Por Rosa Regàs, escritora y directora de la Biblioteca Nacional (EL PERIODICO, 26/02/05):
La lucha por la igualdad entre mujeres y hombres es muy antigua y nace de iniciativas particulares de miles de mujeres olvidadas que dejaron sus anhelos en ello conscientes de que el camino era largo y que sólo podían dar un breve paso hacia adelante.
Sin leyes que defiendan los principios y los derechos que de ellos se derivan no hay progreso. Y así ha sido en nuestra sociedad desde que la República española se ocupó de esta discriminación y concedió el voto a la mujer y con él la igualdad de todos los ciudadanos. Luego vino el franquismo, que en este sentido y en muchos otros supuso un brutal retroceso. Pero, paralelamente, la Carta de los Derechos Humanos comenzó reconociendo que "todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos".
El artículo 14 de la Constitución española de 1978 dice que "los españoles son iguales ante la ley sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión ...". Y el artículo 35 recoge los derechos en el trabajo y recuerda que "... en ningún caso puede hacerse discriminación por razón de sexo". Sin embargo, y en flagrante contradicción, el artículo 57 otorga preferencia al varón sobre la mujer en la sucesión a la Corona.
Han pasado 27 años. Hoy el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa, consciente tal vez de que hace falta insistir y luchar contra los prejuicios religiosos y sociales implantados desde hace siglos en Europa, va más allá y dedica el artículo 83 específicamente a la igualdad entre mujeres y hombres: "La igualdad entre mujeres y hombres deberá garantizarse en todos los ámbitos, inclusive en materia de empleo, trabajo y retribución" y añade: "El principio de igualdad no impide el mantenimiento o la adopción de medidas que supongan ventajas concretas a favor del sexo menos representado".
ES CIERTO QUE la discriminación de la mujer en lo que va de democracia y de pertenencia a Europa ha mejorado en España, pero seguimos arrastrando y practicando los viejos prejuicios que anidaron en nuestra sociedad hace siglos, cuando los líderes religiosos se confundían con el gobierno de los pueblos y los imperios, y prevalecían en forma de normas y de leyes las doctrinas misóginas de san Pablo y de los doctores de la Iglesia. Doctrinas creadas para estructurar una pirámide de poder cuyo vértice superior era Dios, bajo él sus ministros, inmediatamente después los hombres y en último lugar las mujeres, del mismo modo que otras sociedades establecen una estructura de castas. El tiempo y la falta de derechos de las mujeres ha creado ese desprecio y ese sentido de la propiedad que tienen los hombres sobre ellas y el convencimiento social de que una mujer para ser mujer ha de "pertenecer" a un hombre. De ahí a considerarla inferior no ha habido más que un paso. Es, pues, la sociedad, impregnada aún de unos principios que todavía permanecen inalterables la que se resiste a progresar. La Iglesia al frente, por supuesto, prohibiendo, por ejemplo, que la mujer sea ministro de Dios. No es que esto importe demasiado, y si lo menciono es sólo para que comprendamos que, efectivamente, la religión católica a las mujeres nos considera inferiores. ¿Recordamos las declaraciones recientes de tantos obispos? Estas opiniones, como he señalado, no importan pero ayudan a mantener la creencia de la inferioridad de la mujer, o por lo menos, mantienen los mismos usos que si se creyera en ello.
La mujer hoy tiene asegurados los derechos, es cierto, y las leyes defienden su igualdad con los hombres, pero se les sigue pagando menos por igual trabajo y siguen sin poder atravesar ese techo de cristal tantísimas veces insalvable para la mayoría de ellas que les impide llegar a los puestos donde se toman las decisiones. No hay más que ver las fotografías de las direcciones de bancos, empresas y medios, como estampas olvidadas del Soviet Supremo. Y no hablo de la "injusticia de la justicia" que las olvida y desprecia sistemáticamente a favor del hombre porque es demasiado conocido. Es más, el prestigio se otorga a los hombres de todas las edades y condiciones, estén o no dotados, mientras que la mayoría de mujeres, aún con extraordinarios méritos, no lo alcanzan más que si son extremadamente ancianas o están muertas.
La mujer de hoy trabaja y tiene una familia, pero cuando le sale un hijo díscolo o drogata, la sociedad la culpa de no haber atendido a los hijos como debiera, como si no tuviera el derecho, igual que el hombre, a desarrollar sus facultades mentales, físicas o económicas, ni tuviera por qué alcanzar la única libertad que da pie a la verdadera libertad: la libertad económica.
POR SI FUERA poco, la lucha por la igualdad que llevamos a cabo las mujeres tiene que soportar la sonrisita benevolente de algunos hombres ("ya salió la feminista" o "eso son perogrulladas") que, sin embargo, están comprometidos con otras formas de igualdad, entre negros y blancos, ricos y pobres, católicos y musulmanes. Podría poner mil ejemplos, pero me limitaré al ámbito artístico: las mujeres escriben, pintan, diseñan tan bien como los hombres y son ellas las que más viven de la cultura, y, sin embargo son los hombres los que llenan las revistas literarias y artísticas, los que se llevan los premios oficiales, los que ocupan las Academias.
Avanzamos gracias a las constituciones, a la lucha de las mujeres y a la de algunos hombres que, contrariamente a ciertos periodistas misóginos, son tan feministas como antiesclavistas y que, como el presidente del actual Gobierno, creen de verdad en la paridad y luchan cada día por ella. Que los dioses nos los conserven.