Homenaje de respeto a Theresa L.

Por Gregorio Morán (LA VANGUARDIA, 15/07/06):

Conocí a Theresa L. en el aeropuerto de Viena. Me llamó la atención desde el momento que entró en la parte cutre y atiborrada que corresponde a los vuelos con los países que carecen de soberbia occidental. Porque el aeropuerto de Viena, la imperial, tiene dos partes muy bien definidas. La de arriba es esplendorosa como un salón de baile de la grandes épocas de la familia Strauss, músicos asociados, pero si usted viaja a países de aquellos que el eminente Federico Engels hubiera denominado sin historia,entonces, le toca desviarse hasta la parte baja, quizá porque la historia condiciona hasta en las grandes superficies.

No es una queja, es una constatación de algo que me sucede incluso cada vez que viajo desde Barcelona a Asturias o a Santander o a Vigo, y es que el lugar donde te meten, allí donde el mismo aeropuerto del Prat está a punto de perder el nombre y casi caer al mar, te hace consciente de pertenecer a algo tan sentido y lejano como las provincias de un mundo de metrópolis. Ningún reproche, sólo constato.

Me encanta Viena aunque me sulfure, capital imperial del clasismo, donde si te desprecian es por razones obvias, no porque tengas la piel oscura y el pelo azabache, sino porque tus abuelos fueron paisanos sin un duro y eso se percibe en la apreciación del destino que marca tu carta de embarque. Siempre que piso Viena, incluido su aeropuerto, me siento transportado a la rueda ferial del Prater, contemplando la ciudad mientras una voz en off, la de Orson Welles en El Tercer Hombre,me recuerda lo implacable que es la vida y la inanidad de los relojes de cuco.

Cuando entró Theresa L. en la parte gregaria del aeropuerto de Viena, en sus partes bajas, era inevitable mirarla porque la empujaron hasta allá; marchaba en una silla de ruedas y apenas la apostaron junto a la puerta de embarque, agarró su bolsa de viaje y abrió un libro. Mis esfuerzos por saber qué leía fueron infructuosos porque doblaba el ejemplar como una servilleta y no consentía la ansiedad de los mirones. Me hubiera gustado que se tratara de algún librito de Bernhardt, o más aún de la Bachmann, por razones mías, personales, por la mala conciencia que tengo de no haberle dedicado ni un miserable artículo a la gran Ingeborg Bachmann, escritora magnífica donde las haya, que habría cumplido ochenta años el pasado mes de junio si no se hubiera dejado el cigarrillo encendido después de una carga excesiva de alcohol y barbitúricos.

Lo de Viena fue un viaje incidental, porque nos subieron y bajaron varias veces del avión por ese tipo de razones que los legos no logramos entender y que están en las formas simbióticas de los vuelos, donde te dicen - nunca te explican nada- que hay una avería en el ordenador de vuelo, en el tren de aterrizaje o las luces de situación, te da lo mismo, sigues siendo el humilde servidor que espera que le lleven en la alfombra mágica, confiando que le depositarán a miles de kilómetros de donde se montó.

Contemplar la escena reiterada de las subidas y bajadas de Theresa L., ayudada por el personal del aeropuerto, provocaba una sensación para mí insólita, entre la desazón y el elogio a su impertérrita dignidad. Ni una queja, ni un mal gesto, tan sólo una sonrisa fría de agradecimiento por el esfuerzo suplementario de unos tipos que hacían lo que debían porque les pagaban para ello. Debo confesar humildemente que hasta entonces nunca había sido consciente de lo que significa el valor, la audacia, la temeridad de una persona en condiciones de minusvalía física luchando por su dignidad de ciudadana de pleno derecho y tratando de llevar una vida normal que por otra parte siempre será excepcional.

Esa gente son héroes de una batalla imposible, donde cualquiera de nosotros probablemente claudicaría. Hasta lo más mínimo, algo tan inevitable como orinar se convierte en una operación endiablada que exige ayuda, delicadeza, sensibilidad, y una aportación discreta que no ofenda ni se inmiscuya en las áreas más privadas de un ser humano. Nada hay más humano que las necesidades fisiológicas; lo demás, lo del espíritu y la libertad son zarandajas al lado de lograr el cumplimiento de lo obvio para animales sencillos, de tipos que comemos, digerimos, defecamos y nos sentimos satisfechos sólo a partir de que cumplimos el ritual del animal que somos. Aunque no lo escribamos nunca; admitamos que la civilización y la cultura nunca se notan con mayor esplendor como dentro de unos aseos limpios que preserven tu intimidad.

El azar permitió que el destino del vuelo de Theresa L. y el mío fuera el mismo, y así pude seguir atentamente la trayectoria cotidiana de una superviviente. Las dificultades para subir al avión, para ser atendida, para cumplir las obligaciones del vuelo, para bajar luego esperando a que el aparato se quedara despejado y fuera menos difícil descender. Y aún ahora que lo evoco, me sumo en una sensación de admiración sin límite.

