Historia y riqueza

Ahora que el recuerdo ha dejado de doler, no me importa acordarme de que hace pocos años frecuenté la sala de oncología del hospital de mi ciudad, en la que los mayores, abismados en sus pensamientos, solían tener la mirada perdida, y los niños, en cambio, sonreían con la boca y los ojos. El cáncer, como en una tragedia griega, visitó en tres ocasiones consecutivas a mi familia. Tres dentelladas de dragón. Mientras mis familiares esperaban su turno de quimio, charlábamos, o bien ellos escuchaban música o leían libros de historia para aplacar el nerviosismo y avivar la esperanza. Y ya enchufados a las bolsas de quimioterapia en la sala habilitada, a veces me colaba para llevarles bocadillos de matute. Y continuábamos hablando sobre historia unos minutos: de películas, libros, museos y ciudades que volveríamos a ver, leer y visitar. Porque la historia de nuestro país no era algo abstracto y remoto, sino un asidero, una pasión, una forma de vida.

Historia y riquezaA comienzos de este verano, Amancio Ortega donó 320 millones a la sanidad pública para la compra de aparatos oncológicos. Como si San Jorge vistiese de Zara al alancear al dragón. Este maná terapéutico permitirá, entre otras cosas, adquirir en mi ciudad andaluza un sofisticado aparato de radioterapia para reemplazar al anticuado que, por aquel entonces, se descacharraba cada dos por tres. Sin embargo, los Tontos Sin Fronteras criticaron la dadivosidad terapéutica del gallego que amasó su fortuna desde la nada, pues la ecuación de mediocridad al cuadrado multiplicada por envidia da como resultado resentimiento social. A los rencorosos les subleva la grandeza moral. Son incapaces de entender que en otros países, como Gran Bretaña o EE.UU., los filántropos millonetis donen grandes sumas a las universidades donde estudiaron o sufraguen bibliotecas, auditorios y museos en las ciudades donde nacieron o vivieron. Muchos de esos donativos financian el conocimiento histórico, lo que ayuda a fomentar la valoración por la historia por parte de los ciudadanos que, al enorgullecerse de su pasado, generan una formidable autoestima por su país.

Bieito Rubido suele decir que España es un país con muy baja autoestima. Lleva razón. Incluso late cierto complejo de inferioridad respecto a otros países europeos, a los que vemos más avanzados en mentalidad y progreso material. Esta visión con anteojeras queda desmentida al viajar, al comparar estándares de vida y al comprobar que España está a la cabeza del crecimiento económico europeo. Buena parte de la culpa de ese catastrofismo endémico se debe a quienes, al negar la existencia secular de la nación española, reniegan de su historia. Son agoreros envueltos en banderas populistas que, cuando cogen un micrófono, abroncan a quienes no comparten su visión apocalíptica del presente ni su odio hacia la operación de concordia de la Transición. Pero los desacomplejados sabemos que nuestro pasado patrimonial es lo mejor de ese intangible llamado Marca España. La historia constituye nuestra mayor riqueza.

No existe en el mundo una triangulación de pinacotecas como la del Prado, el Thyssen y el Reina Sofía. Sólo por ver la apabullante genialidad de sus obras artísticas millones de turistas visitan Madrid. Si la gloria de un país puede medirse en la acumulación de arte, sólo Italia rivaliza con España. Pero ninguna república o monarquía fue capaz de culminar tantas empresas artísticas desde la Edad Moderna como la Corona de España. La red de paradores nacionales, sin parangón en ningún país, es un ejemplo de restauración y revitalización de edificios históricos. Y los Reales Sitios no sólo son una máquina del tiempo para viajar al esplendoroso pasado, sino el escaparate de lo que fuimos y aún somos. Aranjuez, la Granja de San Ildefonso o Yuste, entre otros, además de asombrarnos, religan el territorio nacional a través del pasado compartido.

París, Londres o Berlín poseen museos de talla internacional en los que me gusta perderme, mas los museos españoles últimamente modernizados no les van a la zaga. El Museo Arqueológico Nacional, el del Ejército en el Alcázar toledano o el de Arqueología Subacuática en Cartagena son únicos en su especie. En ellos no sólo trazamos un itinerario hasta nuestras raíces históricas, sino que al viajar por España para conocerlos apreciamos las bondades que los extranjeros elogian: las infraestructuras, la sanidad, la gastronomía, los servicios básicos, los hoteles, un ambiente acogedor y unas ciudades donde el pasado convive con el presente sin estridencias. La España exótica y atrasada del siglo XIX que atraía a los viajeros europeos románticos no es la moderna y fascinante del siglo XXI compuesta a la manera de las muñecas rusas, pues en nuestro patrimonio nacional conviven, unas dentro de otras, las etapas del pasado. Estupendas series como Isabel o Carlos, Rey Emperador han propulsado el turismo histórico relacionado con la reina de Castilla y el primer Austria. Porque la gente, hastiada de tantas películas que repiten los clichés de la leyenda negra, está deseosa de entretenerse y aprender con ficciones visuales de calidad, sin prejuicios ni maniqueísmos. Cómo no van a existir sombras en nuestro pasado, pero lo luminoso es tan deslumbrante que ha de servirnos de estímulo para la convivencia. Y es que, como sostiene Stanley Payne en su ensayo En defensa de España, de todos los países occidentales, la historia de España «es la más extensa y extrema en su envergadura».

Tanto ha significado la historia en mi vida que conocí a mi mujer en El Escorial, en un curso de verano de la Complutense para historiadores. Desde entonces, los patios del austero palacio de Felipe II, su explanada y la sierra del Guadarrama forman parte de mi geografía sentimental, de mi cartografía anímica.

De uno de mis familiares que acudían a la sala oncológica me quedan su memoria y sus libros de historia. Con los otros dos convivo en mi ciudad. Y sobre todo con uno de ellos continúo hablando de nuestra pasión compartida.

A través de la historia, con sus virtudes y defectos, amamos a España por lo que fue. Y por lo que es.

Emilio Lara, historiador y escritor.

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