Hitler y Stalin, frente al espejo

El estallido bélico se produjo el 1 de septiembre de 1939. Una fuerza militar no vista nunca antes en la Historia se desplegó sobre Polonia iniciando el que sería el primer genocidio de la Segunda Guerra Mundial. Llegarían luego otros. Pero aquellos primeros días de septiembre de 1939 prefiguraban ya el carácter racial del expansionismo del Estado nacionalista y socialista alemán. Hitler no ocultó nunca el odio hacia los eslavos, a los que consideraba una raza infrahumana que debía ser exterminada. O cuanto menos, sometida. Por eso, nada más iniciarse la invasión fue asesinada la élite de la sociedad polaca –funcionarios, líderes religiosos, intelectuales, profesores, nobles y políticos–, en un intento por acabar con las señas de identidad de un país que iba a dejar de serlo en muy poco tiempo para quedar subsumido en el Tercer Reich alemán y en la URSS. Los expeditivos métodos de aniquilación de los cuerpos de las SS que entraron en el país detrás de la Wehrmacht para eliminar a los elementos antialemanes se convirtieron en un antecedente de los Einsatzgruppen que acompañarían al Ejército alemán en su avance hacia Moscú, eliminando a su paso eslavos y judíos. Comunistas todos, según las órdenes dadas por Hitler. Pero eso sucedería dos años después, cuando el Führer decidió romper el pacto firmado con Stalin el 23 de agosto de ese mismo año. Fecha real del inicio de la guerra. Aunque el estallido bélico tardase aún una semana en llegar.

 Caricatura del ilustrador judío polaco Arthur Szyk sobre el pacto Hitler-Stalin.
Caricatura del ilustrador judío polaco Arthur Szyk sobre el pacto Hitler-Stalin.

No podía ser de otra forma. Las democracias occidentales habían permitido, con sus políticas de apaciguamiento, que el Estado alemán se anexionase Austria y los Sudetes checoslovacos. Pero la guerra no podría comenzar sin un pacto previo con la URSS, la otra gran potencia totalitaria. Hermanadas ideológicamente en el desprecio por la democracia burguesa y parlamentaria, los dos Estados aspiraban a convertirse en imperios con el resto del continente europeo como objetivo. Y se sabían condenados a enfrentarse tarde o temprano. Ambas tenían la misma ambición. Sus métodos de organización social eran, además, similares y partían de una concepción previa. Si Dios había muerto, correspondía al Estado, y a su incuestionable líder, ocupar su lugar. Pero no a cualquier Estado. Ni a cualquier führer. Habría de ser socialista. Bien nacionalista, como Alemania; bien internacionalista, como la URSS. O aspirar a serlo. Ese era el nuevo sentido de la Historia. Una épica lucha de superación, conducida por un padrecito, cuya finalidad era servir de guía en la creación de un orden nuevo habitado por un nuevo hombre, moral y racialmente superior al resto. Un resto, que para evitar el contagio infeccioso de una raza maldita o la confusión de los desviacionismos que se alejaban de la ortodoxia, debería ser aniquilado. O al menos, reeducado en una organización social paralela, un universo concentracionario con reglas propias del que era prácticamente imposible salir. Del que no podrían formar parte. Por su impureza. Y del que era prácticamente imposible salir.