Hay que ser muy fuerte para soportar todo eso, porque no se trata de un incidente, de un momento preciso donde subes y bajas con dificultad y recibes ayudas del personal de vuelo, sino que cada cosa que has de hacer exige pelear por ella, poner los músculos en tensión, salir de una silla, agarrar unas muletas y arrastrarte hasta el próximo destino, como si se tratara de una versión brutal de la carrera entre Aquiles y la tortuga: cada vez que avanzas, aún te queda otra parte, y jamás lograrás llegar antes, sino el último, esperando siempre que no se olviden de ti y acabes en el garaje de los grandes aeroplanos, el hangar como domicilio particular para los minusválidos que vuelan.

Me llamaba la atención su orgullo y su gesto inequívoco de que no necesitaba otra ayuda que la imprescindible. La conocí mejor luego y dejé de husmear entre lo que leía para que ella me contara lo que quisiera contarme de su vida. Una violación infantil, una vida perra en una familia espantosa, una hija muy linda que logró quedar fuera de todo, una trayectoria viajera de sin techo y okupa por necesidad operativa, y luego el golpe; la atrofia muscular progresiva que la tenía atada a un destino irreversible. La silla de ruedas que yo había visto no era otra cosa que un éxito; la estrenaba en aquel lado malo del aeropuerto de Viena, era su adquisición gozosa después de varios años peleando con las muletas. Ahora podía desplazarse con la activa inquietud de sus dos manos. Sólo cabía la admiración ante el rigor con el que ella, y sólo ella, manejaba el carro, imponiendo con una mirada que no necesitaba otra ayuda mientras no aparecieran obstáculos de nivel.

A sus cuarenta años confesos, que yo hubiera aquilatado en mucho más, tenía el pelo hermoso en cobre y una piel donde cada arruga delataba una escaramuza en la pelea por la supervivencia. Su especialidad, que me dejó alelado, eran las mujeres con deficiencias mentales que habían sufrido violencias de género y violaciones y que trataban de rehacer su vida. Una psicóloga de la vida, con experiencia suplementaria, que se dedica a ayudar a quienes no es fácil que alcancen las cotas de dolor que ella padeció. Ninguna creencia religiosa, sólo fe en la fuerza de la voluntad, como si se tratara de demostrar que la vida es una mierda que exige mucha delicadeza para no contaminarse. Tenía una novia holandesa y le gustaba mucho más preguntar que dar respuestas, porque hay gente a quienes las preguntas hieren con sólo formularlas. Y quizá también porque formaba parte de su concepción del mundo, el hecho de que quejarse es el procedimiento que aboca a la catástrofe y el mundo está construido para gente berroqueña, cruel, ruda hasta en la ternura que le salía por unos ojos oscuros que miraban preguntando, pero que no admitían nada que pudiera empañar la voluntad de vivir por encima de todas las dificultades. Una mujer que probablemente no pasará a la historia ésa que escribimos en los libros, pero que sí la hace: que es consciente de que nadie le regalará nada, que se siente orgullosa de su silla de ruedas que le evitará el esfuerzo titánico de ir con muletas, ahora que la enfermedad le ha dejado los pies torciditos y la columna baldada.

El valor, quizá la máxima categoría del ser humano, está ahí. No nos caracteriza ni la inteligencia, que en términos éticos es neutral, porque sirve igual para gozar que para hacer sufrir. Ni la historia, que en general podríamos meter en la basura sin que nadie con conocimiento se escandalizara. Ni la familia. Ni la economía a nuestra disposición. Lo único que nos enorgullece es el valor, la valentía para cambiar el destino que los malditos dioses, dicen, nos han marcado. Nada más digno que la conciencia de que llegará un momento irreversible y que los días están contados pero los administra quien los vive.

Entonces recordé a una joven en Madrid, Alba Gañán, de 17 años, minusválida en progresión, que recién terminó su bachillerato con resultados por encima del 9 y la selectividad por arriba del 7, con ambiciones por hacer filología árabe, pero a quien nadie ha explicado cómo demonios va a llegar a la facultad, y subir las escaleras, y poder disfrutar del lavabo, y tomarse una cerveza, y poder volver a casa como si fuera una persona. Y he pensado que esta gente que ni nos lee ni falta que le hace, debería ser subvencionada socialmente, sin caridades ni emociones milagrosas, sino sencillamente hablando, porque son el milagro laico de una sociedad avanzada.

¿Qué es lo que distingue a un ser humano de un siervo? La creencia de que la voluntad es un ejercicio libre que rompe los prejuicios, porque no hay barómetro social más fiable de la civilización que el trato a las minorías. Las mayorías ya se las apañan para adocenarse.