figura de Aguirre, su política y su Gobierno. Yo diría, al contrario: esta reivindicación incluso podría ser entendida como un loable paso más en el largo camino de la desmilitarización del discurso político de la izquierda abertzale y, por tanto, ¡bienvenidos, ya era hora! El verdadero problema es la absoluta falta de credibilidad de este mensaje por dos razones. En primer lugar, leyendo las palabras de la candidata, quien haría bien en refrescar un poco sus conocimientos en historia, se impone la impresión de un déja-vu: se sigue con la tan conocida tergiversación de la historia con fines políticos. Para empezar debemos recordar que el grupo político de Jagi Jagi, una escisión del PNV, que por su decidido independentismo (y antiautonomismo) podríamos considerar, salvando las distancias, un cierto antecesor de EH Bildu, fue el único opuesto a entrar en el Gabinete de Aguirre, a quien sometió a durísimas críticas por participar en una contienda bélica que, según los independentistas, no era otra cosa que un violento pleito entre españoles en el que los vascos no habían perdido nada. Y, segundo, el Gobierno de Aguirre no fue un “Gobierno soberano”. Nació en el marco de la Constitución de 1931 gracias a un pacto entre el PNV y el PSOE, personificado por el entendimiento entre los dos políticos vascos más importantes del siglo XX en el seno de la Comisión de Estatutos del Parlamento: José Antonio Aguirre (secretario) e Indalecio Prieto (presidente). Lo que sí es cierto es que, debido al texto tan escueto del Estatuto, y, sobre todo, a las circunstancias particulares impuestas por la guerra, el Gobierno de Aguirre pudo asumir muchas más funciones de las que estaban contempladas en la normativa.

Pero la foto del Carlton adolece de una notable falta de credibilidad sobre todo por una segunda cuestión: si las palabras de Mintegi y la política de la izquierda abertzale no vienen acompañadas por un análisis sin reflexiones tabúes de su propio pasado no perderán este tufo de manipulación que ahora necesariamente tienen para muchos. Lo que vale para Münster y para Alemania, también vale para Euskadi: el pasado no puede, no debe borrarse con el argumento de que es necesario construir el futuro. En una democracia sana, un nombre como el de Hindenburg no puede, no debe ser homenajeado en un espacio público. El mariscal y presidente alemán murió en 1934; no pudo enmendar su trayectoria política. La izquierda abertzale, en cambio, ha podido tomar la decisión de corregir su trayectoria política con el fin de convertirse en una fuerza política civil y democrática. Con el tiempo, podría llegar a reivindicar al lehendakari Aguirre sin que esto suene a insulto, chiste o manipulación para nadie. Para ello, empero, faltan una reflexión y una conclusión: que su política al dictado de un grupo armado que amenazaba y mataba por pensar diferente, su largo silencio o, incluso, sus aplausos para este grupo eran absolutamente incompatibles con la trayectoria del primer lehendakari vasco que, hasta su prematura muerte en 1960, se caracterizó por priorizar en todo momento la defensa de la democracia ante la realización de sus —legítimos— proyectos políticos, buscar la convivencia y el acuerdo entre diferentes y oponerse frontalmente a la represión y violencia fascistas, sea en su versión franquista o en la variante nacionalsocialista. Quizás no venga mal recordar esto en un momento en que Mintegi y la izquierda abertzale están pidiendo el voto para convertirse en la sucesora de Aguirre en el hasta hace poco tan denostado “Gobierno vascongado”.

Ludger Mees es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea).

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