Hitler era consciente de ese paralelismo. De ese espejo que reflejaba lo idéntico con un rostro, sin embargo, distinto al suyo. Y que por lo tanto debería ser eliminado. No ocultaba sus pretensiones. Al menos en el círculo cerrado de sus colaboradores. A él pertenecía Hermann Rauschning jefe nacionalsocialista del Gobierno de Danzig, con el que Hitler despachó en muchas ocasiones, antes e inmediatamente después de la toma del poder en Alemania en 1933. De espíritu conservador y religioso más que revolucionario, Rauschning fue transcribiendo las asombrosas confesiones que le hacía Hitler. Las últimas de ellas en 1934. Dos años después, dejó el partido nazi y emigró a Reino Unido. Allí, en 1939, publicó su libro, traducido al español por Librería Hachette de Buenos Aires un año después con el título Hitler me dijo. «Aprendí mucho del marxismo, no puedo ocultarlo», explica el Führer. «No hablo de esos fastidioso capítulos sobre la teoría de las clases sociales o el materialismo histórico, ni de esa cosa absurda que llaman el límite del provecho u otras pamplinas por el estilo. Lo interesante e instructivo de los marxistas son sus métodos. Pero lo que en ellos no era más que el tímido escarceo de unas almas de tenderillos y mecanógrafos, es para mí cosa seria. Todo el nacionalsocialismo cabe en él. Fíjese usted: las sociedades obreras de gimnasia, las células de empresa, las demostraciones de masas, los folletos de propaganda redactados especialmente para el alcance de las masas. Esos nuevos medios de la lucha política han sido casi todos inventados por los marxistas. Bastóme apoderarme de ellos y desarrollarlos y así tengo ahora el instrumento que necesitábamos (...) El nacionalsocialismo es lo que el marxismo pudo ser de haberse librado de las trabas estúpidas cuan artificiosas de un pretendido orden democrático».

Le preguntó luego Rauschning sobre la Rusia soviética: «¿Amiga o enemiga?». Habla Hitler: «Puede que sea inevitable una alianza con Rusia. Pero guardo esa posibilidad como último recurso. Ese recurso quizá sea el acto decisivo de mi vida. Pero no es cosa de manosearlo desconsideradamente haciendo de él la comidilla de los corrillos literarios (...) Y si algún día me decido a emplearlo, nada me impedirá darme la vuelta y atacar a Rusia cuando mis objetivos occidentales hayan sido alcanzados (...) El objetivo principal, lo mismo que en el pasado, es el de aniquilar para siempre a las masas amenazantes del paneslavismo imperialista. Alemania no puede extenderse y crecer bajo la presión de esa masa (...) Somos el único pueblo capaz de crear el gran espacio continental, imponiéndonos por la fuerza y no con pactos con Moscú. Esa partida suprema la jugaremos y la ganaremos (...) Eso no quiere decir que no andemos un trecho del camino con los rusos, de serme ello útil; pero con el propósito determinado de volver por nuestro objetivo esencial en cuanto sea posible».

Así lo hizo aquel 1 de septiembre de 1939. Acordó un reparto de Polonia, para anexarla a su Reich, y una división del continente europeo. Dos años después, cuando hubo sometido a la mayor parte de las naciones occidentales –no pudo con Gran Bretaña–, se «volvió» e inició el giro definitivo que determinaría su derrota posterior. Pero en esos dos años, los polacos fueron aniquilados o en encerrados en campos de concertación. A ambos lados de la línea de demarcación pactada por Mólotov y Ribbentrop.

Aquel acuerdo significó para muchos militantes antifascistas una traición que no pudieron aceptar. Y abandonaron la lucha. No fue el caso de los dirigentes comunistas españoles, que acababan de perder una guerra en la que los fascistas italianos y los nazis alemanes fueron determinantes. En Miseria y grandeza del PCE (Planeta), Gregorio Morán recoge algunos testimonios. De Carrillo, por ejemplo, en un artículo de 1948. Los comunistas españoles, privilegiados rescatados por Moscú tras la caída de la República, adoptaron ante el pacto el «razonamiento sencillo y profundo de si lo ha hecho Stalin, si lo ha hecho la Unión Soviética, bien hecho está». Pasionaria fue más explícita en un artículo de 1940 justificando la invasión de Polonia, porque «se trata de un Estado creado artificialmente por el Tratado de Versalles (...) ¡La Polonia de ayer, cárcel de pueblos, república de campos de concentración, de gobernantes traidores a su pueblo, que estaba constituido a imagen de la democracia de los Blum y Citrine! La socialdemocracia llora sobre la pérdida de Polonia, porque el imperialismo ha perdido un punto de apoyo contra la Unión Soviética, contra la patria del proletariado».

Fernando Palmero es periodista y doctor por la Universidad Complutense. Es coautor, entre otros, de Para entender el Holocausto (Confluencias).

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