Hollywood Gil

La última vez que vi a Gil, en su casa, hace un par de semanas, y tras pasarnos un rato hablando, como siempre, de películas y goles, en su acogedor salón lleno de libros y de premios –dos Oscar y cuatro Goyas, entre otros muchos, muchos trofeos–, me dijo que escuchaba muy mal por el oído derecho, y que, como apenas veía era Gabi, su mujer, quien le ponía al día leyéndole «su» ABC después de desayunar. Gil empezó a leer el ABC cuando era un adolescente, primero, en su casa madrileña de los alrededores del Cerrillo de San Blas, frente a la estación de Atocha, y luego, durante la guerra, en el chalecito de la Ciudad Lineal.

Gil Parrondo fue –cómo me cuesta escribir fue– uno de esos contadísimos españoles ilustres que surgen sin llamar la atención. Mi amigo «de» Hollywood parecía, y lo era, un hombre del Renacimiento. Nacido en Luarca, como Severo Ochoa, con el que compartía parecido tono de voz y pasión por la vida, Gil usaba unos chalecos «British» que le quedaban igual de bien que a Ronald Colman, y camisetas rayadas con chaquetas de pana finita color té con leche. Lector incansable, extraordinario pintor, culto de verdad –que no tiene nada que ver con estar al día–, todo lo dejó por el cine, por amor al cine de Hollywood, por las películas de los años treinta que atesoraban aquel blanco y negro resplandeciente, por las sofisticadas comedias de la Paramount y los emotivos thrillers de la Warner.

Hollywood GilGil fue un cinéfilo antes de que existiera la cinefilia, Bazin, Truffaut o «Cahiers du Cinéma». «Más que mis dos Oscars» (por Patton y Nicolas y Alexandra), me volvió a decir esa última tarde pre-invernal que nos vimos, «valoro mi Nominación por Viajes con mi tía. Ya te lo he contado otras veces, pero, aún así, no te imaginas lo que supuso para mí trabajar con Cukor».

Gil adoraba a George Cukor, adoraba Luz de Gas, Doble vida, Nuestros superiores, My Fair Lady, y, sobre todo, Camille (La Dama de las Camelias), un melodrama convertido, gracias a la sensibilidad de su director, en un profunda y asombrosa lección de vida, además de una inolvidable historia de amor. Gil se sabía los diálogos de memoria. «Son de una modernidad», me decía en las pausas de los rodajes, «que incluso hoy son muy difíciles de superar». Entonces Gil se concentraba un momento y, en inglés, susurraba: «Es mejor vivir en tu corazón, donde nadie puede verme, que a la luz del día» o «Déjame quererte, déjame vivir para ti. No pidamos más cosas al cielo, porque Dios podría enfadarse».

Siempre supe que Camille «es» una película de Gil. Están «sus» muebles, «su» vestuario, «sus» peinados, «sus» decorados, «su» atmósfera, los palcos de la ópera, los coches de caballos, los caballeros con sombreros de copa… Y «su» Greta Garbo, en aquel final sublime y único, la mejor muerte que nos ha brindado el cine, superior incluso a la de Myrna Loy en Vinieron las lluvias.

Gil era un artista tan sutil y elegante como su inglés, puro Eton College. Preocupado siempre por el más pequeño detalle, porque imperara la elegancia y el buen gusto, por los colores tenues –ahí discutimos sin parar durante varias décadas, pues yo soy más de tonalidades pop, de tintes estimulantes–, en fin, por obtener el «toque Metro» de los años dorados. Para Canción de Cuna, Gil, Manolo Rojas y yo, revisamos casi toda la obra de Vermeer y de Velázquez, a ver si dábamos con esa luz «convaleciente» de ambos maestros; y en El Abuelo seguimos la huella de William Wyler Desengaño y Esos tres en los decorados. Es curioso, pero a Gil le gustaban –«prestábanle», que dicen los asturianos– más los Minnelli o Max Ophüls que los Cedric Gibbons o Alexander Trauner, sus colegas.

Ignoro lo que estoy escribiendo. Me encuentro aturdido. Nunca he redactado un obituario. Es la tarde soleada, muy Sorolla del día de Nochebuena. Hace unos minutos, mi querido Julián Mateos, el mejor «props» y ambientador del cine español, me ha dado la noticia y, además, me ha transmitido que Gil le había comentado a su hija Ima que le gustaría, llegado el momento, que yo escribiera unas líneas en «su» ABC. Pero estoy en blanco. Apenas se me ocurre enviarle un beso a la genial Gabi, a toda su estupenda familia y, cómo no, a Julián Mateos, su «hermano» desde hace sesenta años y cien películas.

Recuerdo que antes de irme de su casa, esa última vez que le vi, Gil me condujo a su despacho. «Siéntate ahí», y me señaló una butaca. Justo enfrente había otra. Dos butaquitas gemelas. Preciosas. Nos sentamos, él ayudado por Gabi. Quedamos enfrentados, rodillas con rodillas. La cristalera nos permitía ver toda la Plaza (del Conde del Valle de Suchil.), envuelta ya en una neblina navideña, exacta a la bruma de La dinastía de los Forsyte. «Quedaros así, mirándoos», dijo Gabi, «que os voy hacer una foto». Y la hizo con su teléfono móvil. (Ahora no sé si quiero verla.)

Estuvimos un rato en silencio, mirando la plaza. «¿Qué te parece?», preguntó mi amigo. «Maravilloso. Ya lo sabes. El lugar de trabajo más mágico que conozco», le respondí. «Tiene algo de la gruta de Covadonga, ¿verdad?», dijo él. Luego nos levantamos. Me puse el abrigo. Nos abrazamos, nos besamos, como siempre, y me fui.

Es curioso, pero la Nochebuena pasada, anocheciendo, me llamó Gil a Guadalmina, Málaga, desde donde ahora emborrono –nunca mejor dicho– estas palabras, y ahí me di cuenta, por primera vez, de que la cosa no marchaba bien. «Los gin tonics y los dry martinis, ¿sabes?, no me dan más», se sonrió, y luego dijo: «Jose, si ves a Manolo [Alcántara], dale un abrazo».

Sus gin tonics eran siempre de Larios y sin hielo. Con que la tónica estuviera fría, bastaba. (Si tengo coraje, dentro de un rato me voy a tomar un martini, aunque, esta vez, no será a tu salud, Gil, si no que brindaré por tu alegre recuerdo).

José Luis Garci, director de Cine.

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