Los economistas no saben predecir y Estados Unidos, en este momento, es la demostración. Ningún científico pensaba que una economía avanzada, como lo es la estadounidense, pudiera crecer cerca del 4% anual y llevar el desempleo por debajo del 4%, lo que en la práctica significa que nadie está involuntariamente desempleado. En teoría no era posible, pero esta es la situación actual. A pesar de no haberlo previsto, ¿podemos explicarlo? Sí, pero formulando hipótesis, nada más. Para empezar, Donald Trump tiene poco o nada que ver con ello. El crecimiento actual comenzó en la época de Barack Obama, su predecesor; la presidencia de Trump no ha supuesto ninguna ruptura. En general, no existe en Estados Unidos una relación clara entre los presidentes y la economía; el Gobierno federal tiene poco poder en esta área, y ni siquiera hay un ministro de Economía. La única autoridad influyente es la Reserva Federal, la cual, pese a establecer los tipos de interés, no puede desencadenar el crecimiento, pero al menos no lo perjudica y garantiza la estabilidad de la moneda. Además, es una regla absoluta que cualquier gobierno está mejor equipado para detener el desarrollo que para provocarlo. De todos modos, hay un punto a favor de Trump: su actitud general favorable a los empresarios, la rebaja de los impuestos que recaen sobre ellos, y su rechazo a las regulaciones medioambientales demasiado restrictivas animan a los inversores. Y también un punto en contra: su hostilidad hacia la inmigración está sofocando a determinados sectores, como la construcción, los servicios o la agricultura, que ahora carecen de mano de obra.
Pero es conveniente buscar las razones profundas del crecimiento más allá de la política inmediata. En primer lugar, Estados Unidos se presenta como una zona estable en un mundo atormentado. La inestabilidad política en Europa, el aumento del poder de los partidos anticapitalistas y las incertidumbres de la zona euro hacen que, en comparación, Estados Unidos parezca un Eldorado. China también es imprevisible, India sigue en pañales y Latinoamérica es peligrosa. En un momento en el que los inversores, el capital y las empresas se desplazan rápidamente, Estados Unidos sigue siendo un destino privilegiado, con normas jurídicas estables, una Constitución inmutable, un amplio mercado, una moneda irresistible y un paisaje político liberal. Las fanfarronadas de Donald Trump contra el libre comercio no han tenido hasta ahora consecuencias negativas y seguro que después de las elecciones parlamentarias del próximo noviembre, el presidente se dedicará a otra cosa.
Pero dejemos de lado el aspecto coyuntural de la política para considerar una explicación más determinante: la nueva revolución técnica que proporciona Internet. En la historia económica, los grandes avances siempre son el resultado de importantes rupturas científicas y técnicas. Recordemos la máquina de vapor, la electricidad, la energía nuclear, la vacunación masiva o la agricultura científica con los organismos genéticamente modificados. Y ahora, Internet.
Desde luego, esta invención data de hace 25 años, pero se requiere cierto tiempo antes de que cualquier innovación se refleje en la producción y el comportamiento. Dado que desde hacía 25 años no se observaba ningún salto en la productividad, se concluyó apresuradamente que Internet no cambiaría la economía. Error. En primer lugar, fue la industria la que, gracias a la web, pudo distribuir y globalizar fácilmente sus actividades; ahora son los servicios los que se vuelven más racionales. Internet es la máquina de vapor de nuestro tiempo, el duende que está detrás de la nueva economía.
¿Y Europa? La vieja Europa –España, Francia, Italia, Gran Bretaña– no avanza lo suficientemente rápido como para absorber a las nuevas generaciones, lo que se traduce en desempleo masivo y/o bajos salarios. Las causas son tan profundas que no sabemos cómo erradicarlas a corto plazo. Para empezar, el euro, que en un principio fue un latigazo vivificante para el continente, no logra estabilizarse ni inscribirse en la eternidad, como el dólar. La moneda única y el mercado único, que son a priori positivos, son menos problema en sí mismos que su discusión demagógica por parte de los partidos populistas de ambos extremos, partidos suicidas, pero en ascenso.
Más profundamente incluso que el euro, la incorporación del Estado de bienestar a las costumbres europeas aporta beneficios indiscutibles a los más frágiles, y eso es bueno, pero también ralentiza el crecimiento debido a su coste, a su mala gestión y a la elección que ofrece entre trabajar y no trabajar. Solo Alemania y Dinamarca han logrado, hasta cierto punto, reequilibrar la economía de mercado y el Estado de bienestar. Los demás países europeos están muy lejos de ello. Ninguna innovación técnica, ninguna declaración política y ninguna minirreforma podrán remediar este peligroso estado de languidez. Peligroso porque el crecimiento lento allana el camino a la demagogia y la xenofobia. La principal consecuencia de la aplicación, incluso parcial, de sus soluciones imaginarias ralentizaría aún más el crecimiento al reducir la inversión, la creación de empresas, el comercio y la mano de obra disponible. A la espera de un discurso político sincero, verdadero y valiente, el siglo seguirá siendo estadounidense. Lo que de todas maneras es preferible a que se convierta en chino.
Guy Sorman.