Historia y autoestima de España

En diferentes lugares del mundo se preguntan por lo que acontece en España en estos días postelectorales. Con verdadero sentimiento de afecto y preocupación, o la actitud encubierta y resentida de quien constata que vamos a peor. A pesar de la imagen parroquial y de ensimismamiento –o directamente paleta– que algunos españoles mantienen de sí mismos, como si vivieran aún en un mundo desconectado, basta un pequeño esfuerzo para calibrar la dimensión española en el entramado de la globalización. Ciertamente, los asuntos de España no abren los noticieros de Asia ni de Estados Unidos, aunque los dictados del populismo intenten convencer de que es así. Allí no se levantan pensando cómo fastidiarnos. Tienen cosas más importantes de qué ocuparse. Hecho este sano ejercicio de modestia, se puede conjeturar que, de alguna manera, la idea de España como una potencia global media, articulada y confiable, resume su imagen en la incipiente «postcrisis». Pero queda mucho por hacer en el campo de la narración de la vida española como normalidad y no como anomalía.

Los grandes dispositivos tecnológicos de difusión de la información por televisión e internet eligen bien a sus víctimas. Allí donde necesitan crear imágenes contrastadas, operan romanticismos inventados para reforzar la idea de la propia seguridad y confiabilidad. Hay naciones que aparecen en los noticieros emitidos 24 horas al día solo cuando padecen tormentas e inundaciones, atribuidas en estos tiempos sin excepción a los efectos del cambio climático. Otras, genéricamente etiquetadas como Estados fallidos, se presentan siempre con informaciones de violencia, descomposición, terrorismo o actuaciones de dirigentes enloquecidos. En un campo medio, suele predominar lo tecnológico, innovador o vinculado al bienestar y la calidad de vida. Nada es neutral, ni casual. Lo importante es detectar que la imagen externa que se difunde constituye un capital simbólico fundamental en la globalización, que es una era marcada por las emociones. No puede existir proyección de confiabilidad si las imágenes de España, cuya economía y exportaciones reposan en los servicios y bienes intangibles e inmateriales de modo sustancial, destacan sólo las malas noticias.

Habría que celebrar el triunfo cotidiano de la normalidad y recuperar cierta perspectiva histórica del corto siglo XX español, hoy tan banalizado. Este comenzó en realidad en 1898, con la pérdida de Cuba, Filipinas y Puerto Rico. Terminó felizmente y antes de tiempo con la transición política, la recomposición de los pactos de Estado y la constitución de 1978. Lo que ha venido después, hasta 2016, se ha vinculado con un proceso de normalización primero europea y occidental, con posterioridad global, de la trayectoria histórica de España. Durante buena parte de los siglos XIX y XX los españoles se limitaron a contemplar, como bien contó en su cine magistral el maestro García Berlanga, el espectáculo de la civilización de los otros, la comida abundante, los ingenios mecánicos que les facilitaban la vida, el «progreso».

Carentes de autoestima, algunas de las mejores cabezas nacionales se dedicaban a pontificar sobre la imposibilidad genética de que un español fuera matemático o astrónomo. Parecía inevitable emigrar, la nada de tener que irse a morir pobre y lejos de nostalgia. O el todo del golpe de suerte, la lotería, o de intentar ser un genio, la rareza arcaica en un mundo de clases medias emergentes. La verdadera epopeya española no fue la transición, sino lo que ésta hizo posible. La vigencia de un sistema democrático de turno, razonable y reconciliador hasta comienzos de siglo. Así que la hazaña española menos celebrada, la que no tiene asociación victimaria, burocracia clientelar o presupuestos, es la que nos atañe a todos, porque somos sus protagonistas. Existen hoy españoles extraordinarios, hombres y mujeres, que son astronautas, físicos teóricos, médicos, intelectuales, empresarios, investigadores o deportistas, de éxito mundial. Pero incluso algunos de ellos comparten la erosión ficcional de la democracia española. Por ahí empezaron a calar las gotas del desapego, convertidas luego en chorro de insensata insatisfacción. Como señala un buen amigo iberoamericano, si no le gusta la democracia, pruebe a vivir en una dictadura. Entre los gurús de este nuevo tiempo, hay algunos politólogos metidos a historiadores aficionados, con tres o cuatro lecturas sectarias, que encuentran insólito eco para sus simplificaciones.

La operación de la llamada «memoria histórica», con el intento de imponer mediante la famosa ley aprobada por las cortes en 2007 que la consagró determinadas visiones ficcionales del pasado español, como un relato de buenos y malos, tiene mucho que ver en ello. Por supuesto, esto no se arregla cambiando (otra vez) el nombre de las calles. El guerracivilismo historiográfico ha afectado nuestra visión del pasado español y, como bien saben sus promotores, determina el futuro, que es de lo que trata la historia, del azar, la imposibilidad del determinismo, la libertad y el asombro que impone la vida. El examen de la historia de España como epopeya de libertad y de suma de voluntades –gracias a todas ellas estamos aquí–, de lo que une y no de lo que separa, de los éxitos y no solo de los fracasos, genera tanto una saludable distancia crítica como una confortable lejanía de los radicalismos, que ya no se llevan ni entre revolucionarios.

En su larga historia, presenta agudos perfiles y marcados estereotipos, entre los considerados extremos: su imagen bimilenaria oscila de la Leyenda Negra a la Romántica. La primera fuerte, imperial y asociada al poder «duro». La segunda, amarilla como una vieja fotografía, vinculada al poder «blando», emite ideas de fiesta y transgresión. La primera vende en el mundo automóviles, bienes de equipo, servicios e inversiones. La segunda promueve el turismo, el cine y otros productos culturales, así como cierta curiosidad aventurera. La tercera imagen, de la España normalizada, nacida en la transición, centra las otras dos y configura un campo cultural que las hace previsibles, seguras y resistentes. Un inversor sabe que puede ir a España y lograr grandes negocios, además de tener gratas y divertidas experiencias personales. Un turista o viajero sabe que en sus vacaciones encontrará sólidas infraestructuras y excelentes servicios sin correr riesgo personal.

Contra lo que podría pensarse, las tres imágenes de España, imperial, romántica y normalizada, se complementan entre sí, apoyan la creación de riqueza y puestos de trabajo. La valoración de todas define un capital simbólico colectivo, irrenunciable y estratégico, una autoestima que nace del inventario que es también la historia como acumulación de experiencia. Esto es lo que en verdad cuenta, pues es obvio que las realidades y las percepciones de España y de los españoles (que siempre se ven peor de lo que están) no coinciden. ¿Cuál es la solución? Simple: cincuenta años más de estabilidad. Por eso, al menos no deberíamos ir hacia atrás con otro castizo y brutal «Quítate tú, que me pongo yo».

Manuel Lucena Giraldo, historiador.

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