La hispanidad es excéntrica. En muchos sentidos; casi todos, buenos. Es una rareza que España celebre su Fiesta Nacional el 12 de octubre. No es el día en que se fundó la Monarquía o el Estado moderno español, ni la fecha de la independencia frente al extranjero, o la emancipación nacional frente al despotismo. Es el aniversario del descubrimiento por un italiano de un continente hoy compuesto por naciones independientes de la nuestra.
Pero aquí me interesa la acepción geométrica de la excentricidad, que recoge la Academia: «Que está fuera del centro, o que tiene un centro diferente». Al margen de que se corresponda con lo festejado por otras naciones comparables a la nuestra o no, lo excéntrico de la fecha es precisamente que España no celebra algo que sucede en España. No se celebra a España, sino a algo más amplio, de perfiles inestables: la hispanidad. Con la que España tiene un papel histórico ambivalente (descubridora, conquistadora, evangelizadora, ilustradora, explotadora...) y sobre todo una relación actual conflictiva.
El desencuentro sobre si la acción española en América debe celebrarse o lamentarse podría ser domesticado políticamente si pudiéramos neutralizar su contenido, para así tener una verdadera fiesta de todos. Y, efectivamente, se ha intentado resignificar el 12 de octubre asociándolo a valores nuevos ampliamente compartidos. Pero, como escribió Maeztu, no somos kantianos. Lo que España celebra no son unos valores universales, sustantivamente indistinguibles de otras naciones, cuya concreción histórica espaciotemporal es una contingencia sin contenido. El 12 de octubre no es el día del patriotismo constitucional sin demos. Pero es que ni siquiera es el día de un demos constituido por un acto soberano popular. Se trata de un demos excéntrico. Que para más inri anda problematizando sus fronteras internas y su pasado más reciente.
La hispanidad resulta excéntrica en otro nuevo sentido, si se la pone en relación con la anglosfera, con la globalización a la americana. El documental de López Linares ha popularizado la idea de que la española fue la primera globalización. Pero lo importante -más allá de méritos de precedencia cronológica- es si esa realidad subsiste hoy, si está viva. Si el mundo tiene orografía o es meramente plano.
Nuestra visión del mundo globalizado, y de nuestra posición en él, está cambiando rápidamente, por causas que no son del caso. Hasta hace poco nos veíamos como parte de una cultura concéntrica. La patria chica se integraba en una nación política -concebida como una entre iguales europeos- que a su vez encajaba en el mundo como parte del mundo occidental, europeo, atlántico y fundamentalmente anglófono en lo cultural, protegido siempre bajo el paraguas americano. La centralidad de lo anglo era tan radical que nos resultaba más familiar el cine, la música o la literatura en ese idioma que la producida en español. Por supuesto ha habido momentos de reflujo. Y hoy vemos síntomas de pujanza en la industria cultural en español, a ambos lados del océano, que no solo se expresan en nuestra lengua, sino que transmiten un modo de vida específicamente no yankee sino hispano. Como observó el otro día Víctor Lenore, la comunicación digital ha liberado una energía creadora en el ámbito hispano que está redibujando el mapa de las diversas industrias culturales. La hispanidad -como algo distinto de la anglosfera- existe, más allá de la definición histórico-política que queramos darle.
Otra manifestación de excentricismo: España no está en el centro de la hispanidad. Aunque vayamos a celebrar el 12 de octubre en el centro de Madrid con el Rey y el ejército, en un mar de banderas rojigualdas, la comunidad cultural hispana tiene otros centros acaso más vibrantes. Esto me recuerda mi conversación con unos chicos mexicanos en la sierra de Guerrero, recelosos de unos voluntarios españoles que pensaban que eran misioneros gringos. Estaban asombrados de que pudiéramos hacernos entender tan eficazmente. Nos preguntaban: «¿Pero cómo hablan tan bien español? ¿Es que hablan español en España?». Su pregunta no reflejaba solo una ignorancia inculpable, sino también una cierta marginalidad de España en la comunidad hispanohablante.
