Historia, democracia y «acción popular»

No hace mucho apareció en ABC la inquietante noticia de que el Tribunal Constitucional (TC) disponía de un borrador por el que quedaría prácticamente neutralizada la posibilidad de que siga hasta el final un proceso penal impulsado por la llamada «acción popular». Adelanto que la conversión de ese borrador en sentencia supondría, a mi entender, no ya una agresión gravísima a la Constitución a manos de su principal guardián institucional, sino un golpe de muerte a la democracia en España.

Para lectores no juristas, son necesarios algunos datos y consideraciones previas sobre dos sobresalientes particularidades de la Justicia penal española. La primera es que los directamente perjudicados por un delito pueden impulsar el correspondiente proceso y ser partes acusadoras. La segunda es que, conforme a una larga tradición histórica, también otras personas, aunque no sean ofendidos o perjudicados, pueden jugar el mismo papel, precisamente por el ejercicio de la denominada «acción popular». A diferencia de muchos países, aquí no es monopolio del Ministerio Fiscal impulsar el proceso penal y ser parte acusadora.

Excelentes me han parecido siempre y me siguen pareciendo estas peculiaridades nuestras con viejas raíces históricas. La justicia penal no está, como la civil, para tutelar los derechos e intereses de determinados sujetos jurídicos, sino para que los comportamientos más reprobables no queden sin la respuesta legalmente prevista: las penas o ciertas medidas sustitutorias. Que todo ciudadano tenga derecho a acusar es coherente con el predominante interés social inherente al derecho penal y a su instrumento procesal. Además, el ejercicio de la «acción popular» ha sido decisivo en nuestra historia contemporánea para la persecución procesal y posterior sentencia condenatoria de hechos delictivos graves cometidos por personas poderosas. Y la acusación particular de los perjudicados resulta muy adecuada a la moderna preocupación por las víctimas de los delitos.

Conviene explicar algo más la historia aludida. Porque la «acción popular» en el proceso penal no es cosa de los Austrias, de los Borbones, de Azaña, de Franco o de la ahora denostada Transición democrática. La acción popular, que parte del derecho romano, es reconocida en España desde el Código de las Siete Partidas (concretamente, en la Ley 2 del Título I de la 7ª Partida), atribuidas a Alfonso X el Sabio. Dejando a un lado discusiones históricas sobre fechas de redacción, autores que intervinieron, propósito principal de Las Partidas, etc., hay acuerdo en que fueron elaboradas entre los siglos XIII y XIV. Y se admite que adquieren plena vigencia con Alfonso XI, al ser incorporadas al orden de prelación de fuentes jurídicas que establece la Ley 1ª del título 28 del Ordenamiento de Alcalá, de 1348. Estamos hablando, pues, de una institución jurídica con más de seis siglos de historia de España, sin contar con que Las Partidas fueron una obra de compilación del derecho anterior.

Cierto que en el siglo XIV la «acción popular» se aplica casuísticamente y que, posteriormente, desaparece y reaparece en nuestro ordenamiento jurídico-positivo o es limitada respecto de pocos delitos (por cierto, siempre los más relacionados con intereses generales). Pero con el Reglamento Provisional para la Administración de Justicia, de 1835 y con la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECrim), de 1872, ya se establece legalmente la «acción popular» respecto de toda clase de delitos (salvo los pocos perseguibles solo a instancia del ofendido), lo que se reafirma en la LECrim vigente, de 1882. Por tanto, ya llevamos más de 175 años de ininterrumpida vigencia de la «acción popular» penal, bajo toda suerte de regímenes. Y, por si fuera poco, el art. 125 de la vigente Constitución Española (CE) dispone que «los ciudadanos podrán ejercer la acción popular y participar en la Administración de Justicia mediante la institución del jurado, en la forma y con respecto a aquellos procesos penales que la ley determine, así como en los Tribunales consuetudinarios y tradicionales». Nótense los términos rotundos y absolutos de la referencia constitucional a la «acción popular», distintos de los relativos al jurado.

¿Por qué he relacionado la «acción popular» con la democracia? Porque la idea de participaciónpertenece a la entraña de cualquier sistema democrático, junto con la de la igual dignidad de las personas. Así, junto a muchas otras pruebas históricas (hechos y letras, manifestadas en obras cumbre de nuestra literatura), la «acción popular», que ni monarquías ni repúblicas se atrevieron a tocar, manifiesta la tradición democrática de España.

Acogida constitucionalmente sin reservas la «acción popular» en 1978, ha venido luego una persistente acción para recortar derechos, neutralizar la división y separación de los poderes, aumentar el del Ejecutivo y reducir al mínimo el control jurídico del ejercicio de cualquier poder. Llevamos décadas asistiendo a la expansión y consolidación del denominado «Estado de partidos», con corrupción del poder legislativo y con una perversión del «poder judicial» cuasi-diabólicamente paradójica, porque, llamado por esencia este poder a ser ejercido para hacer efectivo el imperio de la ley y controlar la legalidad de la actuación de los poderes públicos, la potestad atribuida a jueces y magistrados ha sido y está siendo sometida a muy poderosos controles y menoscabos. El monopolio de la acusación por el Ministerio Fiscal encajaría perfectamente con la «lógica» del «Estado de partidos».

Y vienen de largo los embates contra la «acción popular». Aquí mismo, hace ya más de tres lustros, el 15 de enero de 1993 («La presunta "judicialización de la política"») —eran los revueltos tiempos judiciales del «caso GAL»—, daba yo cuenta de un entonces solapado ataque a esa institución jurídica. Y en el otoño del año pasado, el actual ministro de Justicia, con el apoyo de ciertos abogados y de amigos de personas fundadamente acusadas o condenadas por sentencias firmes en virtud de la «acción popular», proponía limitarla y restringirla, puesto que, a la vista del art. 125 CE, no podía suprimirla enteramente. Los promotores de la desmemoria históricay del desprecio a las instituciones con una función de control ya se habían frotado las manos al lograr una limitación muy importante, en virtud de la Sentencia 1045/2007, de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo (TS), de 17 de diciembre de 2007, respecto del tipo de proceso penal más frecuente (el mal llamado «procedimiento abreviado»). Se pretendía que no se podía comenzar el juicio oral si solo había acusadores particulares en virtud de la acción popular. Dije en estas mismas páginas, el 8 de diciembre de 2007 («El Supremo debe rectificar»), que la citada sentencia no podía tener menos fundamento, puesto que se basaba expresamente en dos elementos: 1º) Una inexistente nueva redacción del art. 782 LECrim tras reforma del 2002, cuando el precepto decía antes de la reforma exactamente lo mismo que después; 2º) Un grave desconocimiento del lenguaje de la LECrim, desde 1882 hasta nuestros días. En las Sentencias 54/2008, de 8 de abril y 8/2010, de 20 de enero, la Sala Segunda del TS rectificó en gran medida la infundada sentencia de 2007.

La noticia que comento parece anunciar una vuelta a las andadas. ¿Será de las reformas para las que Zapatero, desinteresadamente y por nuestro bien, ha resuelto agotar la legislatura? No acierto a imaginar un solo fundamento jurídico-constitucional justificativo de que el borrador del TC se convierta en sentencia. Falacias y sofismas a los que recurrir no faltan, desde luego. Pero no hay ninguna razón para desactivar la «acción popular» e infligir así una herida mortal a la Constitución misma. Y a la democracia, formal y real.

Andrés de la Oliva Santos, catedrático de Derecho Procesal de la Universidad Complutense.

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