La indignación por el cartel de la serie televisiva Patria –donde el cadáver bajo la lluvia de una víctima de ETA se yuxtaponía al cuerpo desnudo y vejado de un etarra– me recordó otra polémica: la que trajo un vídeo del Gobierno para celebrar el 40º aniversario de la Constitución en que dos veteranos de la Batalla del Ebro (Germán, que luchó en las filas franquistas, y José, que lo hizo en las republicanas) charlaban cordialmente a la vera de un río, símbolo de sus arduas y trabajosas vidas. La equiparación de combatientes de uno y otro bando no gustó al líder de Podemos y hoy vicepresidente, Pablo Iglesias: «Equiparar a los defensores de la democracia con los del fascismo no ayuda a la memoria histórica».
Las palabras de Iglesias señalan el malestar que en la actual izquierda de nuestro país causa el sonderweg español, el «camino especial» que España recorrió para recobrar la democracia, fuera del patrón general europeo. Si en Francia, Alemania o Italia el relato legitimador de las constituciones de posguerra fue el de una liberación (más o menos ficticia, pues se hizo con tanques americanos y ningún país liberado carecía de su propio fascismo) tal relato no estaba disponible para España: la guerra había sido atroz por ambos bandos y la dictadura demasiado longeva. La joven democracia no podría fundarse en un relato de liberación sino en uno de reconciliación. En las historias que contaríamos, en las imágenes de los libros de texto, no habría fascistas subidos al patíbulo, sino el abrazo de dos combatientes. Era el consejo de Azaña cuando la antorcha pasase a otras manos: «Paz, Piedad y Perdón».
La reconciliación no es peor relato que el de liberación. Era difícil. Funcionó: España admiró al mundo y se asombró a ella misma. Y es de justicia recordar que había sido el Partido Comunista (su manifiesto en 1956) el primero en proponer ese camino. Pero en algún momento, las nuevas generaciones de izquierda dejaron de sentirse a gusto con lo que una reconciliación comporta: la admisión de culpa compartida y la igualación en dignidad de las víctimas de ambos bandos. Retengamos el triste arqueo, ciñéndonos a la represión en retaguardia, y en estimaciones capaces de suscitar consenso: entre 120.000 y 130.000 muertos en el campo franquista durante guerra y posguerra; entre 50.000 y 60.000 en zona republicana en el trienio bélico. Cifras que quien no quiera equiparar debe al menos admitir comparables y que, como supieron muchos exiliados, dificultan presentar a la República como un bando libre de culpa y odio (sin necesidad de entrar a enjuiciar la calidad política del lustro republicano, permeado a izquierda y derecha de una funesta predisposición a la violencia). Por ello, muchos españoles no sintieron embarazo y sí orgullo en fundar la democracia en un acto de reconciliación. Se renunciaba no a la indagación sobre el pasado sino al ajuste de cuentas. No se quiso quitar la razón al histórico líder socialista Indalecio Prieto que, hablando como vencido, pudo decir: «Pocos españoles de la actual generación estarán libres de culpa por la infinita desdicha en que han sumido a su Patria. De los que hemos actuado en política, ninguno».
Si nos fijamos ahora en el otro hecho traumático de la reciente memoria española, el dolor infligido por el terrorismo etarra, topamos con una situación simétrica y opuesta. Los mismos partidos que no aceptan un reparto de culpas durante la Guerra Civil, desean repartirlas en el caso de Euskadi, donde sí procede hablar de «conflicto», «bandos» y de «superar todas las violencias»; en una balanza, la fuerza legal e ilegal que el Estado democrático ejerció reprimiendo los crímenes de ETA pesaría lo mismo que la violencia terrorista. Incluso quienes en su fuero interno dudan de esta nivelación se avienen a usar un lenguaje equiparador para facilitar la «convivencia» en «el tiempo nuevo».
Asistimos así, en España, a un raro y perturbador juego de espejos. Quienes practican la equidistancia en el País Vasco no lo hacen con la Guerra Civil: Euskadi es «compleja»; la Guerra, una historia de buenos y malos, demócratas y fascistas. Viceversa: cuantos se inclinan por ver la Guerra de España como una tragedia fratricida, un pecado colectivo cuyos protagonistas decidieron expiar en la Transición, en el drama vasco sí aprecian una nítida divisoria entre víctimas que merecen recuerdo perenne y villanos con los que no tener roce. Si unos creen que la derecha española no está limpia de franquismo y excluyen a Vox del juego político, otros piensan que ETA, aunque ya no mate, va camino de vencer moralmente en el País Vasco y que Bildu es lo peor de la política española. Unos se indignan con el cartel de Patria, otros por poner en pie de igualdad a veteranos de ambos bandos de la Guerra Civil. Los que no necesitan escoger un bando en un conflicto sienten que deben hacerlo en el otro. En un caso es tolerable «tener diferentes sentimientos sobre el pasado» (dice el presidente Zapatero al valorar el acercamiento entre PSOE y Bildu); en el otro, las diferencias no son legítimas y es necesario que una versión se imponga. Todos quieren pasar página, pero no del mismo libro: unos de la Guerra y la Dictadura (¡aún seguís hablando de Franco!); otros de la violencia y sus secuelas en el País Vasco (¡ya está bien de hablar de ETA!).
