Historiadores y economistas

Como consecuencia de la crisis actual se ha hablado mucho de la incapacidad de los economistas para prever, prevenir y avisar de la gran recesión que se avecinaba. Primero fue la reina de Inglaterra la que, en una visita a la London School of Economics, preguntó, con aquella actitud displicente de las señoras de la alta sociedad, cómo era posible que los economistas no nos hubiesen hecho la predicción del desastre que se nos venía encima, como hacen los meteorólogos. Era exactamente el mismo tono del día en que las damas estaban tomando el té y una dijo que ya no era tan bueno como antes de perder la India -lo que, naturalmente, había pasado hacía ya muchos años- y provocó que a una de las presentes se le cayeran la taza y la cucharilla mientras exclamaba con consternación: «¿Pero es que hemos perdido la India?»

No obstante, la cuestión se la habían planteado también personas más serias. Por ejemplo, el Nobel Joseph Stiglitz, que precisó la diferencia entre ciencias como la física, que se rigen por unas leyes fijas y exactas, y la economía, que como ciencia social corre a menudo el riesgo de pertenecer más bien a las ciencias ocultas. Stiglitz dijo que si la ciencia se define por la capacidad de pronosticar el futuro, el fracaso de los economistas a la hora de anunciar la crisis que se avecinaba debería ser causa de gran preocupación.

En cambio, los historiadores siempre habían aceptado que su trabajo no era hacer predicciones. Simplemente, debía consistir en derivar lecciones del pasado y aportar sabiduría y prudencia. No hacen como los economistas, que todavía creen que los progresos de la teoría económica pueden reducir la volatilidad de la macroeconomía, y que pretenden que se adopten medidas basadas en conocimientos pseudocientíficos. Por ello resulta interesante la polémica que surgió recientemente entre el también premio Nobel de Economía Paul Krugman y el historiador Niall Ferguson, que, al fin, dijo que como humilde historiador nunca había imaginado que podría plantar cara a un economista importante pero que la historia también va acompañada de orientaciones cara al futuro. Parece, pues, que a una mejora de las previsiones puede llegarse con un bagaje matemático, pero también con el conocimiento de la historia.

En cualquier caso, antes de esta polémica tuve la suerte de que cayera en mis manos el libro de Ferguson The ascent of money (El triunfo del dinero), que es una auténtica historia financiera mundial y que ha formado parte de mis lecturas de verano. Me gustaría comentar algunos de los contenidos demostrativos de los efectos de los antecedentes históricos a la hora de interpretar el presente e iluminar el futuro.

Por ejemplo, el libro describe la primera gran burbuja que estalló, la que provocó John Law con la Compañía del Misisipí. Este aventurero de turbio pasado se instaló en París y obtuvo de la corona la licencia para emitir billetes de banco que podían convertirse en oro o plata durante un periodo de 20 años. En 1717 el regente, duque de Orléans, decretó que los impuestos se pagasen en papel moneda. Dos años después, en 1719,

John Law fue nombrado controlador general de finanzas con el encargo de recaudar los impuestos indirectos, gestionar la deuda pública, dirigir las 26 cecas que acuñaban moneda, la colonia francesa de Louisiana y la Compañía del Misisipí, que fue la causa principal de la caída.

A continuación, Ferguson establece un paralelismo entre John Law y Kenneth Lay, el hombre que causó el desastre del gigante energético Enron. Curiosamente, en noviembre del 2001 Lay hizo la entrega del premio Enron a la excelencia en la función pública a Alan Greenspan, presidente entonces de la Reserva Federal norteamericana. Se ha dicho que Law fue capaz de sacar oro del papel y que Lay sacó oro del gas. Su amigo George W. Bush le concedió la desregulación de la industria y la supresión del control de tarifas. En poco tiempo, la empresa controlaba el 25% del gas natural del país y urdió una estafa muy elaborada basándose en la manipulación de los mercados y la contabilidad creativa. En definitiva, aplicó una figura delictiva que en España se tipifica como maquinación para alterar el precio de las cosas. Pese a eso, los grandes apagones y los incendios forestales, todo el esquema de la empresa se vino abajo. Por cierto, el montaje lo había diseñado J.K. Skilling, procedente de Mckinsey y condenado a 24 años de cárcel. Además, el caso destruyó a la petulante auditora Arthur Andersen.

Conclusión: 300 años después se repiten los mismos errores, pero al menos en algunos países se castiga a los culpables. Por otro lado, queda claro que hay que desconfiar de los empresarios o gestores de monopolios protegidos por los gobiernos que se otorgan constantemente y de manera recíproca entre ellos galardones de mejor directivo del año o condecoran a los políticos que precisamente les hacen favores. La feria de las vanidades es siempre y por definición altamente sospechosa.

Francesc Sanuy, abogado.