Más aún, hay otros puntos donde el descubrimiento de América se celebra también. El caso que siempre nos causa confusión es el Columbus Day norteamericano. Sobre todo cuando vemos -como sucedió esta semana- al cardenal de Nueva York felicitar por el Columbus Day a la comunidad... italiana. Es posible que la llegada de Colón no descorche botellas en Ciudad de México, Buenos Aires o Miami. Pero ese desajuste político oficial no puede ocultar la corriente subterránea de simpatía, la comunidad moral vagamente religiosa, el territorio intelectual y estético de la lengua de Cervantes.
La referencia a los hispanos en los Estados Unidos sugiere otra excentricidad menos evidente: la hispanidad y la anglosfera no son compartimentos estancos. Comparten territorio, solapamientos que muchas veces son ocasión de mestizajes y fecundos desafíos. Hay más hispanohablantes en Estados Unidos que en España, pero eso no les hace menos norteamericanos. Esta realidad demográfica pujante lleva mucho tiempo teniendo consecuencias en las producciones americanas, y cada vez más en su política, hasta suponer tensiones creativas dentro de los grandes partidos. Hablando de creatividad: mi gusto no está perfectamente alineado con la música contemporánea, pero es indudable que el cruce de ritmos y formas españolas, latinas y norteamericanas está marcando el compás. Que las audiencias buscan algo que el pop-rock anglosajón ya no puede ofrecerle.
La excentricidad más problemática de nuestra fiesta nacional viene propiciada por la ausencia de un relato común que celebre la hispanidad como una causa noble. Es decir, sensatamente imperfecta, como diría Luri. El conflicto a propósito de la identidad hispana no se da solo en España, sino también en toda América.
La tilma mestiza de Guadalupe se conserva aún en la Villa de la Ciudad de México, como símbolo físico de la virtualidad del encuentro entre lo español y lo indígena, que conforma lo hispano. Sin duda se trata de un proceso ambiguo, donde hay abundantes luces, y que queda muy bien parado frente a las colonizaciones europeas en ese y otros continentes. Pero en el plano de las ideas y en los discursos políticos, el tejido de la hispanidad está desgarrado entre diversos extremos.
Por un lado, los románticos idealizadores de la conquista y evangelización de América, que la evocan para el identitarismo de nuevo cuño españolista, a veces tan poco sensible por lo hispano que dicen celebrar. Por otro, los sacerdotes de la cultura de la cancelación, a la búsqueda de víctimas y de culpables, idealizadores de exotismos antiilustrados y derribadores de los ídolos de la memoria compartida.
En este momento de tensiones polémicas, no parece que vaya a prosperar ningún intento de política de Estado que aproveche las ventajas del legado común para hacer palanca. Cuando uno se pone a pensar en lo que podría hacer España en ese terreno, tanto en el nivel político como cultural o económico, le entra a uno la melancolía.
Pero no hay que entristecerse en exceso. La hispanidad es una realidad palpitante, aunque se derriben esculturas de Fray Junípero Serra, se entonen ayes por los abusos de la evangelización, se polemice con el Rey de España desde tierras aztecas o se exacerben las virtudes de las culturas pre colombinas. La hispanidad revive cada vez que se conjugan los verbos españoles, especialmente aquellos que nos son más queridos: amar, perdonar, cantar, bailar, celebrar, compartir, comer, beber, acompañar, rezar, cuidar.
La hispanidad, de puro excéntrica, no va a constituirse en una magnitud política y económica como algunos desearían y quizá sería conveniente. Pero vale la pena celebrarla precisamente como fiesta nacional española. Es posible que pronto nos sorprenda parafraseando a Rosalía: «Yo soy muy mía, yo me transformo».
Ricardo Calleja Rovira es profesor de Ética en el IESE de la Universidad de Navarra.