Hoy se celebra en Bilbao un esperado homenaje a las víctimas del terrorismo organizado por el Gobierno de la Comunidad Autónoma Vasca. Tiene lugar cuatro años después de que el Parlamento vasco acordara por unanimidad ésta y otras medidas relacionadas con este colectivo tan olvidado durante demasiado tiempo y por la inmensa mayoría de la ciudadanía. Este acto ha concitado numerosas adhesiones, pero no contará con algunas presencias deseadas. Más allá de su concreción presente, importa tanto o más el impacto que pueda conseguir para un proceso futuro largo y necesario.
Los expertos reiteran desde hace tiempo que a las víctimas les son debidas verdad, justicia y memoria. Sin ellas cualquier reconocimiento u homenaje, siempre insuficientes por los impactos irreparables de la violencia, adolece de graves limitaciones. Pero en la vida todo presenta un carácter dinámico. En este proceso social, como en tantos otros, nunca se alcanza en los primeros intentos toda la verdad que resulta posible, y la verdad posible nunca agota la verdad de lo acontecido. Tampoco resulta alcanzable una justicia plena y sólo con tiempo se consigue, en ocasiones, parte de la justicia debida. Como tampoco gozamos de memorias personales y colectivas de alta calidad, pero podemos ir educando nuestra sensibilidad para recordar con mayor frecuencia y empatía a quienes fueron o continúan siendo víctimas de la barbarie. De ahí que se deba respetar la decisión de quienes han decidido no participar en este acto y, a la vez, se pueda apoyarlo desde una apuesta porque sea un hito que abra un proceso en el que se vaya desvelando cada vez más verdad sobre lo acontecido a estas personas, se avance exigiendo más justicia para con las situaciones que viven o han vivido y se apueste por ir comprometiendo nuestra ciudadanía al servicio de que la memoria de su dolor no sea traicionada ni manipulada.
Pero existen riesgos ciertos de que en el futuro no se construya según estos principios. La clase política presente o ausente en este acto puede continuar subordinando el imperativo ético que clama desde la realidad de estas víctimas a intereses particulares y a estrategias electoralistas, cuando uno de sus compromisos ineludibles debería ser, ante temas como éste, el mantenimiento de un consenso ético y político, por formar parte éste del sustrato ético básico e irrenunciable para la acción política. La memoria de lo acontecido a las víctimas califica los posibles proyectos políticos. Sólo aquellos que mejor salvaguarden el significado ético y político de esa memoria deberían tener éxito entre la ciudadanía. Es cierto que el ejercicio de la política exige compromisos entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. En ocasiones una aplicación ciega de la ética, al margen del contexto en el que sus principios deben ser aplicados, puede provocar mayor daño que provecho. Pero en otras, una excesiva complacencia para con las circunstancias puede acabar provocando la renuncia a defender principios básicos que siempre deben configurar esa acción política.
También en nuestra sociedad puede continuar produciéndose una pléyade de comportamientos que tienen adquirida carta de naturaleza y que, de proseguir sin corrección, vaciarán parcialmente el gesto de quienes hoy se sumen a este homenaje. Sirva de ejemplo la extraordinaria facilidad con la que convivimos con expresiones que jalean a los victimarios. Cuánta gente no sigue participando en fiestas o acontecimientos de carácter cultural que sistemáticamente se contaminan con expresiones relacionadas con los que deben ser denominados como delincuentes políticos vascos.
Entre la memoria del dolor acumulado en el pasado y el deseo de un futuro en el que la lacra de la violencia terrorista haya desaparecido se va abriendo un camino lleno de dificultades en el que, sin prisas y sin dilaciones, con humildad y con ambición, crece el reconocimiento de que no supimos defender como se merecían ni acompañar como era de justicia a quienes la violencia bruta colocó involuntariamente en la frontera entre la civilización y el terror. Repitámoslo con la claridad de los ejemplos: necesitamos la entereza que haga posible que nadie disfrute o no perciba la gravedad de lucir una camiseta reivindicando como héroe a un asesino, sea en un aula, corriendo a favor de una organización que promociona el aprendizaje y el uso del euskera o en un concurso de 'bertsos'.
Otras personas y colectivos han decidido no participar en este homenaje por opinar que otros sufrimientos quedan excluidos. Reivindicar la memoria de las víctimas no es incompatible con exigir un funcionamiento exquisito del Estado de Derecho o la política penitenciaria más humana y reinsertadora posible. Pero no se puede intentar mezclar todo sufrimiento para que no se pueda distinguir con claridad la muy diversa valoración ética y política que merecen situaciones diversas. Se puede lamentar todo el sufrimiento acumulado, pero para construir un futuro mejor una parte de él -el de las víctimas- puede constituir un excelente cimiento y otra parte de él servir tan sólo para ejemplificar como la acción deshumanizadora de la violencia destruye también de manera especial las conciencias y las vidas de quienes optan por ella.
Más allá de lo que se consiga en este acto, resulta necesario cultivar actitudes cotidianas que prolonguen en el tiempo este homenaje puntual. Así, una primera actitud a cultivar es la de la cercanía y la escucha. Muchas víctimas necesitan contar lo que han vivido y cómo lo han vivido. A veces repitiéndolo monótonamente. Sólo así pueden ir exorcizando la huella de la violencia e ir sanando sus heridas. Si en vez de forzar a que avancen en el camino que nosotros percibimos como el que puede conducirles hacia la superación, siempre parcial, de lo que han padecido, o, lo que es aún peor, si en vez de manipular su sufrimiento, nos colocamos simplemente lo más cerca que ellas nos permitan y nos ponemos a escucharlas habremos dado un primer paso.
Una segunda actitud ligada a la anterior y, en cierta medida, ya indicada, es la de la espera paciente. Tenemos tantas ganas de pasar esta página dolorosa de nuestra historia que corremos el peligro de pretender que la cicatrización de las heridas recibidas por las víctimas se produzca ya. En un mundo en el que esperar pacientemente equivale muchas veces a tener la sensación de perder el tiempo, hay que permitir procesos que no cierren en falso ninguna huella de la violencia. Respetar los ritmos de las víctimas es una exigencia que no podemos ahogar en nuestra impaciencia.
Otra actitud imprescindible es la de intentar participar en el sufrimiento de las víctimas, no cómodamente, desde fuera, sino junto a, con ellas. Intentando recordar lo que esas personas han vivido. Nunca podremos tener sus mismas experiencias, pero las nuestras propias, probablemente mucho menos dramáticas, pueden ayudarnos a que nuestra cercanía y nuestra atención sean más profundas y solidarias.
Por último, habremos de adoptar una actitud abierta a lo nuevo. Nunca seremos los mismos, ni nunca la sociedad vasca será la misma, después de las experiencias traumáticas que hemos vivido. Pero al construir una nueva realidad podemos acertar con aprender de los errores pasados o, por el contrario, condenarnos a volver a repetir parte de lo vivido.
Pedro Luis Arias Ergueta, profesor de la UPV/EHU.