Homenaje del vicio a la virtud

El mariscal (un rango militar desconcertante) Al Sissi fue reelegido el 28 de marzo con el 92% de los votos. Unos días más tarde, esta puntuación mediocre, que probablemente disgustó al presidente de la República de Egipto, porque es una república, se rectificó. En realidad, había conseguido el 97,2% de los votos. Admiremos, de paso, la precisión, al decimal exacto. Sin embargo, Al Sissi es mucho menos popular que su predecesor, el general Mubarak, que normalmente obtenía el 100% de los votos. Recuerdo una vez que me encontraba en El Cairo en día de elecciones y encontré las oficinas electorales vacías, lo que no impidió que Mubarak lograra un índice de participación de aproximadamente el 95%. ¿Y Al Sissi? No sabemos demasiado. En realidad, solo votan aquellos a quienes obliga su autoridad jerárquica, como los militares o los funcionarios. El éxito de Al Sissi es ciertamente una humillación para Vladímir Putin que, el 18 de marzo, fue reelegido con solo el 76,67% de los votos rusos. Pensaremos que el resultado se aproxima algo más a la verdad que el de Egipto, porque está más vigilado por la oposición y porque, de todas formas, estamos en Europa. Pero en el fondo no sabemos nada al respecto, excepto que también en Rusia la represión de la oposición impide hacernos ilusiones sobre estas elecciones teatrales.

Homenaje del vicio a la virtudPero ¿por qué los dictadores se esfuerzan por organizar elecciones cuyo resultado se conoce de antemano? Aunque es cierto que no todos se toman tantas molestias. En China, Xi Jinping se ha autoproclamado presidente vitalicio sin consultar al pueblo; le basta la sumisión del Partido Comunista. ¿Pero en otros lugares?

Los egipcios, igual que los rusos, no creen en los resultados oficiales tal y como se proclaman. A Putin lo llaman el zar y a Al Sissi, el faraón. Una especie de fatalidad histórica se apodera de los espíritus. En las raras ocasiones en que pudieron votar casi libremente, eligieron a Yeltsin, que derribó la Unión Soviética, y a Morsi, un «hermano» musulmán, victorias que no agradaron ni a las oligarquías locales ni a los Gobiernos occidentales. Tanto en Europa como en Estados Unidos, nuestras élites son partidarias de la democracia para todos los pueblos sin distinción, a condición de que el ganador coincida con nuestros prejuicios culturales y nuestros intereses; preferimos un mariscal a un islamista, aunque sea un no violento como Morsi. ¿Entonces, cuál es la utilidad de las elecciones amañadas? Para mi sorpresa, aprendí en Egipto, pero también en Túnez durante el régimen de Ben Alí, que los afortunados elegidos terminaron creyendo en su popularidad. El incienso del poder, la veneración de quienes le rodean, persuaden a un Al Sissi, a un Putin, de que el pueblo realmente los ama, de que son los mejores jefes posibles, de que no hay alternativa. Cuando una revolución los derroca, como ocurrió con Ben Alí o con Mubarak, están convencidos de que se debe a una conspiración extranjera. La autointoxicación, por muy extraordinaria que sea esta explicación, lleva a los dictadores a relegar al fondo de su memoria que ellos mismos organizaron la función. La aprobación de sus colegas extranjeros refuerza su esquizofrenia: cualquier jefe de Estado elegido, democráticamente o no, es inmediatamente reconocido como un igual por cualquier otro jefe de Estado. ¿Se imaginan a un solo dirigente europeo que se dirigiera a Al Sissi o Putin y les preguntara: «¿Quién te ha hecho rey?» Los gobernantes occidentales se suman a esto enviando a los pseudoelegidos mensajes de felicitación nada más conocer los resultados. Si todos fingen creer en estas democracias de cartón piedra, entonces es que son auténticas, ¿no es así? Pero lo sorprendente es que la democracia pisoteada sigue siendo un valor insuperable, el único régimen político reconocido como legítimo en todo el mundo, con excepción de todos los demás. Incluso los no demócratas lo admiten: no hay nada mejor que la democracia. Es lo mismo que dicen los pueblos cuando se les pregunta. En todas las civilizaciones, incluida China, todos quieren elegir a sus representantes, incluso si no utilizan términos abstractos como democracia, derechos humanos, o Estado de derecho. Cuando estaba investigando sobre este tema en algunos pueblos de China, me dijeron unánimemente que le agradecían al Partido Comunista el haber mantenido la estabilidad del país y facilitado el enriquecimiento y que también querían elegir a sus dirigentes.

Para los occidentales es una victoria agridulce: por un lado, el mundo entero se ha unido al valor occidental de la democracia, y por el otro, esta democracia se viola con el consentimiento de los occidentales. Sé que no vamos a imponer un París, un Madrid o una Bruselas, y tampoco un Washington, la democracia real, a los árabes y a los chinos, pero sin duda es posible prestar un poco más de atención a aquellos que encarnan a la oposición en estos países. Recordemos que, por regla general, los dictadores terminan mal y que la oposición de hoy es el poder de mañana. En resumen, los occidentales disponen del denominado «poder blando», la fuerza de las ideas, pero hacen un mal uso de él.

Guy Sorman

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