Historia contemporánea

La historia es «la maestra de la vida» según Cicerón, y precisamente por ello quien no aprende de sus errores está condenado a repetirlos. Pero es bastante más que eso. Es «el largo caminar del género humano hacia la libertad», según Hegel, o el «asalto al cielo», según Marx, y ambos tienen razón porque buscar la libertad, es decir, la plenitud, ha sido nuestra ambición particular y colectiva, aunque ni mucho menos siempre alcanzada. Asaltar el cielo, que se inició en la Torre de Babel, ha sido la obsesión de los más ambiciosos, de los descontentos con las imperfecciones de este mundo que están dispuestos a corregir la obra de Dios, creando el paraíso en la Tierra, que han fracasado una y otra vez, con la triste consecuencia de que, en vez del paraíso, crean los gulag y los campos de concentración. Lo que no les impide seguir intentándolo. Aparte de haber muchas, demasiadas posiblemente, historias. Sólo de la última guerra civil española hay cientos, puede incluso que miles. Todas ellas tienen su parte de verdad sobre lo ocurrido, y parte de mentira, porque la historia ha sido, sí, la maestra de la vida, pero también su esposa, su refugio, su prostituta.

Historia contemporáneaEl mejor análisis que conozco de ella es el ensayo de Sebastián Haffner 'Úber Geschistsschreibung' ('Sobre escribir historia') incluido en el tomo 'Zur Zeitgeschischte' ('Sobre la historia contemporánea') de la editorial Kindler. Arranca Haffner –puede que el mejor ensayista alemán del siglo XX– con uno de sus característicos desafíos, que habrá halagado y molestado a los historiadores: «Escribir historia es, en primer lugar, un arte que, como todo arte, se compone principalmente de omisiones. La mayoría de los historiadores ingleses y franceses lo saben instintivamente, de ahí que sean tan claros y eficaces. La mayoría de los historiadores alemanes y americanos no lo saben. Casi todas sus obras son mamotretos sobredocumentados e ilegibles, que no puedan sostenerse en la cama, que es donde la mayoría de la gente lee». O leía, diríamos hoy, ya que la cama se usa para dormir y otras funciones que no vienen al caso.

De ahí hace Haffner una pirueta para decir que «sin embargo, escribir historia es también una forma de ciencia». Solo una forma por no ser una ciencia verdadera, como la Filología, las Matemáticas, la Física o la Biología», por sus carencias, empezando por las fuentes, «que son principalmente mentiras intencionadas de políticos y cortesanos». Desde ese presupuesto, sentencia Haffner que «la historia política es, como la criminología, un eterno trabajo de Sísifo: aclarar actos cuyos autores tenían el mayor interés en evitar su aclaración. De ahí que todo intento de hacer ciencia histórica sea un imposible».

Y con estas directrices del maestro Haffner me pongo a analizar la historia contemporánea, que nos pega un susto cada día. Que no incluyese entre las fuentes históricas los periódicos, tanto alemanes como ingleses, en los que colaboró asiduamente, no indica desprecio, sino más bien recelo. Se ha llamado al periodo la «historia de ayer». Pero el relato histórico necesita un cierto tiempo, una distancia para evaluar los hechos recién ocurridos, de separar el grano de la paja, la verdad de la propaganda, algo que no tenemos los periodistas, de ahí los patinazos que nos pegamos. Comparen los titulares de la prensa diaria y verán evaluaciones distintas e incluso opuestas. Solo el instinto, creado por la experiencia, puede evitarnos el error y el ridículo. Conviene estar muy al tanto de los detalles, ya que las declaraciones oficiales solo sirven dándoles la vuelta. O ignorándolas.

¿Cuáles son los hechos más destacados últimamente? Sin duda alguna, el Covid, Ucrania, la inflación y el descontento general, que dominan los titulares. Pero hay uno al que no se le da mayor atención y, sin embargo, puede ser el más importante: la rebelión de las masas en los países totalitarios. Concretamente, en los comunistas y en los islamistas. Hubo en el pasado alzamientos populares en ellos, pero fueron aplastados con tal fiereza que no lograron cuajar entre el resto de la población. Pero ahora vemos casi a diario protestas en Pekín, Moscú, Teherán o Damasco, que la Policía de cada uno de esos lugares es incapaz de ahogar, y los gobiernos no saben qué hacer con ellas, pues la inmensa mayoría son de jóvenes, entre los que pueden encontrarse sus hijos. Tanto es así que incluso están haciendo gestos que antes nunca hicieron: concesiones a los insumisos. Sin por ello ceder en la represión, se nota la duda, el desconcierto en la clase dirigente, que por primera vez está a la defensiva.

Sigue habiendo detenciones, heridos e incluso muertos. Pero ni siquiera el todo poderoso Xi Jinping, que se permite el lujo de despedir a su antecesor ante el pleno del Comité Central del Partido Comunista, puede frenar el enojo de quienes no aguantan más sus medidas draconianas para ocultar el virus que allí se creó y sigue causando muertos; como Putin ha tenido que invitar a las madres a desayunar, café con bollería, que han perdido sus hijos en su guerra. Lo que no ha evitado que los jóvenes sigan manifestándose contra esa guerra y él no pueda evitarlo porque el mundo de internet es una aldea.

Más difícil incluso me parece la revuelta contra los ayatolás en Irán, porque el poder de estos no es sólo religioso, sino también político, una combinación imbatible en el mundo islámico hasta la fecha. Pero la muerte de una joven detenida por llevar mal el velo ha desencadenado tal furor entre aquella juventud, a la que se han unido bastantes mayores que han tenido que disolver esa Policía de costumbres que recuerda la Inquisición.

¿Está la historia dando uno de esos vuelcos copernicanos, como el que dio al pasar de la Edad Antigua a la Media, de la Media a la Moderna, y de la Moderna a la Contemporánea? Nadie lo sabe y habrá que esperar acontecimientos. Pero hay unos hechos tan incontrovertibles como poderosos: el primero, que si bien Occidente, y con él la democracia, atraviesa una crisis, está acostumbrado a ellas y ha salido adelante, incluso fortalecido; los regímenes totalitarios, tanto de izquierdas como teocráticos, sufren otra mayor porque sus cimientos se tambalean y no tienen recetas para ello. Y en segundo lugar porque la revolución digital ha hecho del mundo una aldea global, y si en la última aldea de Asia o África se celebran las victorias de sus equipos en el Mundial de fútbol, sus jóvenes quieren vivir como los occidentales, sobre todo ellas, estando dispuestos a perder la vida en su país para conseguirlo.

Me gustaría que Sebastián Haffner estuviera aquí para analizarlo.

José María Carrascal

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