Histeria democrática

Algo tiene que ver con la histeria que las democracias actuales sean propensas a destruir memoria y celebrar el olvido. Parece probable que lo que llamamos distancia entre la clase política y el país real haya originado, además de insatisfacción y recelo, algunos de los picos de histeria que estamos presenciando. Quién sabe si esa distancia es irresoluble, o si es causa y a la vez consecuencia de una conmoción pasajera que puede irse aquietando en busca de su cauce. Aún así, las élites políticas siguen siendo necesarias como engranaje de la vida pública, siempre y cuando sean capaces de renovarse cuando resulta imprescindible o de mantenerse en su consistencia cada vez que sea conveniente para la sociedad cuando asoman crisis histéricas de ciudadanía.

Dejando aparte el componente oligárquico, en la historia política occidental han existido y existen partidos políticos capaces de sintonizar con su sociedad en los instantes más críticos, como es el caso del Partido Republicano en los Estados Unidos o el Partido Conservador en el Reino Unido. Recientemente la falta de sincronización entre la política y la sociedad ha llevado a ambos partidos, de tanta envergadura y experiencia histórica, a dar bandazos —sin liderazgo para frenar a Donald Trump en un caso o sin lucidez estratégica en el caso del Brexit— que repercuten más allá de sus intereses electorales y acaban afectando a normas colectivas de comportamiento público, a la larga con consecuencia económicas de gravedad. El auge y caída de los populismos —o su asimilación a las formas institucionales consolidadas por la experiencia— no es exactamente lo mismo, aunque tanto la llegada de Trump a la Casa Blanca como en el alud impremeditado del Brexit tienen un obvio componente populista. Al espectador le cuesta valorar si es más turbador que los republicanos norteamericanos o los conservadores británicos hayan entrado en un trance histérico o que Marine Le Pen o Beppe Grillo puedan determinar la gravitación institucional de Francia o Italia. Ahí lo imprevisible se entremezcla con sucesivos impactos emocionales que ganan terreno a la racionalidad, porque no acertamos al disimular que los instintos de una sociedad buscan legitimidades que la razón no reconoce.

De repente, la Unión Europea puede revelar ritmos circadianos que transcurren en la oscuridad, por lo que desembocamos en escenarios que parecen reclamar un todo o nada, una tabla rasa, formas radicales que despojan de legitimidad institucional lo que lleva décadas en proceso de tanteo y sedimentación. Toda histeria, por pasajera que sea, es regresiva. Favorece la demagogia, destruye la capa de ozono democrática. Se llega a esta situación —además de por factores como la recesión o el impacto inmigratorio— porque la finalidad del proceso de integración europeo no es ilusionar, sino funcionar lo mejor posible. Pensar que la remota trama institucional europea podía ilusionar a la ciudadanía como antídoto contra el desencanto de las naciones era una falacia. El objetivo fundamental no es generar entusiasmos —ni tampoco practicar el bizantinismo— sino demostrar capacidad de buen funcionamiento, seguridad, crecimiento, estabilidad, excelencia educativa, competitividad, en fin, aplicarse a las grandes sinergias que comenzaron con algo tan prosaico como la Comunidad del Carbón y del Acero. No es un momento para buscar ideólogos más europeístas que nunca sino un Tocqueville.

Con Putin marcando territorio autocrático y China a la espera de intervenir más en un nuevo orden mundial, las interacciones son vertiginosas. El vértigo no es un buen consejero. Por esta razón recurrir al atrezzo quejumbroso de una honda crisis de la democracia liberal es tan prematuro como histérico. Vivimos en sociedades abiertas, en Estados de bienestar, con calidades de vida que la humanidad nunca había conocido. El sistema estadounidense de controles y equilibrios quizás no acalle los tuits de Trump, pero por su propia naturaleza restringe el poder presidencial. Las relaciones entre aliados tienen elementos de simpatía pero sobre todo de transacción con validez normativa. Entre tantas hipótesis sobre la decadencia occidental, abundan más los errores que los aciertos. Buscar en los años treinta del siglo pasado la luz que aclare cuanto pasa es histeria en formato intelectual. Indudablemente, las sociedades actuales experimentan disoluciones, caos, desvinculación, pero los precedentes de superación de crisis y conflictos demuestran que la civilización responde a los problemas con sistemas evolutivos que afrontan los laberintos de su complejidad.

Valentí Puig es escritor.

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