Hombres de negro o líderes políticos

Entre los pocos momentos brillantes que le recuerdo a Cristóbal Montoro está aquel en el que negó que los “Hombres de Negro” de Europa fueran a venir a España a fiscalizar nuestras cuentas. Como la mayoría de las previsiones de Montoro, ésta tampoco se cumplió, y por ahí andan los enviados de Bruselas, quizá con trajes más vistosos, pero haciendo lo que el ministro de Hacienda negó que fueran a hacer.

De la desafiante petición de rescate formulada por el Gobierno de CiU pueden extraerse muchas consecuencias. La primera es que el mecanismo a aplicar, el de la Ley de Estabilidad apoyada por CiU en el Congreso de los Diputados, no parece gustarles ahora. La segunda, más importante, es que el Gobierno de Rajoy, en lugar del razonable recurso a los hispanobonos, ha optado por el mecanismo del rescate, el que le da más poder, aunque sea el más traumático y, seguramente, el más costoso. Así que en nuestro país aplicamos lo que no queremos que nos aplique Europa: fuera reclamamos eurobonos, pero aquí, cuando de Comunidades Autónomas se trata, nos quedamos con el rescate. Y con el rescate llegan los hombres de negro; es casi una ley física.

De esta forma, Bruselas nos manda sus temidos contables, y Madrid enviará a los suyos a Barcelona, a Valencia y a Murcia, de momento. Conociendo la tendencia de Rajoy a desviar responsabilidades, no sería de extrañar que Montoro acabara por sugerirles a los fiscalizadores europeos que se dieran una vuelta por la España de las Autonomías.

Mientras tanto, Rajoy, fiel a sí mismo, persevera en la línea que marcó su política en la oposición: la de sacrificar nuestro prestigio si con ello él obtiene algún beneficio. Porque el mecanismo diseñado para proporcionar liquidez a las Comunidades Autónomas es letal para el crédito de España, que se ha convertido en el rescatador rescatado. El país de los hombres de negro. A nadie se le oculta, por otra parte, que la imagen de un gobierno central acosando a los gobiernos autonómicos no contribuye a mejorar la que tiene el país en su conjunto. A Rajoy esos riesgos no sólo no parecen importarle, sino que se le ve cómodo en ese escenario. Tiene a quien echarle la culpa.

Con todo, lo peor es el empeño del Gobierno por eludir la discusión de fondo: la cuestión no es quién gasta qué, sino en qué nos gastamos lo que tenemos, cuáles son nuestras prioridades, cuál el modelo de sociedad al que aspiramos. Echando mano del clásico, no se trataría de si los cañones los paga Madrid o Barcelona, sino de si entre todos somos capaces de decidir si nos gastamos el dinero en cañones o en mantequilla. Pero claro, éste es un debate que no interesa al Partido Popular, al menos por el momento. A Rajoy ahora le es mucho más útil usar la crisis como coartada para debilitar a las Comunidades Autónomas, para erosionar su prestigio. Porque cada hachazo a la capacidad de actuación de un gobierno autonómico es un hachazo contra la educación y la sanidad públicas, que están en manos de esos gobiernos y suponen cerca del 80% de su presupuesto. Escuchando a algunos líderes del PP no es difícil aventurar que más adelante, con un Estado de bienestar severamente adelgazado y unas autonomías con la credibilidad por los suelos, plantearán la revisión del esquema de reparto territorial; no para mejorarlo, sino para ajustar cuentas con un modelo que nunca les gustó.

Cierto es que, años después de su despliegue, es bueno que reflexionemos sobre el funcionamiento de nuestro Estado Autonómico. Para hacerlo más cooperativo que reivindicativo, para evitar duplicidades, y hacerlo más barato y eficaz. Pero una cosa es abrir ese debate, llevar a cabo las oportunas y acordadas reformas y otra, agravar la desconfianza, insistiendo como hace el gobierno machaconamente en un mensaje demoledor: el de que las Comunidades Autónomas sólo saben malgastar.

