Historia de un resentimiento

El lunes de la semana pasada un amigo común me transmitió un mensaje de su parte: «Dice Baltasar que por qué le persigue EL MUNDO… y que si podéis quedar a tomar un café». Mi respuesta fue clara: «Dile que niego la mayor… pero que no tengo inconveniente en hablar con él cuando quiera». El miércoles mi amigo volvió a verle y comprobó con asombro que Su Señoría ya no tenía interés alguno en llevar a término lo que él mismo había propuesto 48 horas antes. El viernes Su Señoría dirigió un inaudito escrito al Consejo General del Poder Judicial, presentándose como víctima de una campaña orquestada entre EL MUNDO, el PP y determinados estamentos judiciales. Así es Su Señoría: en el juzgado, como en la política y en la vida, él siempre tiene un plan B; puede hacer una cosa o su contraria, en función de su capricho, humor o conveniencia.

Garzón había entendido, pluma en ristre, que para su estrategia de echar los pies por delante le resultaba más útil exagerar la confrontación con nuestro periódico que buscar comprensión, desplegando ora sus dones persuasivos, ora sus dotes lastimeras. Y como todo lo que le sucede a él tiene que ser siempre lo más grande que le haya sucedido a nadie, escribió sin regateo alguno que está siendo «objeto de una persecución mediática sin precedentes por el periódico EL MUNDO». ¿Con qué motivo? «Por el solo hecho de haber cuestionado un informe pericial que sugería vinculaciones alucinadas de ETA con el atentado del 11 de marzo de 2004».

¡Ínclito Garzón! Basta invocar todas aquellas ocasiones en que muchos de sus actuales amigos denunciaban nuestra imaginaria connivencia para darse cuenta de hasta qué punto la coartada de la «persecución sin precedentes» ha quedado roída y raída por el uso. Pero su megalomanía lleva aparejada ya tal pérdida del sentido de la realidad que le hace reinventar sin pudor hechos públicos recientes. Así su extravagante imputación de un delito de falsedad a los tres peritos que denunciaban la manipulación de sus superiores, tras someterles a inquisitorial interrogatorio cuando ni siquiera era competente para entender del caso, se transforma en el «solo hecho» de «cuestionar» su «informe».

Como se recordará, la Sala de lo Penal de la Audiencia resolvió apartarle fulminantemente de ese sumario al constatar su abuso de jurisdicción y la juez natural, a la sazón Gema Gallego, levantó la imputación de los peritos y sentó en el banquillo, con el respaldo del tribunal superior, a los mandos de la Policía Científica que habían falsificado el informe. Ahora él convierte ese acto de reposición de los más elementales fundamentos del derecho nada menos que en motivo de recusación contra la juez Gallego, a la que no deja de insultar y denigrar. Y si bien es cierto que la conducta de esos mandos no mereció finalmente una sanción penal, no menos cierto es que en la sentencia absolutoria quedó acreditado que habían incurrido en graves «inveracidades» e «irregularidades administrativas», resultando «sorprendente» para el tribunal que hubieran recurrido a una práctica «tan inadecuada e incorrecta».

Si de esa manera quedaba corroborado, punto por punto, lo denunciado por EL MUNDO, ¿cómo es posible que Garzón haga emanar de ahí la inquina que nos atribuye? Pues mediante el acto de prestidigitación de introducir como nueva variable una sentencia de la jurisdicción civil -recurrida en casación- cuya única consecuencia, caso de ser firme, sería tener que publicar que utilizamos expresiones «innecesarias», lesivas para su honor. Todos sabemos que si Garzón hubiera atisbado un mínimo margen para actuar contra el periódico y ponernos en un brete, habría presentado una querella por injurias o calumnias.

Pues bien, y aquí es donde al leerlo no pude reprimir una abierta carcajada, son estos antecedentes los que, según Garzón, me llevan a «no dejar pasar ninguna oportunidad» para perseguirle «desde el resentimiento». ¿Cómo, cómo…? ¡Pero qué dice este hombre! Al margen de que entre mis múltiples defectos no figura ninguno de los que se manifiestan a través del retrovisor, personal y corporativamente no tengo sino motivos de gratitud por las múltiples tardes -o mejor dicho mañanas- de gloria que, en los 20 años de vida de EL MUNDO, nos ha proporcionado Garzón por activa y por pasiva. Es como si alguien alegara que el director del ¡Hola! está «resentido» con alguna de las divas de la prensa rosa.

Pero después de la carcajada ha venido la reflexión. ¿Por qué, para lanzarla contra mí, ha elegido Garzón precisamente esa palabra, esa tara moral, ese concepto que Unamuno llegó a identificar como «el más grave de los pecados capitales»? La reciente llamada de uno de sus nietos para recordarme el inminente cincuentenario de la muerte del doctor Marañón ha refrescado mi memoria y me ha remitido a una de sus más certeras interpretaciones de la Historia. Cojan la ocasión al vuelo y comprueben a través de su biografía de Tiberio -subtitulada Historia de un resentimiento- la exactitud con que acaba de manifestarse una vez más ese reflejo condicionado por el que el ser humano, y no digamos el narciso siempre pegado al espejo de la autoadulación, tiende a detectar sus propios defectos, pero atribuyéndoselos siempre a los demás.

«Si hay un hombre cuya vida sea ejemplo de alternativas y de cambios en la conciencia y en la conducta; ejemplo de personalidad construida, no con material uniforme, sino con fragmentos diversos y contradictorios, ese hombre es Tiberio», escribió el doctor Marañón casi 20 años antes de que naciera nuestro Príncipe de la Justicia. Por algo Tácito había presentado ya a su biografiado como un hombre «mezcla de bien y de mal» que practicó «costumbres distintas según las épocas». Y por algo Dión le había definido como un «príncipe de buenas y malas cualidades». ¿Cuántos Garzones hemos conocido ya sucesiva o incluso simultáneamente?

