Historia y epidemias

Desde que existe la Historia como género escrito y razonado, esto es, desde los tiempos de Heródoto y Tucídides, hay una tendencia continuada a soslayar o directamente a prescindir de la influencia de la naturaleza y de la pura biología en su devenir y desarrollo. La Historia humana, al menos entre los occidentales, es un proceso en cuya evolución intervienen factores que son producto de la actividad consciente de nuestra especie: rivalidades políticas, gobernantes ambiciosos, conflictos sociales, ejércitos mal gobernados, economía eficaz o ineficaz, ideologías en pugna, luchas religiosas, etcétera, son los factores que estamos dispuestos a considerar como historiográficamente relevantes, pero cambios en el clima o epidemias, no tanto. Las manchas solares son importantísimas para entender las subidas y bajadas en las temperaturas del planeta, particular del cual ha dependido y depende nuestra existencia, pero la historiografía no demuestra inclinación alguna a estudiarlas o a incluirlas como factor influyente. Y, sin embargo, son importantes.

Puede el lector curioso fatigar muchos libros sobre la I Guerra Mundial y difícilmente hallará en ellos una mención a la gripe del 18, que fue la que realmente le puso fin. La Gran Guerra, como se la llamó durante décadas, fue un conflicto bélico muy especial porque inaugura (sin saberlo) la guerra contemporánea, la guerra industrial. Todavía las guerras napoleónicas responden al modelo de la guerra clásica, es decir, la que se decide en los campos de batalla. Es un tipo de conflicto bélico que tiene un fuerte componente estacional. Incluso la guerra de Crimea y otros conflictos de la segunda mitad del siglo XIX responden aún a ese modelo clásico. La guerra tecnológica actual no es más que una continuación de la guerra industrial. Mil veces hemos leído que aquella guerra terminó por agotamiento de las partes contendientes y particularmente de Alemania, pero en realidad fue la mortalidad terrible que provocó la gripe la que puso fin al conflicto, especialmente porque tuvo preferencia por la franja de edad que gira en torno a los 20 años. Las cifras de muertes de hombres jóvenes en los cuarteles y las trincheras alcanzaron cifras escalofriantes. Hay que ver cómo se han machacado a sí mismos estos opresores heteropatriarcales.

La crisis europea del Barroco ha sido tradicionalmente explicada como un resultado (uno más) de la catastrófica intervención del Imperio español en el mundo. La desastrosa gestión económica de la Monarquía hispánica, depredadora y sedienta de metales –porque aquellos españoles no sabían más que robar y eran incapaces de construir nada–, había descoyuntado no solo su propia y débil –por arcaica y medieval– estructura económica interna, sino que además había dado lugar a una inflación galopante que repercutió en la mayor parte del continente dando lugar a una de las mayores crisis de su historia.

Ahora sabemos que allí donde el Imperio español no había llegado también hubo una gravísima crisis y que esta se debió mucho más que a causas humanas, a causas no-humanas. Geoffrey Parker lo demostró hace años en Global crisis: War, Climate Change and Catastrophe in Seventeenth Century (2013). Hubo varias décadas de enorme inestabilidad climática. Esto había empezado ya a finales del siglo XVI. Se entró en el periodo muy frío que se conoce como Pequeña Edad del Hielo. Entre 1638 y 1643 además hubo doce erupciones volcánicas importantes que hicieron bajar más todavía las temperaturas.

En los últimos años ha aparecido una historiografía que mejora el foco de su lente para dar cabida a visiones más amplias que incorporan otros factores. Es una magnífica apertura tras décadas de una hiper especialización obsesiva. Va abriéndose camino la corriente que llamamos historia global que ha obtenido incluso éxitos de público llamativos como es el caso de Peter Frankopan. Pero hay que ir un paso más allá e incorporar variables de índole natural que han sido decisivas en el devenir humano. Ahora mismo hay quien considera que el Humanismo y el Renacimiento son una reacción a la mayor de todas las pandemias, la Peste Negra que castigó Europa desde 1347. Parece que desde la gran pandemia que asoló el mundo en tiempos de Justiniano, entre los siglos VI-VII, no se había visto nada igual.

Las especias siempre habían sido caras pero a raíz de la Peste Negra cundió la idea de que además tenían propiedades que defendían al organismo del contagio, especialmente el clavo. Y esto tuvo desde luego un impacto evidente en los precios, que subieran todavía más desde la caída de Constantinopla en manos de los turcos. Las especias valían más que el oro. Por eso Colón fue a Oriente y tropezó con América. Por eso Elcano le dio la vuelta al mundo y regresó con un barco cargado de clavo que dio unas ganancias del 400 por cien.

De todas las grandes pandemias que ha habido en el mundo solo la Peste Negra ha merecido estar en los libros de texto pero únicamente para mencionar su extraordinaria mortalidad, no para señalar su importancia como causa histórica que determina la evolución en los siglos que vinieron después, esto es, como motor de cambio.

Por las bravas estamos aprendiendo este último año qué extraordinariamente frágil es no solo una vida humana sino también (y esto es lo gordo) un sociedad humana. Podemos aceptar que un individuo o muchos perezcan víctimas de un virus miserable, pero que el hormiguero entero vea comprometido su futuro o tenga que aceptar que ha sufrido una modificación radical de su trayectoria por efecto de un ser que puede definirse como una proteína rodeada de grasa, algo que ni siquiera puede considerarse un ser vivo, es algo que subleva nuestro orgullo, nuestra autoestima de seres hechos a imagen y semejanza de los dioses, y eso vale no solo para el Dios de los cristianos sino también de los paganos. Llevamos en Occidente para tres mil años representando en los templos a las divinidades con figura humana, desde Zeus al Cristo de Medinaceli. O sea, rezándonos a nosotros mismos.

El rechazo a la Naturaleza o a la biología ha alcanzado el paroxismo en los últimos tiempos. Crece la religión del cambio climático y paradójicamente resulta que es el hombre el que afecta al clima y no al revés. El complejo humano de mega importancia siempre por delante. Es posible que de este revolcón con el coronavirus salgamos todavía más tontos de lo que ya éramos, o sea, más narcisistas y más endiosados. Cabe, sin embargo, también la posibilidad contraria, que atinemos a recuperar alguna capacidad para discernir entre nuestros deseos y la realidad, y mirar a nuestro alrededor con un poco de humildad.

María Elvira Roca Barea es profesora, ensayista y autora de Imperiofobia y leyenda negra (Siruela) y Fracasología. España y sus élites: de los afrancesados a nuestros días (Espasa).

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