Lo que está pasando en Europa tiene algunas similitudes inquietantes con lo que sucede en España. El pasado lunes lo dijo Van Rompuy en Madrid: para el presidente del Consejo Europeo, la UE debe contribuir a solucionar la crisis en España porque es corresponsable de su origen. Y lo es en un doble sentido. Porque nuestra burbuja inmobiliaria no se habría podido financiar sin el codicioso concurso de buena parte de las entidades financieras europeas más importantes. Y, sobre todo, porque España está sufriendo lo que podríamos denominar como la “prima de riesgo del euro”, que nos lleva a la paradoja de financiarnos a tipos mucho más altos que países que tienen peores fundamentos económicos que el nuestro y niveles de endeudamiento superiores. Eso sí, no pertenecen a la zona euro. A estas alturas nadie duda de que nuestro país, entre otros, está pagando, junto a sus propios excesos inmobiliarios, las insuficiencias de una moneda común alumbrada sin un Tesoro único, sin una política fiscal no ya única sino ni siquiera coordinada, con un sistema financiero fragmentado y sin vínculos institucionales comunes, y con un BCE poderoso pero con una capacidad de actuación limitada.

Estas circunstancias han conducido a una fragmentación económica y financiera en los países de la zona euro que paradójicamente sólo tiene un rasgo común: el creciente desapego hacia el proyecto europeo. Al Norte y al Sur de los Alpes los ciudadanos expresan con razones cada vez más distantes entre sí sus dudas, cuando no su oposición, a la forma en que se lleva a cabo la estrategia de salida de la crisis. En el Norte por lo que consideran excesos en la solidaridad intraeuropea. Y en el Sur por las insuficiencias y los costes sociales de una política económica de austeridad y ajuste a cualquier precio. Unos y otros tienen razón en una cosa: la estrategia es equivocada. Se han aplicado soluciones económicas, por cierto muy discutibles, sin abordar los problemas esenciales, que son políticos y afectan a nuestro proyecto de moneda única.

Como en el caso de España, los problemas que aquejan a Europa son de fondo. Necesita completar, de una vez por todas, el proyecto europeo, para atajar las insuficiencias democráticas que sufren sus instituciones y alcanzar un objetivo último: la creación de una auténtica unión política —económica y fiscal pero también social—, capaz de aglutinar a los europeos, a los del Norte y a los del Sur. Una transformación que, sin duda, exigirá la reforma de los Tratados, y que no será de fácil diseño ni, por supuesto, de rápida aplicación.

Y puestas así las cosas, nuestra obligación, la de los europeístas del Sur, es plantear nuestros temores con claridad: si después de dos años de aplicación de una política de rigor y ajuste lo que se vislumbra es una larga e inaceptable etapa de malestar y sufrimiento social, entonces no habrá salida. Será muy difícil convencer a los ciudadanos de nuestros países, desde luego a los españoles, de la necesidad de ceder más soberanía a una Unión que en lugar de bienestar sólo impone sacrificios. Sobre todo a los jóvenes, los que más están sufriendo, en forma de desempleo y de incertidumbre sobre su futuro, los errores cometidos.

Por eso, desde este mismo momento, la UE debe cambiar su estrategia económica de salida de la crisis, la estrategia de la derecha europea, empezando por la política monetaria, que tiene que dar tiempo para que países como España puedan hacer, de manera socialmente aceptable, las reformas y la reducción del endeudamiento acumulado. Combinando, adecuadamente, las medidas de austeridad con estímulos al crecimiento y a la creación de empleo. Por cierto, hace un año, quienes nos atrevimos a exigirlo fuimos tildados, como poco, de heterodoxos; hoy son cada día más numerosas las voces que piden esos cambios.

Tanto en España como en Europa, la estrategia ante la crisis está deteriorando gravemente la confianza de los ciudadanos en sus instituciones. Criminalizando a los europeos del Sur, abundando en toscos mensajes de cigarras y hormigas, Europa nunca llegará a ser ese gran espacio de progreso y convivencia en paz que soñaron Monnet, Adenauer y Schuman. Y erosionando la legitimidad de las Comunidades Autónomas, reduciendo por la vía de los hechos su margen de maniobra —que es lo que está haciendo el PP— se quiebra un modelo que, con todas sus imperfecciones, en las tres últimas décadas ha sido fundamental para el bienestar de los españoles. Para recuperar esa confianza, necesitamos líderes políticos capaces de generar adhesión en torno a un proyecto compartido, y no un ejército de amenazantes hombres de negro.

Alfredo Pérez Rubalcaba es secretario general del PSOE.

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