A poco más de dos siglos de la revolución historicista que supuso para los occidentales el umbral de entrada en una nueva conciencia mucho más aguda del carácter histórico de las realidades que nos rodean, la Historia como disciplina académica atraviesa en las últimas décadas un momento delicado. Un artículo publicado recientemente en estas mismas páginas (Miseria de la Historia, 25 de agosto de 2015) es un síntoma elocuente del descrédito de esta disciplina en un sector de la opinión española. Puedo entender las razones que han movido a Amando de Miguel a escribir dicho artículo, e incluso compartir algunos de sus argumentos, pero no me parece justo hacer recaer sobre la Historia, o lo que es lo mismo sobre los historiadores en general, una acusación que más bien debiera dirigirse contra algunas de sus perversiones.
A mi juicio en la España actual son dos las principales fuentes de abuso de la historia: la llamada memoria histórica y el uso irresponsable que los nacionalismos hacen de la historia. Ambos gérmenes de distorsión tienen como denominador común la supeditación del saber histórico a objetivos políticos partidistas. La memoria histórica, tal y como se entiende hoy esta expresión en nuestro país, supone para sus más aguerridos partidarios no tanto un medio para favorecer el reconocimiento y la sanación de las heridas del pasado como un instrumento para mantenerlas permanentemente abiertas, cuando no para nutrir el sectarismo de quienes desearían que ciertos tramos particularmente dolorosos del pasado –muy especialmente, la Guerra Civil– no terminaran nunca de pasar. Quienes se entregan a ese culto morboso y selectivo del recuerdo deberían tener en cuenta que los recuerdos no difieren demasiado de las opiniones, y las opiniones son falibles, personales y cuestionables por definición. La memoria es engañosa y, como mostró brillantemente Oliver Sacks, uno puede fabular recuerdos personales que al propio sujeto se le antojan indiscutibles, siendo en realidad apócrifos. Además, puesto que a nadie puede imponérsele ningún recuerdo ajeno, la voluntad de establecer algún tipo de memoria colectiva “oficial” es una idea extravagante y disparatada.
Un segundo venero de tergiversaciones históricas procede de los nacionalismos. Aunque en este aspecto seguramente ningún nacionalismo está libre de culpa, en la España de estos últimos años ha sido sin duda el secesionismo catalanista el que ha dado mayores muestras de su habilidad para convertir a la historia en un arma arrojadiza. No sólo mediante la instrumentalización ideológica del sistema educativo y de los medios de comunicación, sino también –lo que marca una diferencia importante con el caso vasco– apelando a la movilización de cierto número de historiadores profesionales más o menos prestigiosos, fieles a la causa, dispuestos a organizar simposios de corte aparentemente académico, como el que se celebró hace menos de dos años en Barcelona bajo los auspicios de la Generalitat con el vergonzoso título España contra Cataluña.
¿Cuál debiera ser la actitud de los historiadores honestos ante tales muestras de irresponsabilidad por parte de algunos colegas? Para empezar, conviene recordar que el abuso de la historia es peligroso. Un triste reguero de guerras y genocidios –Yugoslavia y Ruanda suelen ser los casos más citados, pero por desgracia hay muchos más– no deja lugar a dudas: las visiones distorsionadas y maniqueas del pasado han jugado a menudo un papel fundamental como catalizadores de conflictos atroces. En consecuencia, no basta con la crítica rigurosa a las narrativas “históricas” más sesgadas e irresponsables. Quienes utilizan a los muertos para sembrar la cizaña entre los vivos deberían encontrar en el resto de la profesión una actitud inequívocamente reprobatoria. Los textos historiográficos que alimentan sin recato el odio entre compatriotas tendrían que ser refutados y calificados como lo que son: un abuso de la historia y una inmoralidad de consecuencias imprevisibles.
Desafortunadamente, ambas formas de malversación de la historia, tanto la producida por los nacionalismos como por la “memoria histórica”, hunden sus raíces en un terreno bien abonado por dos procesos culturales concomitantes característicos de nuestro tiempo. Primero, la erosión progresiva de la noción de verdad, una noción que ya no es –no puede ser– la misma que hace cuatro o cinco décadas. Segundo, la pandemia de un romo y cínico presentismo que proclama a los cuatro vientos que cada intérprete, individual o colectivo, del pasado está legitimado para proyectar hacia atrás en el tiempo los conceptos, categorías y sesgos ideológicos que más le convienen para modelar y afianzar su “identidad” en un pasado hecho a la medida de sus deseos, de sus filias y de sus fobias. Ahora bien, que la verdad sea inevitablemente provisional, relativa y precaria –esto es, histórica– no quiere decir que cualquiera pueda afirmar legítimamente respecto del pasado lo que le venga en gana. La comunidad académica, a través de los mecanismos de verificación y de debate crítico e informado, dispone de medios para distinguir el verdadero conocimiento del pseudoconocimiento partidista y espurio. Y la historia realmente valiosa, la historia responsable y útil, es aquella que se acerca a los muertos con respeto y se esfuerza por entender las realidades desvanecidas que estudia en su alteridad. Una historia ajena a las manipulaciones políticas, que en lugar de travestir a los actores del pasado con nuestros ropajes conceptuales y con nuestras preocupaciones, intenta ampliar nuestra comprensión de lo humano mediante una aproximación comprensiva a aquellos mundos ajenos, semiborrados por la usura del tiempo.
Javier Fernández Sebastián es profesor de Historia en la Universidad del País Vasco.