Hasta aquí me he limitado a describir un hecho de la conversación pública española, uno de los ásperrimos cortes que nos polarizan (¿quizá el principal y más hondo?). Querría ahora situarme ante estas dos tesituras, estas dos políticas de la memoria. Nacido en 1982, mantengo la creencia de que Guerra Civil y Dictadura son dramas históricos clausurados. No se me oculta que no pocos no podrán decir lo mismo hasta que la labor de exhumación de restos de familiares se complete. Pero no comprendo qué aberrante fascinación obliga a los españoles de 2020 a militar en unos de los bandos de 1936. Dicen los viejos que en este país hubo una guerra, se cantó en la Transición. ¿Somos nosotros los viejos de entonces? Suerte tenemos de no haber sido arrastrados por el azadón de la historia a las pestes de los años 30, ¿quién nos dio bula para juzgar a los ancestros de una mitad de españoles? ¿Quién es tan vanidoso como para saber de qué lado hubiera caído en la batalla del Ebro? Acuciado a escoger entre la cadena culposa de errores del quinquenio republicano y el delito del 18 de julio, me quedaría con el error. Por graves que fueran los problemas imperantes en el verano de 1936, nada justificaba un golpe llamado a desatar una guerra civil, mal supremo, negra sima, matriz de un sufrimiento inenarrable, al que no se quiso poner fin tras la victoria de 1939, cuando tantos españoles hubieron de pagar sus simpatías republicanas en una impía posguerra. Pero acto seguido pediría no presentar la Segunda República española como algo distinto de una experiencia fallida de convivencia, naufragada también por deméritos propios, que los historiadores deben poder estudiar sin apriorismos, en todo cuanto esa etapa crucial de la historia española tuvo de honroso y deshonroso, sin atenerse a leyendas negras ni blancas.
Ante el drama vasco, en cambio, mi instinto moral no me autoriza a repartir culpas. En el momento en que ETA decidió seguir matando en desprecio de amnistía y bajo una constitución pluralista, la banda y sus apoyos perdieron derecho a erigirse en parte agraviada. Según el cabal y ponderado Informe Foronda, el 92% de las víctimas mortales de terrorismo lo fueron a manos de ETA y grupos afines. Hablamos de 845 asesinatos (un tercio sin sentencia de autoría) y 2.533 heridos (709 con secuelas de invalidez), más de 80 secuestros, miles de extorsionados, decenas de miles de amenazados, y un alto número, aún sin cifra oficial, de exiliados. En el mismo periodo, entre 60 y 80 ciudadanos, según las fuentes, fueron asesinados por la extrema derecha o por grupos parapoliciales. Un número indefinido, difícil de estimar, pero no insignificante, sufrió abusos policiales y tortura. Tomadas de una en una, las víctimas no se distinguen: merecen todas reparación y recuerdo. Pero del cuadro general se deduce una verdad moral: la agresión fue, en su parte mayor, unilateral. La respuesta tampoco fue la misma: el Estado juzgó, condenó y se avergonzó de la guerra sucia; la izquierda abertzale homenajea hoy a los etarras con fiada jactancia («hay 250 presos y habrá 250 recibimientos», ha dicho Arnaldo Otegi).
Ni la República ni la Guerra ni la Dictadura me son ajenas: me esfuerzo en saber más sobre ellas: es una forma de honrar a los españoles de ayer. Pero de esos españoles heredé un país plenamente democrático: mi afán de saber no es de enmienda. Declino militar en un antifranquismo sobrevenido, sentimental y sin riesgo en el que mi generación no solo no tiene la obligación, sino tampoco el derecho, de participar. Si he de militar en algo será en el recuerdo de quienes, ante mis ojos y oídos, vieron su vida segada o rota por el terror etarra; si de he de tener héroes, serán quienes hicieron la resistencia civil al nacionalismo violento. ETA y su mundo es el mal primero que como español del 78 me convoca. Sin duda, la sociedad vasca también merece una reconciliación, pero esta no puede consistir en que los matones de ayer –un ayer que se toca con las yemas de los dedos– se pavoneen de sus crímenes y los asesinables de entonces pidan perdón por seguir existiendo. Que mi generación parezca dispuesta a olvidarse del mal que conoció y a ganar una guerra en la que no combatió me sume en el estupor y el desconsuelo. Qué memoria tan narcisista, qué olvido más cruel.
Juan Claudio de Ramón es diplomático y escritor. Su último libro es Diccionario de lugares comunes sobre Cataluña (Deusto).