Historia, ciencia y política

EL oficio del historiador nació a fines del siglo XIX a caballo de la llamada historiografía positivista. Los historiadores tenían entonces bien definido el objeto de la historia: los hechos y los personajes. El discurso era esencialmente narrativo y la función de la historia era aportar grandes lecciones ejemplarizantes o moralizantes a escala universal. El método era aplicar el rigor a la lectura de las fuentes documentales con un buen conocimiento de las llamadas ciencias auxiliares de la historia, empezando por la paleografía. La verdad estaba perfectamente localizable en el corazón del documento. Se podía acudir a ella sabiendo bien leer estos. La objetividad se daba por supuesta solo aplicando los recursos metodológicos establecidos canónicamente.

Historia, ciencia y políticaEn los años treinta emergió la ideología en el oficio del historiador. La función de este se tiñó del concepto de compromiso, con un discurso teórico salpicado de referencias marxistas. A nuestro país la ideología llegó más tarde, en el otoño del franquismo. En la universidad de los años sesenta nos educaron en esta cultura del compromiso ideológico a la hora de ejercer como historiadores. La inmensa mayoría de jóvenes historiadores del momento nos vinculamos a esta idea a través del filtro francés de la escuela de los Annales, con Marc Bloch como el gran referente moral. El oficio del historiador se llenó de responsabilidades nuevas. Ya no se trataba de pronosticar el futuro, sino de contribuir a cambiarlo en función de la conceptualización previa que la historia ya tenía diseñada. Se partía del supuesto de que la historia ya estaba escrita en función de unas leyes, que solo había que ratificar y reproducir.

La caída del muro en 1989 rompió los paradigmas preestablecidos y contribuyó decisivamente a deconstruir los modelos estructurales prefabricados, lo que significó entrar en la era de la inseguridad teórica y metodológica. La crisis de la historia pretendidamente científica puso en cuestión las expectativas de la verdad, que ha quedado recluida en un ángulo oscuro, sustituida por el vaporoso concepto de verosimilitud que abriría paso a las hipótesis contrafactuales de lo que pudo ser y no fue. La llamada posmodernidad lo ha invadido todo. La ciencia ha sido barrida por la trascendencia de la opinión subjetiva. Cualquier cosa -y en el pasado no digamos- es susceptible de interpretación subjetiva. La historia científica ha dejado un vacío inmenso que ha acabado siendo ocupado por los historiadores que ejercen su oficio desde los intereses del presentismo político, ya no desde la conciencia de compromiso trascendente sino desde el más puro ejercicio de sectarismo político.

En el marco del vacío de la ciencia, el término más seguro que se ha encontrado es el de la identidad, lo que ha abierto la puerta a la irrupción de los nacionalismos. Es curiosa la trayectoria de los historiadores de mi generación. De niños fuimos educados en el franquismo en el culto a los mitos más heroicos de nuestra historia, desde Viriato a los Reyes Católicos. Después, en la universidad de los años sesenta, en el marco de la lucha antifranquista del momento, y confundiendo nacionalismo español con franquismo, nos lanzamos a la caza y derribo de los mitos que creíamos había inventado Franco, dejando crecer en todo su esplendor los iconos de los nacionalismos periféricos como presuntamente progresistas. Hoy se han convertido estos en dogmas de fe, en historia oficial, convirtiendo las presuntas identidades históricas en depósitos de esencias supremacistas.

Está, asimismo, instalada en la universidad actual, una extraña mala conciencia académica y gremial que ha priorizado el triunfo del mercado consumidor sobre las reglas de juego técnicas del oficio de historiador. Aunque contamos con excelentes historiadores, con incuestionable capacidad para escribir bien, lo cierto es que la literatura, con el triunfo de la novela histórica, ha ganado por goleada al discurso de los historiadores. La realidad es que la historia se ha convertido en los últimos años en mercancía maleable, valor de uso en manos de tirios y troyanos para justificar apriorismos. Ahora todo es identidad. Identidad territorial, identidad de género, que ha devorado la vieja identidad de clase social. Identidad de raza o color. Identidad indigenista. El miedo a la globalización y a lo macro ha disparado la conciencia identitaria más ombliguista. La coyuntura política lo determina todo. La memoria corta nos condena a un cíclico relevo en los iconos históricos de la nomenclatura de las calles o los monumentos a ejemplarizar. Por otra parte, la politización de la historia acabará imponiendo la judicialización del pasado. Si la historia no es ciencia, se convierte en mercancía vendible al mejor postor.

La historia científica hoy está condenada a adjetivaciones tendenciosamente negativas como ‘revisionista’, ‘disidente’ o ‘minoritaria’, especialmente en ámbitos territoriales donde prima el control del poder político por el nacionalismo identitario. La historiadora canadiense Margaret MacMillan publicó el libro Juegos peligrosos. Usos y abusos de la historia. En él denunciaba la manipulación que se hace en la construcción del pasado, con justificaciones y legitimaciones inadmisibles que sustituyen la verdad por «leyendas urdidas para alimentar el narcisismo colectivo, para envejecer y ennoblecer un pasado que no tuvo nada de ejemplar ni de glorioso o que sencillamente no existió». En este contexto al que me estoy refiriendo, se convierte en fundamental reivindicar la ciencia a la hora de construir el pasado para limpiar de contaminación política los análisis de la historia. El dogmatismo del pensamiento único no se puede combatir con el relativismo del todo vale ni, por supuesto, el juicio político puede anteponerse al argumentario científico. Formar no significa deformar. La libertad de pensamiento no excluye la sujeción a las reglas de juego de la objetividad, más allá del pensamiento del historiador-relator. En conclusión, la objetividad científica en historia es tan justa y necesaria como posible.

Ricardo García Cárcel es historiador.

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