Hiperpresidente Sarkozy

El presidente de la República que tomó posesión al galope, Nicolas Sarkozy, ha multiplicado las empresas y ha creado tantas expectativas, a veces en medio de fuertes controversias, que no se sabe muy bien si es el estadista hiperactivo que supuestamente necesita Francia para exorcizar sus demonios, engrasando la maquinaria productiva, o el político ambicioso, temperamental y un poco extravagante que parece tener el don de la ubicuidad. Un omnipotente compulsivo, el jefe, como le vitupera Régis Debray, corre el riesgo de sembrar la confusión entre sus seguidores luego de haber irritado a los adversarios, a los que pretende soliviantar o seducir con el señuelo de la prebenda.

Sarkozy está persuadido de que los franceses le han otorgado un mandato imperativo para el cambio, tarea a la que se entrega con una entusiasmo encomiable que dinamita algunas tradiciones arraigadas de la pompa y circunstancia del Elíseo o expande el evangelio del esfuerzo, el trabajo y la autoridad. El aspecto más positivo de su trepidante desempeño es el prurito de cumplir aceleradamente el programa electoral, ya se trate de la histórica rebaja impositiva, de la movilidad del paquidermo universitario o de la reforma de la Justicia encomendada a una valerosa mujer de origen magrebí que concita el arqueo de cejas de una magistratura presuntuosa.

Las dificultades se perfilan en el horizonte cuando el ministro de Trabajo demora hasta final de año las reformas que se reputan imposibles porque cercenan los privilegios e incluyen los servicios mínimos en caso de huelga, y la supresión de los regímenes especiales de jubilación. Esta pausa para la reflexión y la concertación --que no codecisión-- permite a los cronistas lucubrar sobre el destino de este remedo de Napoleón (el pequeño, el tercero), retratado a caballo por el semanario británico The Economist, al que los más cáusticos vaticinan otra Comuna en forma de revuelta de los privilegiados como la que dio al traste con el reformismo del primer ministro Alain Juppé en 1995.

Desde fuera de Francia, la farsa histórica del neogaullismo no puede encubrir algunas decepciones y engaños. Los anglosajones esperaban un apóstol del librecambio, capaz de sacudir el anquilosado mercado de trabajo, y tropiezan con un intervencionista descarado, un emulador del general De Gaulle, pero sin la grandeur, atrapado en la tela de araña de las subvenciones agrícolas o la quimera de los campeones nacionales en el sector energético. El general Sarkozy, tituló Le Monde un editorial en el que le concedía todos los beneficios de la duda y lo absolvía de la tentación autoritaria.

Su última propuesta sugiere un endurecimiento europeo de la política comercial hacia China. Los que auguraban una resurrección del espíritu de Margaret Thatcher, capaz de estimular la globalización, no ocultan su desencanto. Los eurócratas de Bruselas están decepcionados o desconcertados, pese al bello gesto de celebrar el día de la Bastilla bajo la bandera estrellada de Europa, al comprobar cómo Sarkozy arremete contra las instituciones comunitarias, se cree dueño del Fondo Monetario Internacional (FMI), se niega a equilibrar el presupuesto y frenar la expansión incontrolada del sector público, critica al Banco Central Europeo, firme guardián del euro, y reitera que la competitividad comunitaria debe ser entendida en beneficio de Francia. Todo un apolillado decálogo nacionalista.

Las instituciones son las más afectadas por esta encarnación de la soberanía nacional en un presidente que corre sin descanso, se instala en la informalidad e inspecciona todos los asuntos, incluidos los de la intendencia. Lo más chocante es la americanización frenética de la función presidencial, en el sendero azaroso del artista invitado de la sociedad del espectáculo, y la conversión del primer ministro, el reformista por antonomasia, François Fillon, en un mero subalterno, sin que existan en Francia los contrapesos parlamentarios, judiciales y de grupos de presión que moderan la actividad del titular de la Casa Blanca.

En contraste con Estados Unidos, la gran paradoja francesa es que solo el primer ministro responde ante la Asamblea al ejecutar el programa, de manera que el jefe del Estado resulta ser un irresponsable político aunque sea el inspirador del proyecto rechazado por los electores o los parlamentarios. De Gaulle dimitió, pero Mitterrand y Chirac aceptaron, tras la derrota, la cohabitación. Y como subraya Nicolas Baverez al estudiar la reforma institucional, "no existe una democracia de autoridad sin responsabilidad".

Gran escaparate de la apertura, la creación de un comité de reflexión, integrado por personalidades diversas y presidido por Édouard Balladur, para modernizar la República, se interpreta por el Partido Socialista como una maniobra de seducción que afecta a dos de sus prestigiosas figuras, Jack Lang y Olivier Duhamel. Fortalecido por las encuestas, que le atribuyen una aprobación de casi el 70%, el presidente prefiere impulsar la reforma institucional, de nuevo en el estilo gaullista, sin el consenso del PS. No obstante, el informe de los notables será relevante para Francia y otros países que pretenden mejorar el sistema democrático liberal, concebido como una poliarquía selectiva y meritocrática (Giovanni Sartori), y fortalecerlo ante los desafíos del siglo.

Mateo Madridejos, periodista e historiador.