La psiquiatría define el resentimiento como «la evocación de un sentimiento de hostilidad contra una persona o grupo que consideramos que nos ha tratado mal». ¿En qué puedo yo considerarme maltratado por un señor que, insisto, deliberadamente o no, ha venido contribuyendo de manera pertinaz -«más madera que es la guerra»- a que se colmaran todas mis expectativas sobre el periodismo como modus y arts vivendi?

Claro, que tengo la ventaja de haber querido una sola cosa en la vida. Por el contrario, Garzón ha ido dejando rastro público de cuáles eran sus expectativas, cuándo y cómo quedaban defraudadas y a quién responsabilizaba de ello. Si resulta que a continuación sus decisiones en el ámbito jurisdiccional afectaban negativamente a esa «persona o grupo», saquen ustedes sus propias conclusiones sobre si le cuadra o no la definición de resentimiento.

«Felipe González me engañó y me utilizó como un ardid electoral… me ha tratado como a un muñeco», denunció Garzón en mayo de 1994, al marcharse dando un portazo, apenas un año después de haber saltado a la política en las listas del PSOE. Belloch había sido nombrado ministro del Interior y había elegido a Margarita Robles para la Secretaría de Estado: justo los dos cargos que él anhelaba. Una ley disparatada le permitió volver al juzgado y él -por utilizar la pauta que ahora me achaca- «no dejó pasar la oportunidad» de ajustar cuentas con el «señor X» a través del sumario sobre el secuestro de Marey. Si el magistrado Moner no hubiera repetido la instrucción del caso en el Supremo, es probable que todo el procedimiento sobre aquel delito horrible hubiera terminado anulándose por la superposición de su vendetta. Rodríguez Ibarra declaró durante la vista oral que Garzón le dijo: «Si Felipe no me hace ministro, se va a acordar toda su vida». En este caso me lo creo.

«Es típico del resentido», escribe Marañón, «que cuando adquiere un poder fuerte y artificioso haga un uso bárbaramente vindicativo de él». Que después de no haber tenido reparo en proceder contra Barrionuevo y Vera, ahora Garzón haya invocado como causa para requerir la abstención de Margarita Robles su «coincidencia» en aquel gobierno, sólo se explica si continuamos leyendo al fundador de la Agrupación al Servicio de la República: «A cada instante vemos escapar por entre los resquicios de su perfecta armadura oficial el vaho de su rencor, dando a su vida el aspecto equívoco que los contemporáneos interpretaban como hipocresía». Pero en el pecado ha tenido la penitencia, porque la respuesta de la siempre íntegra Margarita Robles ha sido de las de antología.

En el caso de Aznar y el PP, el esquema se reprodujo a partir de la negativa del entonces presidente a apoyar la campaña mediante la que el megajuez trató de autopromocionarse para el Nóbel de la Paz, y no digamos nada tras la decisión de los vocales conservadores del CGPJ de preferir a Gómez Bermúdez para la presidencia de la Sala de lo Penal de la Audiencia. Garzón no podía entender que tras los servicios que había prestado a Mayor Oreja en la lucha contra ETA -opuestos a los que una década después prestaría a Rubalcaba y Zapatero en la negociación con ETA- la derecha ni le ayudara a subir al pináculo de la gloria ni le promocionara en la jerarquía judicial.

De nuevo Garzón «no dejó pasar la oportunidad», con motivo de la guerra de Irak, para comparar a Aznar con el «humus pestilente de quienes carecen de sentimientos», para jalear los gritos de quienes le llamaban «asesino» y para maniobrar soñando con poder sentarle alguna vez en el banquillo. De su inquina hacia el PP quedó sobrada constancia en la forma en que instruyó el caso Gürtel, buscando hacerle el mayor daño posible con sus resoluciones. De ahí que de nuevo las medidas fruto de su obcecación -¡escuchas en las comunicaciones entre abogados y clientes!-, además de ponerle a dos pasos del banquillo, hagan peligrar el conjunto de la investigación contra la trama corrupta. Todo emana, según el biógrafo de Tiberio, «de una desarmonía entre su real capacidad de triunfar y la que él se supone».

¿Y el caso Liaño? ¿Cómo se inscribe en esta teoría la conducta infame de Garzón con alguien hacia quien, después de haber dado tantas veces la cara por él, sólo podía tener motivos de gratitud? El doctor Marañón también tiene una respuesta categórica: «Cuando se hace el bien a un resentido, el bienhechor queda inscrito en su lista negra de la incordialidad». Y añade incluso una frase tremenda atribuida a Robespierre: «Sentí desde muy temprano la penosa esclavitud del agradecimiento».

Cree, pues, el ladrón que todos son de su condición y quienes le conocemos de antiguo tenemos muy amortizado que, por acabar con las citas, «el resentido llega a experimentar la viciosa necesidad de los motivos que alimentan su pasión; una suerte de sed masoquista le hace buscarlos o inventarlos si no los encuentra».

Como ocurría hace 20 años con González, el problema de Garzón no estriba en lo que algunos pensemos o digamos de él, sino en las secuelas de sus propios actos. Y, en su caso, en la impresión que, como me decía no hace mucho un importante miembro del Gobierno, debe estar causando en la Sala Segunda del Supremo el hecho de que tres acciones penales, sólidamente fundadas en otras tantas conductas presuntamente delictivas de un magistrado, tengan el mismo protagonista. Porque, parafraseando a Espriu, aunque en ocasiones sea necesario y forzoso que un juez «muera» por la Justicia, nunca debe toda la Justicia «morir» por un solo juez.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.