Hispanofobia española

La simplificación del procés —o el proceso, en sentido kafkiano— a un conflicto entre Cataluña y España tanto subordina el escenario principal —la división de Cataluña misma— como subestima la operación de sabotaje de España a la propia España. La sugestión de una emergencia nacional tendría que haber privilegiado el deber patriótico respecto al ventajismo político, pero el Gobierno de Rajoy, muchas veces negligente en la gestión del caos, ha sido expuesto a un escarmiento de la deslealtad que aspira a la implosión de la sociedad en una crisis de identidad nacional.

El pretexto es el antimarianismo, la fobia al PP, la maldición de Génova, pero esta misma bandera exorcista ha introducido confusión y felonía. Confusión porque los detractores de España en su realidad contemporánea —los indepes, Pablo Iglesias, los otros nacionalismos— sobreponen el Estado y el presidente del Gobierno conscientes del desprestigio de Rajoy. Y felonía porque la operación de fondo no consiste tanto en provocar la caída de un Ejecutivo como renegar de la Constitución, del “frente monárquico”, de la bandera rancia y del “sistema”, cuyo pecado original digno de expiarse sería el linaje franquista y la derivada del régimen del 78.

Hispanofobia españolaNinguna manera más eficaz de probar semejante corrupción que la represión brutal de los tricornios, la coacción electoral del 1-O, el confinamiento de presos políticos —Jordi I y Jordi II— y el sesgo tiránico, “golpista”, con que se ha interpretado la aplicación severa del artículo 155.

La crónica frívola del victimismo indepe ha incorporado todas estas falacias como extremos inequívocos de la opresión y como síntomas de una supresión de derechos. El problema es la celeridad con que han asumido este mismo discurso incendiario otras formaciones del parlamento nacional. Y no Bildu o ERC en la connivencia oportunista del separatismo, sino el PNV desde el chantaje a los presupuestos generales y, sobre todo, Podemos, cuyo líder ha estimulado las conexiones en Bruselas para denunciar en la instancia de la Comisión Europea la violencia del Estado español. Exigía la formación morada, incluso, activar contra la credibilidad y estabilidad de su propio país el artículo 7 del Tratado de la UE. Habría España infringido el capítulo de “valores fundamentales”. Y se le debería escarmentar sustrayéndola del voto y de otras funciones capitales en el organismo supremo e intergubernamental del Consejo Europeo.

La iniciativa no ha prosperado más allá de su propio exotismo, pero es ilustrativa no sólo del insólito fervor comunitario que parece haber descubierto la euroescéptica Podemos, sino de la conspiración que España urde contra sí misma en un frente abierto e inesperado cuyas energías desestabilizan la concentración en la prioridad histórica de la crisis catalana.

Se diría que el españolismo se ha convertido en un folclorismo anacrónico. Y que cualquier escrúpulo hacia la Constitución o hacia la incolumidad del Estado se interpreta desde Podemos y sus satélites —Ada Colau, por ejemplo— como una trasnochada veneración sentimental. Ha prosperado no en Barcelona, sino en Madrid, un ajuste de cuentas que indistintamente denuncia el genocidio indígena, que maldice los Pactos de la Moncloa y que reconoce la adanista, pura, identidad de los pueblos, siempre y cuando esa identidad no consista precisamente en la española ni se revista de la bandera roja y gualda o incurra en una autoestima patriótica.

Reaparece así una antigua tradición autodestructiva que el historiador Stanley Payne describió desde la academia y la equidistancia. La peculiaridad de la leyenda negra de España —su ferocidad imperialista, su pulsión inquisitorial, su esclavismo, su oscurantismo intelectual— no consiste sólo en que la fomentaran las potencias rivales desde la propaganda y la hegemonía geopolítica, sino que le otorgase musculatura la propia intelectualidad y progresía nacionales. Fue necesario incluso crear un neologismo hiperbólico, el “excepcionalismo”, para definir la propensión a la vergüenza patriótica que ha adquirido impostura teatral estas semanas de camisetas y banderas blancas.

Ya lo escribía la historiadora Elvira Roca Barea: los intelectuales españoles han tenido que ser hispanófobos para alcanzar una posición de prestigio. Sucedió con la pérdida de Cuba y de Puerto Rico en el desmantelamiento del imperio colonial. Ocurrió en el primer brote del nacionalismo decimonónico. Los rivales de España estaban fuera y estaban dentro. Y más dentro que fuera están ahora, toda vez que la campaña de desprestigio que encabeza Pablo Iglesias desde el derecho de autodeterminación y la aquiescencia de una cierta izquierda mediática, aspira a desfigurar el modelo de convivencia, incluso a abjurar de un milagro político, la transición, que se estudia y observa en ultramar como una proeza de responsabilidad, audacia, cesión y consenso.

No termina de superarse el cainismo celtibérico. La riña a garrotazos de Goya representa un símbolo cultural y antropológico que exige periódica renovación de sudor y de sangre. Pero no estamos en la pugna de una España contra otra España, a la usanza del guerracivilismo ni de las antiguas implicaciones ideológicas, sino en una hispanofobia de matriz española cuyos exégetas instan a avergonzarse de la nación, balcanizarla y caricaturizarla como un parque temático donde están proscritos los sentimientos de pertenencia a un proyecto común.

Ser español no significa emocionarse con Manolo Escobar, por mucho que el difunto mito almeriense haya resucitado como una insólita expresión de la canción protesta. Significa reconocerse en un país que ha prosperado sin rencor, que ha superado la aberración del terrorismo etarra, que se ha adherido al proceso de construcción europeo, que ha progresado en la tolerancia y en la conquista de derechos sociales, que se ha descentralizado, que es solidario y generoso —la donación de transplantes, las manos blancas—, que ha extirpado de su naturaleza política la extrema derecha y cuya idiosincrasia plural, compleja caleidoscópica no consiste en la restricción ni en la exclusión, sino en una concepción de la identidad enriquecida a la que pretende devorar el oso cavernario apretando las fauces del populismo y el nacionalismo.

Rubén Amón

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