Hombres alucinados

En plena crisis de fines del siglo XVI, el arbitrista Martín González de Cellorigo describió “estos reinos” como “una república de hombres encantados que viven fuera del orden natural”, es decir, que ignoran las dramáticas exigencias de la realidad, entonces económica, y cifran su felicidad en sobrevivir gracias al endeudamiento del país que les lleva a la ruina. En el caso de nuestros dirigentes actuales, más que de encantados, embobados ante algo imaginario, debería hablarse de alucinados, por cuanto esa imposibilidad de atender a la realidad es un trastorno causado en Pedro Sánchez y en Pablo Casado por la prioridad absoluta que confieren a sus objetivos políticos personales, por encima de una situación catastrófica debida a la pandemia.

Se reproduce así una actitud que conocemos bien por los relatos de las epidemias del Antiguo Régimen, y de modo puntual por el que elaboró el novelista italiano Alessandro Manzoni en su novela Los novios (I promessi sposi), basándose en los informes médicos de la peste de Milán en 1630. La organización de manifestaciones de masas —de la celebración por el primogénito de Felipe IV a una gran procesión rogativa— provoca el contagio masivo y los gobernantes tratan de minimizar la gravedad de la situación, en tanto que la angustia de los ciudadanos se desvía hacia actitudes mágicas. Entonces la búsqueda de encantamientos y chivos expiatorios, ahora el rechazo de la vacunación, y en lo que concierne al poder, las reiteradas declaraciones de que “la pandemia ha quedado atrás”, con sucesivas siembras de optimismo, favorecedoras de una insensata confianza en la invulnerabilidad, sobre todo entre las generaciones jóvenes.

Cuando se impone esa actitud de fondo negacionista, tanto a escala estatal como de autonomía, ejemplo Madrid, el poder trata de impedir la difusión de una realidad que le deslegitima. Las estadísticas de contagios, hospitalizaciones en UCI y muertes, son presentadas de manera acumulativa, con datos ciertos, pero eludiendo los que de veras muestran la intensidad presente de la pandemia, de modo que el lector muy difícilmente percibe la realidad. Buen ejemplo expositivo: El Diario. Tiene que ser contagiada la plantilla del Real Madrid para que sea percibida la expansión en mancha de aceite de la covid, en lugar del ritmo favorable de las vacunaciones. Solo la subida en flecha de los contagios en Euskadi se encuentra en primer plano, y eso copiando en la nota oficial las informaciones allí generadas.

La explosión de la ómicrón en el Reino Unido es postergada en cuanto a su anuncio y examen, y obviamente no se recurre a inmediatas medidas de restricción de viajes con Londres como en Francia, cuando para el caso sí que el tiempo es oro protector. Claro que hay otro instrumento posible para enmascarar la realidad, al alcance de cualquier comunidad autónoma: a menos test, menos contagios registrados. Siempre me han causado asombro las buenas estadísticas de Madrid, a pesar de la aplicación general por Ayuso del imperio de los intereses económicos. Simple pregunta.

Acabo de regresar de un viaje a la Italia del centro y del norte, y viniendo de Madrid parece otro universo. Nada de las masas de jóvenes arracimados sin mascarilla. Nada de la circulación ilimitada, ni del ingreso libre en lugares cerrados de los refractarios a la vacuna. Las calles son allí un desfile de máscaras, con mínimas excepciones, y nadie protesta ya por tener que mostrar el certificado de vacunaciones en un medio de transporte o para sentarse en un restaurante y un café. Certificado de duración limitada, pronto a seis meses. Severas condiciones para entrar en el país, aunque ello suponga que Florencia esté a media entrada y Venecia casi vacía. Draghi lo tiene claro: la vida de los italianos debe atenerse a una normalidad absoluta, pero poniendo en primer lugar la protección de la gente frente a un virus insaciable.

La lección de Italia debiera ser atendida, porque es en el orden político donde se genera la estructura de oportunidad para una gestión protectora. Las distancias entre la Liga de Salvini y el Partido Democrático no son mayores de las que separan al PSOE del PP, y, sin embargo, es posible un Gobierno de unidad nacional frente a la crisis, con la guía unificadora de Draghi, más el apoyo del presidente Mattarella. Solo quedan fuera los Fratelli d’Italia, de la Meloni, el partido hermano de Vox. Aquí, en cambio, nuestros hombres alucinados se entregan a una lucha cainita protagonizada por Sánchez desde el Gobierno, y por el malhablado Casado en primer opositor, enfangados en una guerra civil de palabras donde no hay cuartel para el enemigo.

Como si este no cobrara, con la nueva ola, el aspecto de un monstruo dispuesto a devorarlo todo. Unos, felices por asegurar la supervivencia en el Gobierno hasta las próximas elecciones, otros desesperados ante ese logro de Sánchez. Yolanda Díaz y los tal vez suyos, de momento callan. Y entre tanto, los independentistas catalanes siguen su labor de erosión, con el ejercicio de totalitarismo horizontal en la escuela catalana, por atreverse alguien a esgrimir la ley. La derecha y, en general los constitucionalistas, claman ante el hecho con razón —también es posible que la derecha tenga razón, como la tuvo frente al estalinismo—, mientras el Gobierno se muestra incapaz de superar el reverencialismo permanente ante ERC, aliado de doble cara. Rubalcaba tenía razón.

En semejante situación, el oportunismo será una y otra vez la vía elegida por el Gobierno para afrontar cuestiones complejas. Unas veces en temas de apariencia secundaria, como en el área cultural, donde un fiel como Rodríguez Uribes, tras su paso por el ministerio en el que no pronunció una sola palabra ante la mezquitización de Santa Sofía por Erdogan, ni ante casi nada, pasa ahora a la Unesco. No planteará problemas, es lo importante. En otras ocasiones de mayor calado, como el laberinto latinoamericano, optando indirectamente por el galardón de progresista, con el liderazgo de Zapatero y el acompañamiento de Monedero en el Foro de Puebla. Gracias al expresidente ya tenemos una declaración a favor de la exigencia de perdón a España por la conquista y encabezamos una agrupación cuyo norte, en principio razonable, es aglutinar las fuerzas progresivas de Iberoamérica. Marcado por sus contradicciones, tales como las exhibidas por ese presidente reformador y autoritario que es López Obrador, con su gran proyecto de revitalización agraria y su cerril ataque a la autonomía de las universidades, empezando por la UNAM. Y sobre todo avalando las dictaduras de Nicaragua, Venezuela y Cuba. José Luis Rodríguez Zapatero no descansa en su vieja pretensión de rescatar lo impresentable (antes yihadismo y ETA, luego con éxito a Maduro, tema de indagación necesaria partiendo del tiempo de la embajada Morodo). Donde se demuestra que “progresismo” no es progresismo. Pero a Pedro Sánchez esto le sirve para reforzar sus señas de identidad en España.

Nada tiene de extraño que ante tales ceremonias de alucinación, del Gobierno al PP, aparezcan reacciones de desconcierto. Ahí está la presencia de nombres procedentes de la izquierda, dentro de una asociación del tipo Libres e Iguales —captación de Liberi e Uguali, de la izquierda italiana— acaudillada contra los nacionalismos por Isabel Álvarez de Toledo. Ahora que las elecciones se alejan, más valiera que intelectuales y marginados de la izquierda, socialistas en primer término, abandonasen el silencio de los corderos ante la alucinación impuesta por el liderazgo de Pedro Sánchez, recuperando el sentido de la realidad que caracterizara a etapas anteriores del PSOE (y más lejos aún, del propio PCE).

Antonio Elorza es profesor de Ciencia Política.

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